El mundo del consumo se nos abre ante los ojos como un campo inmenso de oportunidades. El problema es que se nos tienta a comprar cosas que no sirven absolutamente para nada y mucho menos nos interesan, pero gastamos nuestros dineros con sacrosanta devoción. Esta sátira nos invita a pensar en ello… y casi que no cuesta nada leerla. ¡Aproveche la oferta!
Con el auge del capitalismo financiero se inaugura a escala mundial la llamada «sociedad de consumo». Según los especialistas, ésta consiste básicamente en la organización social sobre la base de las reglas del mercado, generándose necesidades artificiales que convierten en natural e indispensable algo que es absolutamente postizo e inútil. De esa forma, la dinámica del consumo se retroalimenta y se transforma en cimiento del tejido social, ahora regido según las pautas de la propiedad.
Profusos tratados se han escrito al respecto y grandes teorizaciones dieron por fruto jugosas ganancias para ciertos sociólogos que, en un giro paradojal, transformaron sus producciones críticas en preciosas mercancías que, mientras calmaban las conciencias, se vendían a carradas.
El momento inicial de esta nueva forma de vida social no ha sido –ni puede ser- establecido con exactitud. La mayoría de las voces analíticas suponen que esta faceta del capitalismo comienza a elaborarse a partir de la crisis del petróleo en 1973 y la Revolución Conservadora que se desencadena en las principales potencias mundiales, desplazando la producción industrial por la reproducción financiera del capital. Sin embargo, otros intelectuales, algo menos conocidos, aducen que este nuevo ciclo tiene el inicio cuando Margaret Thatcher compró un saquito de laycra rosa con delicados vivos en seda negra, con el único fin de tomar el té una tarde con una amiga de la infancia.
En palabras del soberbio analista barrial Arístides Flores: «La de Thatcher fue la primera compra netamente consumista. El carácter innecesario de semejante adquisición la convierte inmediatamente en la primera realización inscripta en los marcos de la nueva Sociedad de Consumo. Posiblemente la historia hubiera sido distinta si aquella mañana la mandataria hubiera escuchado la recomendación de sus asesores de imagen y se colocaba el vestido verde limón que aquellos señalaban. Esas fatalidades son las que la historia jamás podrá explicar».
Nuestro investigador, adepto a las micro-historias insignificantes, postulaba que «en los detalles en apariencia irrelevantes y prescindibles, se almacena la importancia de la historia. Grandes descubrimientos pueden extraerse si conociéramos qué comió Napoleón antes de Waterloo o cuales fueron las medias que se calzó San Martín para cruzar los Andes». Para concederle un sustento teórico a sus insostenibles ideas, Arístides Flores escribió un ilegible tratado de 900 páginas, presuntuosamente titulado Mis Argumentos. Algunas razones que justifican la explicación de la historia mediante los detalles nimios o ¿Qué calzón usó Julio Cesar?
Dejando de lado la mayor parte de la obra de este poco recomendable autor, debemos centrar la atención en uno de sus libros menos eminentes: Las múltiples caras del consumo. En este trabajo, el singular autor recoge y describe la historia del pedicuro Carlos García Mena, quien harto de los excesivos gastos de su mujer en shoppings y tiendas, llevó a cabo una rigurosa inspección sobre las diversas formas en que actuaba, a nivel de la conciencia, el impulso consumista. Algunos psicoanalistas aplaudieron la obra, pero otros la condenaron estrepitosamente y hasta realizaron, durante demasiadas madrugadas, marchas y escraches en reclamo. En este texto, nuestro pedicuro devenido en sociólogo, explica que la tendencia femenina al consumo es mucho más marcada en las familias burguesas, precisamente, por la gran cantidad de tiempo ocioso que estas mujeres poseen y el permanente y sostenido ingreso de dinero mensual. Esta propensión a la moda se transmite a través de las clases y codifica diversos modos sociales. Arístides Flores realiza una lectura rigurosa de estos fragmentos. Sin embargo, por momentos se lo nota agotado y hastiado por la prosa pretendidamente científica de Mena y puede entreverse cierto disgusto en comentarios tales como:
―Otra vez dice lo mismo este tipo.
