Desde los estrados académicos y de la gran prensa nos sugieren que existen parámetros, reglas y cánones para gozar del arte. Desde el doctrinarismo pariente del autoritarismo retrógrado o desde el progresismo abstracto y pluralista asesinan a la misma víctima: el placer estético del arte.
Desencantémonos: si existe algo difícil es encontrar inteligencia. El patrimonio común de la humanidad es la imbecilidad. La complejidad de pensamiento es un atributo que poco abunda, sobre todo desde la inauguración de las altas tecnologías que estimulan el consumo veloz en perjuicio del goce profundo y el razonamiento elaborado.Fábrica de parlanchines, la supuesta “pluralidad” propone la multiplicación de opiniones, movimiento que solo logra que los argumentos se vuelvan escuetos y esmirriados; que se propague la velocidad de expresión en vez de la libertad de expresión; y que los que nunca se oyeron, sigan más mudos que nunca ante tanto bullicio.
Tiranía de la opinión, la razón de ser del mundo de las multicomunicaciones es el descrédito del placer y del pensamiento. La intensidad fue remplazada por la fugacidad, y la calidad acobardada por los beneficios de la cantidad. En estas reglas de juego, es necesario disfrutar poco de mucho. Esto atenta directamente contra la elaboración de los productos: un lavarropa se hace tan rápido y superficialmente como un libro, una pintura o una pieza musical.
El efecto inmediato del llanto y la risa, tienen una eficiencia mucho mayor que la comprensión dolorosa o irónica. De esa forma, la creatividad, que solo le interesa el resultado momentáneo, no traspasa las fronteras del golpe cómico inmediato que no comprende pero estalla en risa, o el sacudón sensiblón, que solo alcanza al pronunciamiento del llanto. Es el primer escalón de lo sensible. Para escalar más alto, es necesario mayor complejidad y, cuanto más altura se gana, también es más intenso y profundo el placer despertado.
Lejos de obedecer las propuestas igualitarias, la cultura se homogeneizó de la mano de las propuestas de los dueños del capital. Los medios de comunicación son la vidriera que muestra al mundo de las artes como un gran bazar repleto de chucherías. El triunfo es la forma de vida de los artistas: aquellos que no logran captar a las mayorías, tienen prohibida la subsistencia. El elitismo se logró menos por la privación de acceso a las obras que por masificación de la simpleza. De esa forma, las obras de mayor calidad, quedan reducidas solo a quienes poseen los elementos para poder gozar de ellas.El sentido común, el más repugnante de los sentidos, aplastó los gustos. Los medios de comunicación, en manos corporativas, contribuyeron a asentar una lógica que festeja la banalidad y glorifica la ramplonería. De uno y del otro lado del torrente ideológico, la calidad fue sustituida por el respeto, la sagacidad por la elegancia, la complejidad por la inmediatez. Gracias a este arte de destruir el arte, los artistas se transformaron en gente biempensante y agradable.
Los manuales de autoayuda, sembradíos de superfluas obviedades, son éxitos de ventas. Los músicos de moda parecieran ser los musicalizadores de aquellas obras melosas y desabridas. Y los pintores más ocurrentes, son los que optan por la incomprensión decorativa. El arte, herramienta para lastimar, se transformó en un bálsamo para curar angustias. Nacido como una forma de expresión humana, expresión trágica, fue colocado como una mera mercancía. Los espectadores, ahora son consumidores; y los artistas, pequeños empresarios.Quienes deciden enfrentar esa tendencia de simpleza masificada, caen en el bodrio rezongón. El arte contestatario, así como los medios alternativos, son tediosamente aburridos: cuando no emplean las mismas y acartonadas técnicas que los dominantes para decir lo contrario, caen en sempiternas monsergas que tienen más de perorata moralista que de discurso creativo. La sutileza perversa del sistema mercantil ha logrado transformar a la rebeldía en una soñolienta e interminable plañidera, cuando no en simplones optimismos más declamativos que analíticos.Un optimista es alguien sin sentido del humor. La tragedia es innegable, lo variable es como uno la aborda: puede ser desde el propio relato trágico, con mayor o menor suspenso, de acuerdo a las facultades del relator; o desde la perspectiva humorística, exhibiendo la tragedia desde la bufa, la chanza o la sátira. Muy pocos son los que se atreven a esta última, porque en toda burla, el primero en caer es uno mismo. La civilización es una de las trabas más grandes a la libertad, afortunadamente existe el humor para escaparse momentáneamente de ella. El humor no puede admitir tapujos. Si de algo se trata el humor es de decir lo indecible. Y eso está muy mal visto desde que triunfó el zonzo humanismo.
