Crónicas | Cancas - Por Marcelo Sevilla

– «…no nos atreveríamos, no podemos nombrar un tiempo nuevo; de esto precisamente se ocupaba la modernidad: nuevas eras, tiempos nuevos, hombre nuevo: vocabulario de una época que sentía la inminencia…»

Jorge Aulicino

-…pues el ser humano se ha encerrado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna.

William Blake

 

I

Medianoche de un verano en el norte argentino. Nada de nada de plata en los bolsillos. Pocos autos por las calles como para hacer dedo, pero igual decidimos volver para Santiago. Ahí nomás, a una hora de viaje, con un poco de suerte.

La oscuridad se hacía hosca saliendo hacia la ruta, perdiéndose en el final de las luces. Por ahí aparece un colectivo fané y descangayado, pasando rápido; le hacemos seña. Unos cien metros más adelante para, se detiene levantando algo de tierra y ese ruido a piedritas resbaladas. Nosotros corremos y trepamos la puerta.

Un señor mayor al volante, ensimismado, apenas hace una mueca como respuesta cuando preguntamos para subir. Pocos pasajeros, algo raro.

A poco de andar, por el costado y a toda velocidad, dos autos y otro por la banquina. Es un Torino el que se cruza adelante violentamente y nos detiene. A los gritos, varios tipos de civil con revólveres y con palos, se suben y nos bajan a trompadas y empujones. El chofer, se lleva la peor parte.

En medio del estupor y los alaridos, alcanzamos a escapar. Luego entendimos que el colectivo había sido robado por el señor que lo conducía y que –ahora se hacía más evidente– estaba borracho o algo así.

De pronto nadie alrededor. Penumbra y desolación y susto y miedo, sin hablarnos. El resplandor de la ciudad nos alumbraba y nos llamaba de vuelta. Caminamos un trecho y ya. Buscamos un lugar seguro para dormir, donde no nos pasara nada, donde tampoco nos pudiera joder la policía. Finalmente nos escondimos en una galería trasera del casino y nos acostamos por ahí.

Era el epílogo de una jornada larga, intensa y bella sin embargo.

II

Habíamos llegado desde de Santiago del Estero con Nano. Estábamos acampando con otros amigos, a la orilla del río Dulce tan marrón. Una escala más, en el itinerario de un viaje de mochileros sin fin, que se había iniciado en San Fernando del Valle de Catamarca, sólo porque un camionero nos llevó hasta ahí; así, sin por qué y sin más. Así los caminos, los arroces hervidos, las montañas.

Febrero de 1985, una mochila era –todavía– una forma de resistir las disciplinas. Los milicos se estaban yendo de los hechos cotidianos. Se podía caminar, nos podíamos reunir, soltar las ganas en la vía pública, crear, conocer. Así andábamos, buscando amores con boina gris y el corazón en calma, como cantaba Neruda. Afuera la vida estallaba como una fruta enloquecida.

La democracia era un pimpollo de liberación. Una promesa de aventuras sin persecuciones, por fin. De curiosidades obscenas. También por la política, esa alfombra que a veces encubre la guerra que nos habita.

Termas de Río Hondo entonces, porque un peronismo aparentemente renovador, organizaba un congreso nacional. Y para allá fuimos.

Intuitivamente desembocamos en la plaza principal. Los peronismos siempre van para las plazas. Desde temprano comenzaron a llegar colectivos, autos, camiones con banderas y voces cantándose; y algunas chatas viejas, cargadas con pobres gentes. Gestos que bordean entre el reclamo y el desafío, entre la necesidad y el reconocimiento. Una imagen sepia, un fotograma del 45, en persona.

Euforia. Emoción, aunque sea difícil llorar en las mañanas. Comenzábamos a comprender todo lo que nos había costado –y lo que nos iba a costar– la dictadura; su reparación imposible.

Río Hondo entonces, con aguas termales; «bueno para el reuma pero no para el cáncer», decían. El Frente Renovador, Cafiero y Grosso; la Liga de gobernadores con Carlos Menem, la esperanza riojana, el remedo de Facundo Quiroga, portando esa aureola degradante (lo volvimos a ver en abril del 89, cuando pasó por Venado Tuerto antes de ser presidente, en un popular acto en calle Casey, para seguir mintiendo).

III

Después, un mediodía vaporoso fue calmándolo todo. Una pegajosa quietud nos dominó: la legendaria siesta santiagueña en el silencio de sólo pájaros. Nosotros, sentados en cualquier sombra, en el tapial de cualquier casa, tomábamos mate.

Hasta que aparece caminando un hombre solo. Un hombre solo por la vereda de enfrente: campera de cuero negra, el pelo descuidado, un jean ajustado. Unas botas de media caña, los tacos golpeando severamente esas baldosas del ayer.

Lo reconocimos por alguna publicación: era Juan Carlos Dante Gullo, el «Canca». Su figura venía de otra época, era un resucitado. Hacía poco que había salido de la cárcel. Detenido en el 75 por el gobierno degradado de Isabel Martínez y López Rega, estuvo en Caseros y en Sierra Chica como preso político hasta el 83. En el medio se llevaron a su madre Ángela y a su hermano Jorge, que continúan desaparecidos.

Todavía portaba ese deseo de revolución. Es más, parecía que iba caminando para allá, donde quedara, donde pudiera ocurrir. Advirtió que lo mirábamos. De medio perfil, con una sonrisa y una voz áspera, complació:

– ¿Cómo andan, compañeros?

IV

Después, qué importa del después.

Hoy la noticia dice que el Canca ha muerto. A la distancia y en secreto (él no se va a enterar) buscamos un pañuelo blanco para hacerlo flamear y, respetuosamente, inventamos una despedida.

Con la noticia regresa su manera de caminar en esa siesta, su voz saludando en las baldosas del ayer. Postales. Algo de desolación. Una generación de cómo andan compañeros. «El terrorismo de la virtud». Ese modo convencido de atravesar un mundo, como si fuese el único mundo.

La astronomía dice que la velocidad de la luz es la velocidad máxima que puede alcanzar una partícula. Y que podríamos considerarla como la velocidad del tiempo. Nada podría ir más rápido que el propio tiempo ( «la locura de la ciencia» parece habernos convencido a todos).

Y que el universo se expande cada vez más rápido (no sabemos hacia dónde). Cada vez más lejos del inicio, del big bang que no se podrá ver, dicen. Y que es un universo sin un centro y sin un límite, parece. Mientras, seguimos sin entender.

El principio de incertidumbre es irreal para nosotros. Necesitamos fantasmas para orientarnos en el caos. Para que nos curen, como el aloe vera. Inventar un dios es simple y es también un arte. Un relato que dé sentido, algo que nos explique.

Cuando piensa en el gran espacio, el espíritu humano se rompe. Aún en ese sideral vacío, soñamos que revolotea una voz áspera cómo andan compañeros.

Con la claridad del amanecer, volvimos a la ruta para hacer dedo. Alguien nos llevó en la caja trasera de un rastrojero, a puro sol. Hasta una carpa, un río tan marrón, unos amigos, unas nubes.

Obra: mosaiconacional


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