Cuentos | El asesinato del Pasaje Madariaga - Por Eva Wendel | Ilustra Pablo Colaso

Camino por una calle oscura. No hay un alma por la zona. No sé hacia dónde voy ni por qué decido seguir caminando con el frío que hace a estas horas.

Discuto con mi mente porque me somete a seguir buscando historias. Me digo, o le digo –a veces no sé si tiene existencia propia– que contemple otros métodos creativos, porque un día de estos nos vamos a quedar sin imaginación e incluso sin memoria, cuando de una helada quedemos duros.

Las calles que elijo son cada vez más tenebrosas; ahora la luz de una calle, tenue, amarillenta, se enciende y se apaga, parece jugar con el viento, me atrapa. Me quedo más de lo previsto admirando el vaivén y la sintonía que producen en la unidad; la ilusión rápidamente desaparece cuando advierto, detrás de mí, unos pasos que me distraen. Son cortos y rápidos; y mientras sucede todo con velocidad, siento la voz de un niño quejarse. Me quedo helado.

Retrocedo silencioso. Calculo todos los movimientos para no acabar con el suspenso que yo mismo estaba imaginando, producto del miedo que me produjeron esas pisadas y la voz del niño. Ahora estoy a mitad de cuadra, donde una cortada parece terminar en un paredón altísimo. Me escondo detrás de una columna de proporciones amplias.

Veo a un hombre robusto. Está de espaldas. ¿Está sujetando a un niño? Soy bastante miope. Pero, ¿qué hacen tan tarde, ahí? El niño parece querer decir algo pero no le salen las palabras. Me dispongo a moverme hacia el lado derecho de la columna, veo mejor con el ojo izquierdo, cerrando el derecho y focalizando en la imagen que me detengo a observar. No alcanzo a descubrir el enigma.

Parece un juego, porque el hombre robusto le dice algunas palabras al oído que no escucho desde acá; pero qué extraño, ahora alcanzo a ver, después de haberse movido el robusto, que el nene no puede hablar porque el otro lo tiene sujetado de la boca. Y ahora lo está tironeando de los pelos, y ahora le está metiendo su manota en la bragueta, ahora le está bajando los pantaloncitos. Ese nene no puede tener más de seis o siete años, yo tengo un sobrino de esa edad y conozco de estaturas.

¡Pero por favor, ahora lo está violando! Y yo qué hago relatando como un estúpido este hecho como si fuese lo único rescatable que conseguí relatar en el día. No sé qué hacer. Salir de este lugar me aterra; por otro lado, no puedo dejar de sufrir por el niño, pero no estoy en condiciones de enfrentarme a la bestia esa. Incluso, detesto decir esto, siento lástima por él. No tengo un celular a mano para llamar a la policía y si me muevo, el orangután ese se me va a venir encima. Me va a liquidar en menos de un segundo. Dios, estoy paralizado. Y sin embargo, tengo una espina acá en el pecho que me hace seguir sintiendo pena por ese enfermo.

Pasó… ¿cuánto tiempo pasó? Veo que el niño dejó de resistirse; imagino que quizás ahora lo suelte y él pueda correr a casa; pero el gordo desagradable parece agigantarse, y ahora grita como una bestia inmunda. El nene tiene la cabeza caída, su cuerpecito está flácido como una gelatina. La bestia saca la mano de su boca y ya no atina a gritar. ¿Qué está pasando? La miopía es una de las peores cosas que algunos adquieren por herencia y otros forjan en la infancia, como yo, que a los seis años opté por dejar de ver y literalmente me quedé ciego; cuando retomé la práctica real, volví a ver, pero mi ojo no entendía que yo había decidido quedarme ciego para evadirme de algunos momentos que me perturbaban, así que me tuvieron que compensar el capricho con unos culos de botella infernales. Y yo sigo acá, observando con esfuerzo, me está costando focalizar, soy un cobarde, una rata inmunda, un cínico, ¡soy peor que el gigante!, me doy asco.

