Cuentos | El espejo - Por Rubén Leva | Collage: Agostina Bertolotti

Ustedes no llegaron a verlo, pero, como les dije, siempre estaba ahí. Yo me lo encontraba cada mañana en el espejo. Apenas abría la puerta y encendía la luz aparecía otra vez su cara repugnante. Para evitarlo, me hacía el distraído y encaraba hacia el inodoro dándole la espalda, pero igual sentía sus ojos sarcásticos clavados en la nuca. Cómo no iba a sentirlos. Entonces, disimulando, agachaba la cabeza y me ponía a orinar silbando bajito. Trataba de concentrarme en el vigoroso chorro amarillo del que siempre me enorgullecí y en el repaso mental de las minúsculas tareas domésticas que ese día, de nuevo, debía acometer en soledad. Después, todavía de espaldas y espiando de reojo, me iba acercando a la ducha. Corría la cortinita, abría la canilla, me metía lo más rápido posible bajo el agua caliente, mientras más caliente mejor, y, de nuevo, corría la cortinita, esta vez para cerrar. Pero aún estaba ahí, de sobra lo sabía. Podía espiarlo, aunque trataba de no hacerlo, por la grieta que se formaba entre el borde de la cortina y los pálidos y goteantes azulejos rosados. Aunque el vapor empañara el espejo del botiquín, su odiosa cara no se borraría, yo lo sabía muy bien. Con sólo decidirlo hubiera podido ver cómo su rostro reaparecía triunfante detrás de la neblina del vidrio sudoroso, pero ¿acaso ustedes hubieran querido verlo? Yo no, yo trataba de apartarlo de mi mente, de no preguntarme ya por su identidad, porque al comienzo no hacía otra cosa más que tratar de responder a esa pregunta. Pero, pasado cierto tiempo, ¿qué podría haber visto de nuevo? Nada, sólo esa mueca absurda de payaso trasnochado que cada día se acentuaba más. A veces, en un acceso de furia valerosa, me ponía a cantar a todo pulmón, como desafiándolo. Pero eso era una estupidez, si hasta me parecía oír un rumor de risas burlonas como graznidos de cuervos detrás de mi patético canto desafinado. Es más, era en esas ocasiones cuando venía lo peor. Las voces, sí, sí, unas voces que me aturdían, me llamaban, me interpelaban, me acusaban, me astillaban el cerebro con sus burlas. Sí, claro, sí, ya sé lo que están pensando, pero no estoy loco. Ya descarté la locura como posible origen  de esta pesadilla. Lo consideré, por supuesto, hubo un momento en que lo consideré. Cómo no iba a hacerlo, soy una persona racional, es más, me enorgullezco de serlo. Tan es así que llegué hasta el extremo de pensar en la posibilidad de una consulta psiquiátrica, miren lo que les digo.

