Cuentos | La muerte del lechón - Por Marcos Lecumberry | Ilustra Sergio Molina

La obligación de soldar los cajones en mitad del velorio, cuando los cadáveres empezaran a apestar, cayó sobre mí, junto con la autógena que heredé de mi tío abuelo Adolfo. En el pueblo no había sala velatoria, los muertos se velaban en sus casas. No podía decir que no cuando alguien me pedía, lagrimeando, que le sellara el cajón de quien fuera el pobre desgraciado que hubiese muerto. Desde hace tres generaciones resguardamos una técnica familiar para hacerlo correctamente.

No dejamos hendijas lumínicas, los sellamos por completo. Gratis. Nunca necesité cobrar. Tengo una tienda grande, un almacén con dos mesas y ocho sillas donde le sirvo vermut al paisanaje y, de vez en cuando, a algún porteño intrépido que venga a pactar con el patrón.

Ocurrió que un día, un tal Pascual, un viejo al que le encantaba tomarse la cerveza helada y al que le hacía precio para que se llevara una cantidad a su casa y desde ahí les vendiera a sus vecinos, murió. Había decidido asar un lechón a la llama, tenía tiempo para hacerlo y la heladera llena de cervezas. Moría la siesta y destapaba la primera; asomaba la noche y más de diez se habían diluido en su barriga. Esperaba a su hijo para festejar el año nuevo, pero no le interesaba que aún no hubiese llegado; estaba feliz por haber chupado tanto como quería. «Total es año nuevo», se decía. Debió apurar algunas presas, el resto de la familia tenía hambre. Sin embargo, no pudo resistir el aroma al cuerito recién sacado del infierno y comió, comió mucho, pero tranquilo, despacio, quería que cada papila disfrutara el sabor del pequeño cerdito prematuramente asesinado. Mientras lo hacía, tres o cuatro botellas másse vaciaron.

Terminaron de comer a las diez de la noche, las puntadas en el estómago de nuestro homicida comenzaron a los quince minutos. Pascual decidió acostarse. Mientras se levantaba de la mesa dijo «me voy a la pieza porque si me tiro los pedos que tengo trancados acá, no queda ni uno de ustedes»; los pibes rieron, la mujer lo miro sentenciosa, no le gustó mucho. Después de todo, ¿por qué habría de bancarse los pedos de ese inmundo que ya ni siquiera la satisfacía sexualmente?

El lechón que se había sacrificado en el ritual, en vida quería, de grande, ser arquitecto, para diseñar un comedero más grande, donde entraran todos. Pero de repente don Pascual lo cachó de las patas traseras y lo colgó de una planta, acabando con sus sueños cerdo-comunistas. Lo dejó desangrarse de a poco. Sus gritos no le importaron a nadie, el chancho es un animal al que no se lo llora cuando muere, de hecho, su sacrificio nos abre el apetito. Ahora, desde las entrañas del hombre, ese chanchito podía cobrar venganza: Pascual murió apenas se acostó en la cama, la carne caliente del lechón y la cerveza helada se transformaron en una bomba gastrointestinal.

Media hora antes del brindis, llegó el hijo al que esperaban. Saludó a su familia que, sentada a la mesa, pensaba que el padre estaba tomando una siesta.

—¿Y Pascual? —le preguntó a la madre.
—En la pieza, acostado —le respondió, señalándole con la pera el camino.

Su padre llevaba una hora y pico de muerto. Pensó en despertarlo gritándole «Viejo mamado, levántese que falta poco para brindar», pero lo hizo arrojándosele encima. El viejo no se movió, ya estaba tieso.

—¿Vas a creer que se murió este viejo de mierda? —dicen que dijo—. Me rompió las pelotas todo el mes para que venga y ahora palma.
—¡Por fin! —dicen que dijo la esposa, de la que decían que hacía ya cuatro años se encamaba con otro—. Ya estaba perdiendo las esperanzas, iba a empezar a creer que eso de la cerveza y el lechón era mentira.

Sea como haya sido el anuncio del fallecimiento, el muchacho vino a solicitar el oficio familiar. Pensé que era una joda, Pascual había estado en mi negocio antes de estaquear el lechón, y ahora ya no contaba más el cuento.

Nos dirigimos hacia su casa, a esperar a que trajeran el cajón. Nunca supe de dónde los traían y tampoco me importaba. Eso lo hacia otro, yo soldaba. Una vez vestido el cadáver y pegados sus labios y ojos para asegurar que no se abriesen, lo depositamos en el ataúd para llevarlo al comedor, donde hacía unas horas, el finado ingería el coctel mortal. Moría Pascual y el año también; se avecinaban nuevos tiempos.

Aproximadamente a las cinco de la mañana, el cuerpo ya sin vida comenzó a supurar espuma por un hueco que se había abierto en la boca. Nunca había presenciado algo así, tan asqueroso, o por lo menos tan raro. La curiosidad había apartado de mi mente el deber por varios minutos, debía dar comienzo a mi labor.

La noche pasó, la mañana también y, asomando el mediodía del primero de enero, la familia decidió que era hora de trasladarlo al nicho. Seis hombres maduros nos pusimos de acuerdo y comenzamos a caminar hacia el cementerio que estaba a unos trescientos metros. Apenas movimos el cofre mortuorio, escuchamos un sonido que dio arcadas a tres de los seis machos fornidos que se habían ofrecido a cargar los restos encajonados de Pascual.

El líquido había supurado toda la mañana cubriendo gran parte del espacio interno y ahora, al moverlo, se escuchaba bambolear. A esta altura, la boca ya debía haberse abierto, y la espuma, arrastrado pedazos de lechón mal digeridos con ella; si no, no se explicaban los golpecitos contra las maderas laterales que sonaban como un papel masticado que se pega contra la pared.

El camino fue nauseabundo y las viejas, entre lágrimas y mocos, fruncían la nariz y el ceño.

—Hasta muerto me hacés pasar vergüenza, Pascual —gritaba la viuda.

Por su parte, el lechoncito víctima de homicidio, desde algún lugar en los intestinos del muerto, sonreía por haberle dado a ese viejo hijo de puta, una de las muertes más asquerosas que conocí. A pesar de todo, el cajón nunca se desoldó. La técnica familiar, para estos casos, es infalible.

Ilustra: Sergio Molina


Relato e ilustración publicados en nuestra séptima revista de Literatura y Artes.


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