El asesinato del pasaje madariaga | Ilustra: Pablo Colaso

Y ahora se sube los pantalones, el niño está desparramado por el piso, el monstruo estira sus brazos al cielo como esperando ser recompensado por los dioses de la noche. Recoge un palo o algo con forma de machete y empieza a pegarle en la cabeza, cuatro, cinco, seis… ¡veinte golpes secos! Estoy empezando a sentir, con el ruido del machete sobre la carne, el olor a terror mezclado con caca de mis calzones. Sigo inmóvil. Al menos ese nene ya dejó de sufrir, pienso, y Dios quiso librarlo del mal, evitándole un millón de trastornos y una vida de mierda regida por la angustia y el rencor, por la pérdida de la inocencia de tal modo. A los otros, por lo general, les sucede el olvido. Pero es muy raro que mueran habiendo sido felices… Esperen. Ahora se está levantando, y vendrá por mí, eso es seguro; para él soy una amenaza porque vi todo. Está agarrando sus cosas, se acerca, tengo que hacer silencio y agazaparme, se me nubla la vista…

Ya se fue. Pero, ¿cómo hizo para ignorarme? ¿Acaso tan escuálido soy que una columna puede cubrirme por completo? No puedo pensar, estoy entre aliviado de no haber muerto y desesperado por lo que mis ojos acaban de aceptar. Voy a ir a la comisaría antes de que el gorila éste se aleje de la zona.

—Buenas noches. Dígame.
—Vengo a denunciar una violación y un crimen que acabo de presenciar.
—Tomo declaración. Nombre y apellido.
—Roberto Bollardo (con doble ele).
—¿Ud. es el asesino?
—No, el cómplice. Vendría a ser el asesino virtual o parcial o algo así.
—Ah, bueno. Ahora déme el nombre del asesino real.
—¡No lo sé! Le digo que soy cómplice porque presencié la violación y el asesinato desde atrás de una columna, porque soy un terrible cobarde, incapaz de hacer nada por nadie, ni siquiera por mí mismo.
—No se aflija, la peor parte se la lleva el asesino material. Ahora ¿me lo podría describir?
—Sí, muy alto, corpulento, cara achatada (como de boxeador), piel trigueña… Igual tenga en cuenta que soy miope y hoy al salir de casa, me olvidé de agarrar los lentes de lejos, porque después de los cuarenta también me enchufaron los de cerca, la presbicia, o la cantidad de horas de lectura por día, me dijo el oftalmólogo.
—Bueno. Ahora indíqueme el lugar del siniestro y el nombre de la víctima.
—Fue acá a unas cuadras, en el Pasaje Madariaga, pero mire que yo no conocía ni al asesino ni a la víctima, sólo fui testigo.
—Bueno, ya le dije que no se aflija, estas cosas pasan todos los días. Ahora vamos a buscar al sospechoso y mandamos una patrulla para reconocer el cuerpo. Vaya nomás, hace frío y debe estar ansioso por llegar a casa. Gracias por la pista.
—¿Que me vaya a dónde? Pero usted me está cargando, le acabo de decir que soy testigo, cómplice, me siento un asesino… ¿No me van a arrestar?
—No, no. Vaya tranquilo. Cualquier cosa, si necesitamos algún dato que nos falte, lo llamamos.

La luz, tenue, amarillenta, seguía titilando. Me vi contra la pared del callejón, el Pasaje Madariaga, de frente a la pared, parecía un niño asustado. Luego me vi corriendo al orangután, clavándole un cuchillo por la espalda, devolviéndole la traición. Cuando tomé conciencia, todavía seguía en el mismo lugar donde había comenzado el suspenso. Estuve temblando, no sé por cuánto tiempo, bajo aquella luz que seguía titilando. Un sueño recurrente es que me persiguen y yo no puedo avanzar, que grito y nadie me escucha, y además no veo nada adelante mío; estoy inmóvil, ciego y mudo.


[Texto e ilustración publicados en nuestra quinta revista]


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