Cuentos | Los últimos segundos de Gerardo III - Por Leopoldo Apócrifo Los incrédulos no tardaron en afirmar que Gerardo III se equivocó al seguir los pasos de su intuición. Él no estaba convencido de eso, comentan. Según relatan las pocas crónicas halladas en los historiales del lugar, Gerardo III, era un hombre que jamás haría semejante arrojo estando firmemente asentado en sus cabales […]

Por Leopoldo Apócrifo

Los incrédulos no tardaron en afirmar que Gerardo III se equivocó al seguir los pasos de su intuición. Él no estaba convencido de eso, comentan. Según relatan las pocas crónicas halladas en los historiales del lugar, Gerardo III, era un hombre que jamás haría semejante arrojo estando firmemente asentado en sus cabales racionales. Pero en la explicación de algunos investigadores se cerciora que el reinado se mantenía aburridamente perfecto para evitar riesgos de esa índole. Las aguas quietas y los espíritus adineradamente castizos en calma. La emoción lo invitaba a participar en la Zaga de los Hombres Fieros, pero las costumbres nobles lo tachaban moralmente.

Contaban en las intimidades de aquella época, demasiado impúdicamente, que el comienzo del fin de la era de Gerardo III fue la estricta determinación tomada sobre todas las suspicacias al aceptar la integración de los Próceres del Silencio. No había razones para que aquellos héroes olvidados pasasen a formar parte de las baldosas de porcelana que daban lujo al pasillo de los recuerdos. Quizás su decisión fue motivo de viejos recuerdos que ni él podría haber predicho. Los que confían en que los sucesos históricos se definen por las características psicológicas de los pilotos de turno, sentencian que Gerardo III era un inestable hombre propenso a caer en tales reblandecimientos. Solo el tiempo lo sabe con certeza.

La mañana del infortunio la llovía caía como pocas veces se tenga memoria. Los caballos ni siquiera salieron de sus boxes para dar una pequeña vuelta al prado cuando los cuidadores se lo permitieron. En vano se abrieron las trabas de las jaulas, los animales no salieron a caminar el parque. Las ansias de libertad estaban aquella tarde acometidas por un garrafal aplacamiento. El sentido de la desesperación tal vez reinó en las siempre impiadosas almas que ahora formaban la imagen y semejanza de la Piedad. Solo Gerardo III suspiró profundo agradeciendo estar vivo. Sus renovadas energías taimadamente no le vaticinaros lo que vendría. Nada dijeron sobre los pasos que seguirían los acontecimiento durante aquella aciaga tarde que en la historia quedará y será leída e interpretada por los siglos de los siglos, aleccionando a centenares de miles de generaciones. Sabrá el destino y los futuros profesores de qué lado se posará la mirada.

La Liga de Siervos Contentos había declarado gustosamente su aceptación del régimen de Gerardo III hacía solo un par de semanas. Un tiempo considerable para la ansiosa elocuencia de aquella cofradía que le apetecían las declaraciones permanentes. Enseguida salieron a respaldar los Honestos Hombres de la Dignidad, colectividad de inmigrantes nacionalizados que pretendían firmar los largamente retardados pactos de comercio respetuosos con los vecinos reinos ultramarinos. Aún no se habían concretado las formalidades, pero todo anunciaba que Gerardo III, de proveniencia pactistas, hijo del Gran Venancio I, alteza durante los tiempos de las reformas mercantiles que permitió la actualización de todos los elementos de rastrillajes y aumentó el sueldo de los esclavos a siderales cifras que hasta les alcanzó para pagar su propio pan y no caer en la necesidad de entrar en deudas con sus amos para poder comer. Venancio I era recordado con nostalgia. Su muerto fue motivo de grandes lamentos nacionales. La incertidumbre sí que predominó por entonces. Nadie tenía perfectamente claro cómo seguirían los destinos de aquella fantástica nación condenada como pocas a las glorias del futuro. Por suerte para los esperanzados que integraban el acaudalado Partido de las Minorías, los primeros pasos soberanos de Gerardo III, respondían fielmente a las tradiciones minoritarias.

