Borges es, quizás, nuestro gran clásico y uno de nuestros pocos escritores universales. Su elitismo político y sus declaraciones usualmente antipopulares le han merecido las condena del prejuicio y su obra no siempre consiguió ser valorada. Despreciada vanamente por unos y catalogada de «expresión pura» por otros, sus versos quedaron encadenados al destierro de las interpretaciones.
La construcción de Borges como el Gran Escritor Argentino, empresa a la que él mismo contribuyó con perspicaz elegancia, es la substancia política elemental de su obra. Con la desnaturalización de su genialidad (¡este tipo es de otro planeta!) lo que se consigue es la síntesis máxima del sentido literario: nadie podrá alcanzar alguna vez alturas creativas tales como las alcanzadas por la obra de Borges. El «escritor clásico» se convierte, así, en el fin de la literatura nacional: no habrá sensibilidad que pueda expresarse de modo tan excelso y abarcador… ¿Para qué seguir escribiendo entonces? ¿Por qué deberíamos seguir leyendo? La acentuación de los caracteres particulares de la obra como entidades aisladas unas de otras y no como elementos componentes de una totalidad es la forma de la jerarquización estilística y ese ordenamiento de la sensibilidad responde a una irremisible dimensión política.
Política de estilo
La presencia política no necesariamente se vincula al grado de sinceridad o desnudez con que se «dicen las cosas»: la forma, inseparable del contenido (al que interviene violándolo), constituye una declaración, desde el momento que se produce en un determinado contexto donde tales modos adquieren tales significados. El fervor depositado en transmitir su mensaje (característica de cierta literatura política contemporánea a la producción borgeana) ocasionalmente hace olvidar que, en el fondo, lo que se está haciendo es arte. La literatura politizada, en efecto, no es necesariamente más política que la literatura pura.
Si no fuera por su acalorada manifestación de apego estilista; si no existieran los registros de sus declamaciones por la excelencia privilegiada y los usos aristocráticos, ¿podríamos, si quiera, especular sobre el conservadurismo borgeano? ¿Encontraríamos huellas particularmente elocuentes en su obra que nos induzcan a tales afirmaciones? Borges nunca tuvo el afán iluminista de, sintiéndose un ilustrado, divulgar su conocimiento erudito a fin de «llevar las luces» a los pobres desvalidos. Su producción es una constante expresión de desinterés por ser comprendido y asimilado, incluso, es una directa –y burlona– refutación de esa política literaria.
Sus recurrentes apelaciones a la historia antigua, sus homenajes a héroes de otras naciones, lejanas y olvidadas, o sus constantes citas de episodios remotos, obedecen a una vocación estética asentada sobre el guiño erudito, la cual, a su tiempo, compone un insistente dialogo con la historia nacional. Pero el rastro que la política imprime en la obra ya no sólo es su estilo fino y cargado de lirismo preciso, también señala su presencia a través de sus elucubraciones en torno al imperio de la ley y las consecuencias prácticas del poder cuando es ejercido por espíritus que no alcanzan las alturas de la grandeza.
Política de contenido
En Borges, la libertad es sinónimo de ley, en tanto ésta es el producto del justo uso de la razón por espíritus nobles y preclaros, condiciones que Borges encuentra en la tradición angloparlante. Sin embargo, su fervoroso apego a las tradiciones anglosajonas (así como sus febriles lecturas de las literaturas románticas que invocaban una mística de la grandeza) lo llevan a implorar por costumbres de excelencia que constituirán la base indispensable para la justicia de las leyes. Se trata, con algunas variantes, de la «tiranía de la aristocracia» sugerida por los círculos intelectuales de las clases dominantes de la época. La libertad, entonces, es producto del ejercicio del esclarecido honor más que de la ley en sí misma.
Esta consideración, que podría pasar por ingenua, es fundamental en el corpus teórico-político de Borges: el imperio de la ley a través de espíritus ruines y mendaces ha derivado en atrocidades como el nazismo… es decir: se trata de una advertencia ante los peligros engendrados por el peronismo, entendido como una nueva legalidad fundada en la legitimidad irradiada desde las multitudes (las cuales no le despertaban ninguna simpatía y mucho menos admiración). La obediencia ciega (consecuencia instrumental del imperio de la ley sobre hombres rústicos) es la exaltación del gobierno y no de la libertad de los hombres: el hombre libre, al que Borges le interesa dirigirse, no deja someterse a abstracciones («fantasmas», dirá Borges).
Su disposición hacia una pureza literaria resulta ilesa aún durante sus años de juventud, cuando actuó con cierto acercamiento a la Unión Cívica Radical y sentía una particular simpatía por Hipólito Yrigoyen, «un caudillo que con autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de todo caudillismo». Otra vez: su cercanía a las circunstancias políticas era consecuencia de aquella íntima pasión por un individuo iluminado, incapaz de someterse a doctrinarismo y confundirse en la reciedumbre de la masividad. Su opción era la erudición y su método, el de un genial humorista.
El presunto anarquismo filtrado en la obra de Borges es contestado por esta creencia en las posibilidades del alma noble (lo que implica una necesaria valoración fundada en un orden de creencias). Su ardoroso descreimiento en el Estado lo conduce a una irreparable entronización del individuo: pero no es cualquier individuo, sino el individuo perfectamente iluminado, esperanza algo cándida que sólo logra distanciarlo de las circunstancias materiales y consagrarlo al reducto de supuesta creación pura, que no es más que una mecánica del lenguaje ensoberbecida con un mundo de caballeros.
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