Cuentos | Un libro de Chéjov - Por Leonardo Oittana | Fotografía: Ariel Hermann

Les pregunto: ¿Antón Chéjov? ¿Tienen un libro de Chéjov? Hace un tiempo que busco, sin resultado, La Historia de mi vida. Me gustaría leerlo, leérselo a nuestro hijo, aunque no sé si eso será posible. No sé si tenía hijos, pero imagino a Chéjov leyéndole historias a los suyos, al lado de una estufa encendida, con la nieve espesa viéndose caer por la ventana. Les pregunto, entonces, pero sólo hay silencio. Dos ancianos deberían responder y no responden; apenas ella levanta la vista y la deja unos segundos sostenida hacia el atardecer que despunta sobre el hombro derecho de Lucía. Su mano izquierda ya no descansa sobre los débiles rayos de sol que calientan el vientre crecido; ahora revuelve los libros apilados en una caja pequeña, azul. Delante tiene un cartel que dice libros en oferta: toma uno, lee la contratapa, después otro, hace lo mismo y también lo devuelve a la caja. Fue Lucía la que quiso venir hasta acá, por mí seguíamos caminando. Yo sólo quería sacarme el peso de encima. Decírselo, de una buena vez. Aunque, pensándolo bien, a esta altura la demora es lo de menos. Lo cierto es que miramos libros, en la calle, frente a dos ancianos callados.

En ese libro de Chéjov, según me dijeron, se cuenta la historia de un adinerado que decide hacerse obrero en la Rusia de finales del siglo XIX, para rechazo de sus padres y del círculo social próximo; pero lo más importante, para mí, es que habla de lo que hablan todos los buenos libros: del amor y del desamor, de la creencia, de la promesa, de la valentía, de la vida y, sobre todo, de la muerte. ¿Lo tienen?, repregunto. Insisto, como un niño caprichoso. Me estoy aburriendo y prefiero decir eso antes que decirle a Lucía lo que debería decirle. Porque tengo que decírselo y el momento no llega. Tengo que decírselo. ¿Qué cosa?, me pregunta Lucía. ¿Qué cosa de qué?, contesto; presiento que me escuchó o sabe lo que estoy pensando. Preguntaste recién si lo tienen, nombraste el autor, pero no dijiste qué título, qué libro, aclara. Tiene razón, nunca lo dije en voz alta. La historia de mi vida, respondo. Miro a los viejos sentados delante de la mesa con los libros: parecen, ahora, escucharme, o querer escucharme. ¿Lo tienen?, les pregunto y Lucía gira sutilmente la cabeza y vuelve a meter sus manos en la caja, como si buscara un tesoro. Su panza crecida queda de a ratos apoyada en el borde de la mesa. Nuestro futuro quizás pueda sentir con sus incipientes ojos, nariz, manos, los colores, los olores, las texturas de los libros.

Todos están acomodados prolijamente en fila: las cabeceras de unos descansan sobre la parte baja de los otros, cubriendo todo el largo de la mesa. Son libros viejos, usados, y casi todos están forrados en papel celofán, con el precio pegado en uno de los vértices. Los ancianos, inmóviles: él está sentado sobre un banco de madera y ella sobre una silla de plástico, más cerca de la mesa. Así desde que llegamos: sin hablar. Tranquilamente podría decirle a Lucía lo que tengo para decirle y ellos ni se inmutarían, tal vez ni siquiera verían las lágrimas de Lucía o se darían cuenta de mi arrepentimiento, lo doloroso de la demora. Pero prefiero esperar un poco, aunque la prudencia nunca fue lo mío. Lo concreto es que los ancianos están como sumidos en un sopor eterno, milenario. Sólo en algunos momentos ella tocó suavemente, sin pararse, sin esfuerzo, estirando los brazos arrugados y amarillos, los libros que le quedaban más a mano; los acomodó, sigilosamente. Él, en cambio, casi no se ha movido.

