La Sociedad de Perdedores Anónimos se reunía todos los fines de semana, por la madrugada. La explicación de este peculiar horario radicaba en que de esa forma, los integrantes del grupo salían de sus casas los fines de semana por la noche, horario en que el lugar común sugiere que los perdedores no tienen nada que hacer –de hecho no lo tenían- y así disimulaban su pertenencia al vergonzante grupo.
La ceremonia de ingreso constaba de algunos pasos. El aspirante debía reunir una serie de condiciones y demostrar con evidencias concretas –a menos que fuera recomendado por un miembro precedente; en ese caso era éste quien debía entregar las pruebas derrotistas- de su tendencia al fracaso. En caso de no lograr conformar a los jueces, el aspirante era rechazado por “falta de demérito”.
Huelga aclarar que los jueces se presentaban ante el evaluado encubriendo su identidad debajo de sombrías capuchas, preservando el anonimato, condición fundamental del grupo.
También era una regla inviolable aquella que intestinamente se la conocía como “la regla del olvido póstumo”, consistente en la amnesia absoluta: aquellos ex integrantes, una vez que abandonaban la sociedad, debían operar como si nunca la hubieran integrado.
Esto fue reprochado por algunos que sostenían que actuar de esa manera, negando las tragedias pasadas, confirmaba que el individuo seguía siendo un perdedor –pues solo un perdedor puede avergonzarse de su pasado e intentar olvidarlo- y, por lo tanto, no debía abandonar el grupo.
Las discusiones de estos temas fueron acaloradas y, en ocasiones, terminaron en frustrantes reyertas. El adjetivo “frustrante” se debe a que estas trifulcas jamás terminaban con golpes arteros y daños infringidos entre los contendientes, ya que una condición del perdedor es su inoperancia para la pelea y su inefable cobardía. De modo que todo consistía en una suerte de intentos infértiles por golpear al otro o, llanamente, en grotescos tropezones y autoflagelaciones.
Finalmente, más allá de los avatares circunstanciales, pudo redactarse un estatuto que fijo en adelante las reglas de pertenencia y convivencia dentro de la sociedad.
En sus reuniones se llevaban a cabo una serie de rituales, como en todas las sectas u organizaciones secretas. La particularidad de estos es que consistían no en el endiosamiento de alguna figura o ícono sacrosanto ni en demostraciones de destrezas y habilidades, sino más bien en todo lo contrario. Por turno, los integrantes debían exponer frustraciones y fracasos, intentando conmover a sus compañeros, en procura de colocarse como el más perdedor de todos.
Es de prever que estos episodios, en la mayoría de las veces, terminaban en un llanto masificando, amargas plañideras en donde abundaban los quejidos angustiosos y los lamentos por lo sórdido del destino que sembró de infortunios sus caminos.
Otra de las actividades que se llevaban a cabo era la “Feria de las Envidias”. El procedimiento era el siguiente: cada uno de los integrantes debía llevar una imagen de un personaje que envidiara profundamente y luego exponer ante el resto las razones en las que fundaba esa envidia. Eso dejaba en claro la naturaleza de su derrotero y también permitía inferir –cuestión que conformaba la segunda parte del proceso- la forma de venganza, es decir, el método que utilizaría para acabar con el éxito del susodicho y así ponerle un punto final a su odiable rencor.
Desde ya, el expositor más creativo y que mejor argumentaba sus envidias, era el que se llevaba el premio y, lo que era más importante, el reconocimiento de los restantes integrantes.
Nunca se supo el edificio en el que funcionaba la sociedad. Los miembros eran celosos de revelar tales confidencialidades. Sin embargo, algunas versiones corrieron y afirman que era un lugar hartamente tenebroso. De luces opacas y paredes interminables. Con una larga mesa en torno a la cual se sentaban los miembros y se miraban fija y entristecidamente por un largo rato. Había algunos cuadros de un realismo acongojante: imágenes de hombres derrotados por el agotamiento al ser perseguidos por bestias feroces; mujeres desplegadas moribundamente en el suelo; tormentas eternas recorriendo los cielos de bosques indefinibles; casas perdidas y abandonadas en una soledad escalofriante.
En el caso de que alguno de los miembros de la sociedad tuviera éxito durante su pertenencia al mismo, era expulsado con todas las humillaciones y acusado de traidor a la causa. De hecho, algunos recuerda la vez que uno de los integrantes obtuvo el premio mayor en la lotería y fue destituido de todas sus funciones y denigrado públicamente por un montón de cargos banales –ya que no podía revelarse la verdad de los resentimientos- bajo amenaza de muerte en caso de que replicara. Por supuesto, la conquista de una señorita o el ser seducida por un caballero, era uno de los principales motivos para el alejamiento de los integrantes, quienes mientras permanecían leales a los principios fijados en el estatuto mientras llevasen una vida de sinsabores, pero que abandonaban con desesperada premura sus filiaciones apenas surgía alguna posibilidad aunque fuera tan siquiera cercana a la satisfacción más elemental.
Para ingresar al salón, dicen esas versiones, había que recorrer un extenso pasillo que parecía no acabar nunca. Comentan que aquella era la primera prueba de fe: solo un verdadero perdedor caminaría durante minutos por la monotonía de un pasillo apagado sin saber ciertamente hacia donde se dirigía ni con qué se encontraría, incertidumbre que pudiera despertar intriga y esto ser motorizante, pero no en este caso, donde esa caminata solemne iba a acompañada de una desconsolado certeza en base a la cual luego se amoldaban las incertidumbres: lo que hubiera al final del camino, sea lo que sea, no sería otra cosa que la confirmación de los pesares existentes.
No podemos saber si hubo miembros “recuperados”. Tampoco es un dato relevante. Basta con enterarnos que existió, alguna vez, un castigo ejemplar sobre uno de los ex integrantes que osó revelar alguno de los secretos del grupo. Él y su comedido fueron azoados con barras de metal calentados a las brasas y luego arrojado a feroces perros hastiados y hambrientos por voluntad de sus criadores.
El suplicio fue estremecedor y los miembros de la sociedad se encargaron de darlo a conocer masivamente y así disuadir a futuros delatores.
Hoy, pasado el tiempo, aún no sabemos si la sociedad continúa funcionando o ha perdido vigencia. Tampoco logramos comprender si todos aquellos que los fines de semana se retiran de sus casas por las noches, no lo hacen para asistir a esas reuniones lamentables de hombres y mujeres sin la más mínima suerte ni el talento necesario para encontrarle una escapatoria a sus desgracias. De hecho, tal vez todos nosotros seamos parte de esa sociedad y nuestras actividades cotidianas sean un disfraz con que ejecutamos los rituales para no sentirnos perdedores y evitar burlarnos de nosotros mismos. Quizás la Sociedad de los Perdedores Anónimos no sea más que nuestra comunidad, aunque prefiera salvaguardar las formas.