¿Quieren saber cómo empezó todo? Fue el día siguiente a la partida de Marina. Ahí empezó. Ella se fue una noche. Aclaremos que, en ese sentido, estuvo bien. Hizo lo único posible porque yo no iba a abandonar la vieja casona de mis padres. Toda mi familia vivió ahí por generaciones, imagínense, no iba a dejársela a ella. Se fue después de otra de esas peleas inevitables, esas peleas que a ella tanto la perturbaban y que para mí estaban absolutamente justificadas por su desorden y hasta su desidia en la atención de nuestro hogar. Porque para mí el orden y el aseo son valores irrenunciables, señores. Eso lo aprendí de mi madre, pero sobre todo de mi tía Teresa, la hermana de mi padre que se quedó a vivir con nosotros luego de que él murió en aquel horrible accidente. Pero bueno, ahora tengo que hablarles de Marina, que es lo que a ustedes les interesa. Al comienzo Marina no era así. No, eso empezó cuando entró a trabajar en el banco. Todas las mañanas muy temprano salía emperifollada y de punta en blanco, como, de haberla visto, hubiera dicho la tía Teresa con su habitual tonito irónico, y volvía por la noche bastante tarde, a la hora de cenar. Yo la esperaba siempre con algún menú especial, porque como llegaba más temprano me encargaba de cocinar. Al principio eso no me molestaba, les aseguro que en ese momento no pensaba en los comentarios que podría haber hecho la tía Teresa. No, no, de verdad, lo que hacía lo hacía de buena gana, créanme. Me encantaba agasajarla con una buena cena, sobre todo los viernes, que podíamos quedarnos de sobremesa hasta tarde a repasar nuestros proyectos y amarnos sin apuro, a veces hasta la madrugada. Después, las cosas comenzaron a cambiar. Creo que fue su éxito creciente en el trabajo, al menos eso decía ella, era su argumento favorito, tanto que casi llegó a convencerme. Bueno, pero eso no importa ahora, la cuestión es que estaba cada vez más ocupada mientras que mi tiempo libre, por otro lado, se iba acrecentando de manera alarmante. Hasta que me despidieron del empleo. Aunque los productos de Electromax se vendían menos cada día estoy seguro de que esa fue una injusticia que me tocó sufrir por culpa de la envidia de un mal compañero. Entonces empecé a desconfiar de Marina. Y empecé a irritarme. Me irritaba verla salir presurosa cada mañana tanto como me irritaba verla volver feliz y sin apuro cada noche. Y mi irritación iba en aumento porque imaginaba, y de eso estuve cada vez más seguro, que me engañaba. Marina en mi cabeza revolcándose con otro tipo en alguna cama ignota, Marina riéndose de mí, Marina junto a su amante planificando abandonarme mientras yo pasaba las horas estériles haciendo zapping, yendo del televisor a la computadora o a algunos de los libros insulsos que ella me traía de regalo –pura y triste compasión, seguramente– y que pronto abandonaba porque no podía concentrarme en la lectura pensando en su traición. Ella trataba de eludir mis justificados reproches de cualquier manera. A los impecables razonamientos que demostraban sus engaños los llamaba celos enfermizos, fíjense ustedes. Pero, a pesar de todo, al principio me trataba con dulzura, intentaba  calmarme por las buenas, con besitos, mimos y otras argucias femeninas, claro que yo no le creía. Después empezó a ser más brusca y terminante: buscate un trabajo, me decía, no consigo, decía yo, entonces limpiá la casa, ya sabés que yo no tengo tiempo. Y ahí era cuando más me enfurecía porque limpiar la casa no es tarea de varones ¿no es cierto? ¿Ustedes que piensan? Sí, ya sé que soy un chapado a la antigua, pero para mí eso es cosa de mujeres ¿Acaso iba ella a hacer el papel del varón y yo el de la mujer? De ninguna manera ¿No era esa la forma más segura de empujarla a los brazos de otro hombre, si es que eso ya no estaba ocurriendo? Y estaba demostrado que eso ya estaba ocurriendo. El mandarme a limpiar la casa no era más que otra manera refinada de tomarme el pelo. Seguramente lo festejaría después con su amante. Pero yo iba a conseguir algún buen empleo, sólo era cuestión de tiempo. Aceptaba su ayuda económica, mientras tanto, ya que me convenía. Pero eso no quería decir, en absoluto, que sus obligaciones como ama de casa caducaran. Cada cosa en su lugar.

«Dreamer», por Agostina Bertolotti

Como les venía diciendo, Marina se fue esa noche. Yo me acosté casi de madrugada. Ya volverá, más tarde o más temprano se desengañará y volverá arrepentida, pensé. Entonces veremos si la perdono. Llegará la hora de la revancha, me decía. Debo haberme fumado un atado de negros sin filtro y tomado una o dos botellas de vino. No sé si eso es un indicio de angustia o de tristeza, pero lo cierto es que dormí como una piedra, ni un sueño, ni un mínimo temblor, ni una gota de transpiración, ni un transitorio despertar hasta la tarde del día siguiente, que fue el momento en que me desperté. Todavía medio dormido y con la resaca a cuestas me encaminé hacia el baño. Abrí la puerta, encendí la luz, encaré el espejo y apareció él. Ésa fue la primera vez que lo vi.