―Esto es un embole.
―Que se divorcie y no joda más.
De cualquier forma, se ocupa del desarrollo analítico. Aunque, pasando el primer tercio de su propio libro, Arístides Flores abandona los comentarios y pasa a realizar una transcripción literal. Por esta copia exacta de los párrafos de Mena, algunos críticos lo acusaron de plagio. Él se defendió diciendo que tal reproducción textual obedecía a rigurosos criterios científicos que tenían como motivo impedir una tergiversación y evitar confusiones. «Para que nadie me entienda mal, que lo diga él», se defendió el impresentable Flores. Lo importante, en este caso, lo encontramos en el capitulo llamado «Amor, comprame éste», en el que el autor comenta las variadas formas que Mena encontró de cómo su mujer justificaba su necesidad de consumo.
En su examen, el señor Carlos García Mena observa que su mujer, cuando era víctima de los repentinos y furiosos ataques de consumismo, recurría a las más estrafalarias y rebuscadas justificaciones para comprar el objeto de su devoción. Este interés, por lo demás, era absolutamente efímero, por lo que, algunos minutos después, harta ya de su adquisición, reiniciaba el ciclo, embobándose con algún otro objeto y generando nuevas y más sofisticadas argumentaciones.
―Ay, a mí siempre me gustó el verde. (En ocasión de llevarse un pullover).
―Yo leí que no hay nada mejor para matar las malas ondas que comprarse un picaporte con brillantina.
―Siempre quise tener un sacacorchos de cristal.
―Ay, mirá, la vida es una sola y hay que vivirla. (Esta maniobra ofrece variantes como: «los gustos hay que dárselos en vida»).
―Ayer leí en el horóscopo que se me iban a presentar nuevas oportunidades que no tenía que desaprovechar, por eso, no voy a desaprovechar la oportunidad de comprarme este cenicero con tapa a rosca.
―Tengo que apurarme, no sea cosa que la compre otra y me quede sin la cuchara eléctrica.
―Hoy tengo la plata y quiero gastarla. No me gusta la gente tacaña.
―Es para llevárselo a Clarita, pero si no le gusta me lo quedo yo. (Clarita, posiblemente, jamás se entere de tal compra).
―Una amiga me contó que el chancho en el horóscopo chino va con los pantalones negros que me gustaban. Hoy me fije y yo soy chancho. Mirá que casualidad.
―Ante las críticas hay que hacer oídos sordos.
―Anoche soñé que me compraba una juguera automática, así que tengo que comprarla, son predestinaciones.
―Pasé por la vidriera y sentí una voz que me decía que tenía que comprarla.
―No sabes lo buenmozo que era el muchacho que la vendía, no podía no comprarme este tenedor de una sola punta.
―Gladis tiene una cartera con filmadora, no podía quedarme sin una.
―Se me rompió uno de los zapatos, no tenía que ponerme. (Una simple observación permite constatar la ingente cantidad de posibilidades y combinaciones que permiten los 345 pares de zapatos que reposan sosegadamente en los placares).
Bien podría continuarse inspeccionando cada uno de los aspectos que, por boca de Arístides Flores, la observación de Carlos García Mena deja plasmados. De todos modos, este pequeño muestreo es suficiente para respaldar la tesis central: la sociedad de consumo penetra en las conciencias y elabora complejas formas de justificación que guardan una creatividad inusitada en otras áreas de la existencia.
Cada uno de los mortales ha experimentado, de una u otra forma, esta violenta agresión del mercado y sus consignas preestablecidas que, por medio de vías sibilinas y recónditas, atacan los nervios medulares de las mentalidades y quiebran las resistencias de las voluntades más férreas. Hay que ser muy hábil o muy valiente para salvarse de las afiladas garras del mercado que invita al consumo. Carlos García Mena lo sabe y queda completamente convencido, mes a mes, cuando llega el resumen de la tarjeta de crédito de su mujer.
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