Por Luis Giménez Pardo
– Contate una historia che, vos que sos de los que escriben.
En el bar no había más de veinte personas, y todas estaban atentas a Alessandro que tenía la oportunidad de ser escuchado por un puñado gente.
Terminó su cerveza, respiró hondo y comenzó a hablar.
– Existió una vez un sujeto que arrastraba consigo el abrazo asqueroso del recuerdo del amor que se fue. El tipo hacía el esfuerzo de dejar atrás aquello que le azotaba el alma, pero era una tarea inútil. Caía siempre en las fosas del llanto, inundadas de silencios ensordecedores que tiran el ancla en las lágrimas del desamor.
Doce meses antes se veía a sí mismo como un sujeto profundamente enamorado. No creía en el amor hacia el otro, estaba convencido de que el amor eran aquellas sensaciones que sembraba en él esa persona.
Así pasó el tiempo hasta que un día, sin saber cómo, todo terminó. Casi como un cuento fatal, como un final melodramático absurdo. Con el título que fuere, y bajo la excusa que se le quiera encontrar, todo terminó.
Al principio, no estaba demasiado preocupado por la situación, debido a que como creía fervientemente que el amor son sensaciones encontradas o generadas por alguien, y no ese alguien puntualmente, sólo bastaba encontrar a otra persona capaz de generar lo mismo.
Pasó el tiempo, y obviamente, no apareció nadie. Fue entonces cuando comenzó a molestar la espina del recuerdo. Los pensamientos fueron los primeros sitios donde ya casi no podía estar, intentaba esquivar los ratos de reflexión donde la imagen de su ex amor pasaba a saludarlo y a recordarle que aún la seguía pensando.
De más está decir que aquello no terminaba allí. El efecto bola de nieve empezó llevarse puesta la tranquilidad de este hombre, que no sólo ya no podía pensar, sino que se encontraba con ella en todos lados, sin lograr verla en ninguno.
Las canciones de la radio parecían haber sido compuestas para él, los carteles de publicidad se burlaban en su cara; reconocía olores que ni siquiera existían y los asociaba con el recuerdo de la amada que se fue. Caminaba las calles de la vida topándose con caras, gestos, comentarios y situaciones en las que el denominador común era la angustia y la melancolía inaguantable que persigue a los enamorados sin amor.
Desconfiaba de la suerte, todo parecía un plan maquiavélico del porvenir, ideado perfectamente para encontrarse a cada paso con aquello que había perdido y no podía recuperar, y lo que le era mucho más insoportable, tampoco lograba reemplazarlo.
Intentó ejercitar el olvido, siguiendo los concejos de un gurú medio pelo que, según decía, sabía los pasos perfectos para olvidar. Nada de eso sirvió, solo recordaba que debía olvidar, es decir, recordaba aún más.
De tanto andar cabizbajo sin rumbo cierto, entre escupitajos y blasfemias a todo lo que circundaba su vida, decidió sumergirse en la lectura ininterrumpida solamente para distraer los caprichos del pensamiento.
Comenzó con filosofía. No entendía, ni siquiera le interesaba lo que leía, pero no quería rendirse tan fácilmente. Giró el timón, busco entre la poesía, pero Neruda y Lorca no mantenían su misma frecuencia. Continuó buscando, pasó por ensayos, crónicas, investigaciones… nada. Llegó a la literatura, llegó a Borges. Quedó maravillado.
Si todas las búsquedas empezaran desde el final, todo sería más fácil, no habría nada que encontrar, pensó. Quedó maravillado. ¿Cómo no conocí a este tipo antes?
Su admiración fue mutando lentamente al fanatismo. Leía y leía sin ganas de dejar algo para mañana. Entraba a bibliotecas sonriente directo a la sección de literatura en busca de los escritos de Jorge Luis.
Cierta vez, buscando el cuento “Deutsches Requiem”, incluido en El Aleph, encontró por accidente un libro que atrapó su atención de inmediato. “Recetas prohibidas”. La cantidad de tierra que tenía en la tapa, mostraba que hacía tiempo que nadie cocinaba nada de lo que el libro decía.