Claro que ustedes están interesados en la noche del sábado ¿no es cierto? por supuesto, es su trabajo. Yo volvía del cine cuando la ventanita del baño que da a la calle con su luz encendida me alarmó. Cómo, pensé, no es posible que me haya olvidado de apagarla, es más, estaba seguro de no haberla prendido antes de salir. Por precaución, últimamente evitaba ir al baño principal. Había adquirido el hábito de acudir al de servicio que quedó casi sin uso tras la muerte de mi madre y el despido de Olga, la mucama que la atendía. Ahora lo había restaurado, sobre todo a fin de evitar encontrarme con él en el espejo y, secundariamente, para tratar de alquilar esa parte de la casa a algún pensionista y así aliviar mis gastos ya que, como ustedes deben saber, continúo desocupado y las rentas que obtengo del escaso dinero que heredé apenas alcanzan para pagar el geriátrico en el que tía Teresa está internada desde hace años. En medio de mis prevenciones y temores empecé a escuchar las voces. Gritos horribles, insultos que no podría repetir, risas grotescas que taladraban mi cabeza, burlas, amenazas, acusaciones, reproches. Ya no aguanté más. Abrí la puerta de calle y subí las escaleras con el cuerpo rígido, los músculos tensos, las ventanas de la nariz abiertas de par en par y respirando a todo pulmón. Sólo quería encontrarlo, atraparlo, desintegrarlo entre mis manos. Ya no me preguntaba quién era él, ya no conjeturaba sobre su identidad. Si era o no el amante de Marina, tal como llegué a pensar en algún momento, o mi padre, que volvía de la muerte para acusarme y torturarme, me tenía sin cuidado. De golpe había perdido todo temor. Un valor inusitado, exacerbado, descomunal, me invadía, un valor que nunca antes había experimentado. De una patada abrí la puerta del baño y me enfrenté a él. Me pareció que su mueca se trocaba en sorpresa, que me miraba con otros ojos, unos ojos asustados, llenos de pánico. Pero después sonrió, como siempre. Entonces hundí mis manos en el espejo. Atravesé el vidrio helado como hielo, el vidrio hiriente de agujas, filoso como puñal. Mis brazos se sumergieron en la ciénaga espesa del azogue y haciendo un gran esfuerzo alcancé a golpearlo en la cabeza. Pero no podía atraparlo, se me escapaba como gelatina entre los puños. Luché y luché, hasta que, en un último esfuerzo, estiré mis dedos tensos como alambres en busca de su cuello fugitivo y lo alcancé. Y apreté, apreté, apreté, con todas mis fuerzas. Él sonreía, como siempre. Hasta que de golpe su mueca se borró y su cabeza cayó hacia un costado. Fue ahí cuando lo solté. Su cuerpo se derrumbó como un muñeco de paja, como un espantapájaros horroroso, absurdo y desarticulado. Y allí quedó, roto, muerto, por fin. El vidrio parecía oscurecerse mientras su imagen se alejaba como si un viento feroz la arrastrara como a una hoja seca sobre una llanura desierta y polvorienta. Cada vez más lejos, más lejos, más lejos. Incrédulo encogí mis brazos, vi que algunos rasguños los surcaban y los sentí extraños, ajenos. Pero todo yo me sentía extraño, como si flotara, como si fuera a desvanecerme, a disolverme. De pronto me invadió un sueño irresistible. Trastabillando, chocando contra las paredes y los marcos de las puertas fui hasta el dormitorio y me dejé caer en la cama vestido como estaba. Dormí toda la noche, otra vez como una piedra.

A la mañana temprano un rayo de luz me dio en los ojos. A duras penas me levanté. No podía recordar con exactitud lo que había pasado. Fui hasta el baño y cuando intenté abrir la puerta algo me lo impidió. Empujé con todas mis fuerzas y al fin cedió un poco, lo suficiente como para ver asomar la suela de un zapato de mujer que se enfrentaba a mis ojos como un aviso de stop, un deténgase, no siga. Desoyendo la advertencia seguí empujando hasta que al fin pude meterme por el intersticio que se había formado entre la puerta y la pared. Y ahí estaba ella, tendida sobre el piso, con la cabeza apoyada sobre el duro borde de la bañera de hierro, con el pelo negro sobre la cara blanca y la cara blanca, como el esmalte blanco de la bañera, dividida por un río bermellón, oscuro, seco, casi negro, que partía desde lo alto de la frente y corría sinuoso por la nariz pequeña y aguda deteniéndose, como formando un lunar, en el amado pocito de la mandíbula. Allí estaba con el cuello roto, pleno de huellas moradas, y los brazos a los costados, caídos, sueltos, Ahí estaba Marina, casi en la misma posición en que encontré a mi padre cuando cayó, después de volver de una noche de juerga, al pisar el autito de juguete que me había regalado la tía Teresa y que yo había dejado olvidado junto a la puerta del baño. Entonces me invadió una calma fría, gélida, glacial. Pero no era desamor o indiferencia, no se confundan, era el triunfo de la razón, del intelecto sobre las emociones en bruto. Sentí que otra vez estaba en mi eje y pensé, tal vez todavía esté viva, hay que ser práctico, guardaré mis lágrimas para después, llamé al servicio de emergencia, ellos los llamaron a ustedes, y ustedes me trajeron aquí.


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