Fotografía: Ariel Hermann

Vuelvo a mirar libros. En eso la observo de reojo a Lucía: casi pegada a mí, con el bolso de tiras marrones colgándole sobre un hombro, hurga con los dedos largos y finos en la selva de libros que se le abre ante los ojos. Lee la contratapa de un libro de color amarillo, un libro al parecer bastante antiguo y que tiene el canto descosido. Se da cuenta y me roza con el codo, a propósito, buscando complicidad. Una vez más la observo –lee, repentinamente concentrada, algunas páginas: ¿qué le atrajo tanto la atención?– y enseguida levanto la mirada y repito la pregunta: ¿Chéjov? Levanto la voz, quisiera gritar, bien fuerte: ¿tienen algo de Chéjov? ¿Tienen La historia de mi vida? Lucía me mira, sorprendida pero alegre; lo sé por su boca: le alcanza con entreabrirse un poco para dibujar una sonrisa. Hay silencio. El anciano, con una voz que sale de cualquier parte de su cuerpo pero menos de su boca, repite, de pronto, al menos tres veces: no. Lo que escucho es la voz de un muerto que habla en un sueño. Debajo de las cejas tupidas asoman los ojos claros y la cara llena de arrugas; lleva puesta una camisa gastada, con los puños renegridos, y sobre la cabeza una boina marrón, manchada de transpiración, que le da el aspecto de un ex soldado.

Lucía, digo, Lucía: tengo que hablarte. En realidad no lo digo, lo pienso, ensayo dentro mío. Tengo que decírtelo, aunque sea demasiado tarde. Lucía me sonríe. ¿Qué será de esa sonrisa tan dulce después de mis palabras? ¿Qué veré en sus ojos llorosos? ¿Cuán lejos llegará su dolor y su miedo? Tengo que decírselo. Pero, ¿cómo? ¿Cómo empiezo? Tengo que decirte lo que me pasa, tengo que decirte algo importante, tengo que decirte algo malo, tengo que pedirte perdón, perdóname, perdóname, no quiero lastimarte, Lucía, no sé por qué tardé tanto tiempo.

Lucía me está hablando. Me sobresalto. Amor, dice, estás distraído: el señor quiere que le recuerdes el nombre del escritor que buscás. Chéjov, contesto rápidamente, Chéjov, el escritor ruso, el más grande. Sonrío. Busco La historia de mi vida, digo. Por primera vez el anciano habla: espéreme, joven, espéreme, voy a fijarme adentro. La mujer nos hace un gesto débil con la mano, como una promesa venida desde muchos siglos atrás. Ella también tiene ojos claros, sin embargo son más intensos que los de él. El pelo blanco recogido a cada lado de la cabeza con dos hebillas; lleva puesto un saco de hilo verde, sin brillo, totalmente opaco, sobre una camisa de color celeste; del cuello le cuelgan unos lentes de marco grueso. Está bien, digo, no hay problema, ya nos vamos, no se preocupen. La anciana levanta la vista hacia un punto intermedio entre Lucía y yo. Agacha la cabeza. Por favor, dice, por favor, no es molestia. Su compañero desaparece por el pasillo, dejando abierta la puerta de chapa. Por primera vez me hago la pregunta: ¿qué hacen dos ancianos vendiendo libros en la vereda de su casa?

Lucía vio la mesa y las dos sombras desde la esquina. Mirá, venden libros, me dijo. Y vinimos. Justo cuando yo estaba por decírselo. Por eso acepté, para postergar, quería tener más tiempo. ¿Por qué me siento obligado a hablar? ¿Por qué hoy? Podría no decírselo. Lucía me toca el hombro. Amor, estás raro, dice; ¿te pasa algo? Nada, estoy esperando que el señor vuelva y saber si tienen algo de Chéjov, respondo, y me sorprendo siendo tan elocuente. En realidad le diría lo que se me acaba de ocurrir, pero va a pensar que soy un cínico o, peor, va a sacar algún comentario al paso para que el espiral en mi cabeza se siga ensanchando. Parece que quedó conforme con mi respuesta o dejó de importarle: pasa rápidamente las páginas de un libro grueso, de tapa blanca.