Indudablemente alguien había equivocado el estante a la hora de guardarlo. Sin embargo decidió ver de qué se trataba eso de prohibido.
Se acercó a la mesa, abrió la enorme tapa de cuero. Era un manuscrito hecho en español antiguo, seguramente escrito a pluma y tintero. Las primeras páginas anunciaban que lo que tenía en la mano era un libro que poseía los secretos para encontrar la felicidad, el amor, la libertad y esas cosas. Mierda, los chantas del autoayuda ya existían en estas épocas, pensó. Pero se equivocaba, renglones más adelante decía perfectamente que aquello era un libro de pociones y fórmulas, como quien diría… brujería.
En el índice aparecían recetas y fórmulas para hacer mezclas o algo parecido.
Exploró las hojas, hasta que en la página 245 encontró lo que buscaba: La fórmula del olvido. ¿Sería una locura probar esto?, al fin de cuentas quizá funcione y pueda dejar atrás ese recuerdo inaguantable.
Tomó nota de los pasos y los ingredientes. Dejó el libro en el mismo lugar, y volvió a su casa.
Ya dentro, comenzó a preparar aquello que decía la receta, respetando las cantidades que el papel detallaba. Una vez terminada la poción, apenas alcanzaba para llenar menos de la mitad de un vaso de whisky pequeño. Al ver esto y compararlo con el recuerdo que lo perseguía desde hacía ya más de un año y contando, entendió que necesitaba preparar mucho más.
Así fue que llenó una jarra de vidrio de un litro con un líquido color marrón opaco, que según sus cálculos era suficiente para olvidar de una vez por todas.
Sirvió el trago en una copa ancha de vino, bebió y bebió, feliz y hasta la última gota. Mientras lo hacía caminaba contento, gritaba y celebraba en voz alta el comienzo de una nueva etapa en su vida, lejos de los recuerdos atormentantes que le asechaban hasta entonces. Ebrio de felicidad artificial, quedó dormido.
Despertó algo aturdido, tratando de conectar sus pensamientos perdidos que nadaban en una nebulosa psicodélica que lo mareaba.
Intentó comprobar si lo que había bebido había causado el efecto deseado, pero por el contrario, recordaba absolutamente todo. Al sobrepasar la cantidad indicada, logró un contra efecto perfectamente terrible: había olvidado olvidar.
Bajo este hechizo, no tenía la posibilidad de dejar escapar nada de todo lo que sucedía a su alrededor. Su memoria guardaba cual caja fuerte inviolable, todos y cada uno de los detalles más insignificantes e imperceptibles.
Así fue que pasaba cada día recordando perfectamente las veinticuatro horas del día anterior, lo cual le llevaba exactamente un día recordarlo por completo; y el día siguiente sería igual. Fue comprendiendo que iba convirtiéndose en un círculo vicioso inalterable que sólo recordaba, que recordaba, que recordaba, que recordaba, que extrañaba a un viejo amor.
Era la reencarnación viva de “Funes el memorioso”, aquel personaje divorciado del olvido que Borges describió alguna vez.
Pasó el tiempo, pero a la vez no. Era mucho más de lo mismo, todos los días, a cada rato. Instantes ya vividos recordados constantemente. Dicen quienes lo conocieron que un día desapareció sin dejar rastros y desde entonces nunca más se lo volvió a ver.
Otros, a los que le gusta creer que no todo debe explicarse científicamente, aseguran que enojado con los enroques del destino, eligió convertirse en el recuerdo insufrible de todas las personas que buscan el olvido.
Alessandro estaba satisfecho, contento y hasta feliz porque había logrado tener sus veinte minutos de gloria. Levantó la cabeza, para ver el gesto de aprobación de los oyentes de su historia. Ya no quedaba nadie, sólo el dueño del bar limpiando algunas copas en el fondo.