Por eso es que a nadie se le asomaba si quiera la alocada idea de la integración de Gerardo III en Zaga de los Fieros. Era una falta de respeto a las costumbres, un insulto al buen nombre del reino. La noticia, cuando la integración se concretó, cundió con inusitada velocidad por los recintos más selectos del reino y los hombres ilustres no tardaron en emitir sus comunicados de desaprobación. Los Honestos Hombres de la Dignidad hicieron saber raudamente, también, que apoyaban con todo el denuedo que siempre los singularizó, el recorrido casa por casa en campaña de persuasión que los militantes más charlatanes del Partido Minoritario, en conjunción con la Liga de los Siervos Contentos, que agrupaban a los esclavos que endiosaban las figuras de sus amos, cuestión que los llevó más de una vez a cruentas rencillas para consagrar la efigie de un amo por sobre la de los otros. Sin embargo, la disputa nunca se resolvía y, a medida que el tiempo pasaba, surgían miles de pequeñas agrupaciones extraídas de la Liga que se alejaban por aquellas intolerables diferencias. La Liga de los Siervos Intransigentes era una de ellos; Siervos Unidos por la Esclavitud Feliz; Unidad y Permanencia; entre otros cientos. Lo cierto es que escrito en los anales de la historia quedará como un hecho inédito el increíble ánimo que pusieron aquellos hombres, históricamente distanciados en muchísimos casos, para unirse en la agrupación Huestes contra el Señor, en vistas de abolir la tremenda aberración gerardista.

Las intolerables manifestaciones de desprecio por el buen pueblo de Gerardo III habían colmado las paciencias de los correctos ciudadanos. Ellos no permitirían que por los antojos de un hombre indiscreto se pueble de innobles rostros el sagrado salón de la historia en donde mostraban toda su luminaria los broncíneos semblantes de los genuinos próceres. Las improvisaciones no eran del gusto de los integrantes de la Comisión para Debates Interminables, pequeño grupo cuidadosamente seleccionado entre los oradores más pausadamente incontundentes para funcionar como vigías del ya indetenible Gerardo III. Las sospechosas muestras de desviación exasperaban los ánimos de estos parladores por excelencia y los puños de los escribientes de la Comisión de Difusiones Perversas no paraban de garabatear proclamas y declaraciones contrarias al accionar del Rey Gerardo III.

El autoproclamado pueblo se posicionaba en contra de los atropellos inclusivos de Gerardo III y comenzaron a entablar negociaciones con las Milicias Elitistas, las tropas dispuestas para la defensa del orden y la tranquilidad de los decentes hombres de a pie -a pesar de que todos hayan contando con más de una carreta abrillantadas por la suntuosidad-. Las reuniones se llevaron a cabo en los cuarteles generales, en donde comparecían los Generales y Jefes Mayores, que no se permitían a sí mismos, salir de los recintos y oficinas. Los coches llegaron por la tarde, pasadas las 17 horas, posteriormente al té vespertino y el momento de recreación consistente en partidas de chinchón y solemnes charlas de negocios. El cónclave no fue demasiado extenso: duró aproximadamente unos 40 minutos, en donde se declaró uno por uno y con simples palabras el odio que despertaba el ya temible Gerardo III y se estableció la irrevocable necesidad de restituir la libertad perdida a todos los buenos ciudadanos del reino. Se escribió una solicitada suscrita en plena conformidad por: la Liga de los Siervos Contentos; los Honestos Hombres de la Dignidad; Confederación de Laboriosos Terratenientes y Grandes Propietarios; el Club de los Dueños; Liga de Amas de Llaves con Mucamas; Siervos Unidos por la Esclavitud y demás grupitos de la rama; Oradores Dispuestos; Escribas Obedientes; Ingenuos Federados y unos cuantos de particulares que, en vastas ocasiones, temieron firmar con sus nombres y utilizaron seudónimos algo ridículos.

La solicitada, de todos modos, solo recorrió los barrios en donde habitaban quienes habían participado de la reunión o la habían convalidado con su firma, ya que no resultaba necesario hacerla llegar a los grandes suburbios dónde se agolpaban los sin voz, que no contaban con derecho a voto ni contaban con las credenciales solicitadas para la difusión de la opinión. Por lo tanto, resolvieron pasar directamente a la acción.

Gerardo III, quizás un tanto tontamente, jamás se enteró de lo que sucedía a sus espaldas. No pasó demasiado tiempo entre que terminó de firmar el decreto que incorporaba a las páginas de la historia a los Próceres del Silencio y se alistaba para concurrir al mitin humildemente organizado para su incorporación como miembro activo de la Zaga de los Hombres Fieros, cuando un grupo de encapuchados con pasamontañas de seda y terciopelo ingresó a su cuarto y se lo llevaron todavía en calzoncillos.

Así fue como Gerardo III terminó sus días en el trono que pasó a manos de Roberto XVII, siguiendo con la interminable lista de discípulos de quien fuera el gran defensor y referente del Partido por la Expoliación Nacional. Los demás reinos, inmediatamente, concretaron su gesto de aprobación. Solo tres pequeños reinos del sur, donde fue derivado Gerardo III, se manifestaron en contra. Pero esos hacía tiempo que tenían la boca tapada ante la voz universal.


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