Buenos, geniales, pero aburridos
La solemnidad se hizo un horizonte de referencia en todo aquel que aspire a presentarse como profundo e interesante. Muchos artistas, tan concentrados en no perder de vista sus “criterios artísticos”, se olvidan que están creando y que eso que crean será recibido por otro que desea disfrutarlo. Se lo nota más concentrados en la pose que en el acto mismo de la creación. Por eso es que uno bien puede preguntarse, ¿para ser artista hay que ser excéntrico o será que hay muchos artistas que son excéntricos por temor a no ser talentosos?
En efecto, algunas obras de arte, muy pensadas y elaboradas, son verdaderos bodrios insostenibles, precisamente, porque el artista está más preocupado en su onanismo intelectual que en la creación de un producto que merezca la pena ser recibido. Uno de los mayores problemas del arte es que es tomado autoreferencialmente por los artistas, y la autoreferencialidad es una forma de masturbación que se puede hacer en público.
Es cierto: el arte es expresión. En ese contexto, vale tanto una manifestación rastrera como la obra maestra de un genio. El gusto puede no distinguir, pero la diferencia de complejidad de cada una es incuestionable. No caben dudas de que existen obras artísticas que encarnan una profundidad mucho mayor que otras, lo cual no desacredita a las primeras como obra artística, sino que la coloca en su contexto. La sensibilidad es la que detecta esas complejidades y goza en función de ellas.
Los medios de comunicación juegan un rol principalísimo en la formación de esa complejidad: es a través de ellos –entre otros- que se construye esa sensibilidad, que se dota de categorías de análisis y criterios de evaluación, así como se marca una tendencia estilística. En medios donde los contenidos nacionales fueron barridos tanto como las obras artísticas más elaboradas o las piezas de pensamiento más complejo, es natural que el gusto predominante se incline por las frívolas producciones extranjeras.Bien cierto es que el nacionalismo zonzo, por momentos, desacreditó lo extranjero por su mera condición de tal. En ese caso, una obra era evaluada más por su pertenencia territorial que por su contenido. En ese marco, todo “buen gusto” proclamado, como eje rector de las impresiones sensibles, es un atentado contra la libertad creativa.Condenados a rígidos criterios nos vemos tentados a desdeñar obras literarias porque no responden a las reglas gramaticales o no obedecen a la solemnidad de la profundidad pretenciosa o remiten a formas estilísticas foráneas o no expresan experiencias locales. La sensibilidad artística, la que recibe y goza de una obra, no puede ser encajada en criterios artísticos estancos –por más que académicos frustrados por sus incapacidades creativas pugnen por criterios de evaluación u otros medios para canalizar sus rencores-. Lo que se vuelve evidente es que cada obra presenta un nivel de complejidad particular, y negarlo sería intentar igualar lo inigualable. Esto no hace mejor o peor a una pieza –consideraciones morales que deberían ser extinguidos del universo simbólico- sino, simplemente, las sitúa dentro de un marco determinado: los receptores de esas obras tendrán en sus manos la oportunidad de gozar tanto de una como de la otra, de acuerdo a sus propias disposiciones intelectuales y emocionales.
De esa misma forma, toda obra toma una posición en función de los elementos con que decide trabajar. El artista se planta en un lugar específico e interpela a la realidad. Y en esa misma interpelación queda asentado un talento particular: no solo en cuanto a la ejecución técnica de las formas, sino también en el modo de abordar y plantear un tema. La genialidad no obedece ideologías. De esa forma, la tradición de impugnar toda obra de signo ideológico contrario, es una bobera que promueven los fanatismos antiartísticos. De hecho, toda forma de fanatismo es, en cierto punto, antiartístico, porque impide la creación libre. El arte al servicio de una causa no debe dejar de aspirar a la excelencia.
Los medios de comunicación, más interesados en vender mercancías, nos distraen de estas reflexiones. Muchos artistas, más concentrados en ser reconocidos, se distraen mirándose al espejo. En el medio, espera un amplio campo de creatividad, que merece ser utilizado para los fines que le plazcan al artista. A fin de cuentas, será el receptor quien evalúe, aunque su sensibilidad sea elaborada. Quizás sobre esto haya que apuntar para cambiar las modas, para que el placer se despierte por obras más complejas y perspicaces: educar el gusto, en definitiva.