Hay cosas de este lugar que no me parecen reales. La mesa con los libros en la contravereda, los dos ancianos, aletargados, silenciosos, que parecen venir de un tiempo inmemorial, los árboles secos de los costados, también enormemente añejos, el atardecer violeta y bajo de esta hora. Ya empieza a ser difícil ver los libros. La anciana se da cuenta y gira su cabeza señalando el foquito que cuelga alto sobre la puerta y nos dice que cuando vuelva su esposo le va a pedir que lo prenda. No se preocupe, respondo. No te preocupes vos tampoco, Lucía, pienso, y perdóname por haber tardado tanto tiempo. Todo estará bien. Los dos estarán bien y seguro yo con el tiempo también podré estar bien. No los dejaré solos, lo prometo. Pero lo cierto es que no lo puedo prometer. Prendé la luz, dice la mujer. Y ahí veo al anciano parado en el marco de la puerta. Asiente con la cabeza y mete la mano en el pasillo oscuro. La vereda se ilumina y aparecen de pronto, como fantasmas, las paredes descascaradas y sucias del pasillo, la mugre en el piso de baldosas, las dos o tres cajas acumuladas a un costado y un gato flaco y desgarbado a los pies del anciano. La luz toca el perfil de Lucía, haciéndole brillar la mejilla izquierda y la punta filosa de la nariz. Veo su pelo negro, lacio, pegado al cuello y que se curva en los extremos hacia adelante en forma de medialuna. Me quedo mirándola y su belleza recortada sobre el cielo violeta me da ganas de ponerme a llorar ahí mismo, llorar hasta volver el tiempo atrás, hasta lograr poner del revés al tiempo con la facilidad con la que se pone del revés un guante, y que quede así en un
futuro oculto lo que tengo que decirle.

¿Ven mejor, chicos?, nos pregunta la mujer, que tiene una voz suave, silenciosa, transparente, asordinada. Se toca el pelo con suavidad, acomodándose las hebillas. Sí, contesto. Sonríe. Vemos mejor, está bien, no se preocupe, señora, dice Lucía, estamos de paso nomás. No se preocupe, repite. La voz de Lucía se pone frágil, arenosa, cuando está terminando el día; por la tarde, en cambio, es como un hilo de agua limpia que corre mansamente sobre una tierra plana y compacta. No te preocupes vos, mi amor, digo para mis adentros.

Fotografía: Ariel Hermann

Seguimos mirando libros. Recostado sobre la puerta, el anciano muestra su cara al final del atardecer. Después, se agacha sobre el pasillo, levanta del suelo un plato y lo deja a los pies del gato, que empieza a comer. Algunos bichos revolotean alrededor del foco iluminado. No tengo nada de ese escritor, dice desde la puerta, me fijé en las cajas y no tengo nada. No hay problema, contesto. Pueden levantar los que quieran, sin compromiso, jóvenes: hay muchos y son baratos, agrega. Algunos eran de mi padre, que en paz descanse, él los llevaba a la colimba. Y sino que te cuenta ella, que te cuente, y ella, su mujer, aprueba cerrando y abriendo, con lentitud, los ojos.

La colimba, pienso, libros que estuvieron en la colimba, y me imagino un libro de Chéjov. Me imagino al padre del anciano leyendo un cuento o una novela de Chéjov a escondidas, en la oscuridad, con una linterna, o tirado en el suelo, boca abajo, lleno de barro y mugre, totalmente transpirado, haciendo el cuerpo a tierra. Sonrío. Me imagino a otros compañeros de él, jóvenes y esperanzados a pesar de todo, leyendo el mismo libro, La historia de mi vida, por qué no, que pasa de mano en mano como pasa de mano en mano el alcohol prohibido. Una buena excusa para matar el tiempo en las noches frías. Me imagino a Lucía: incrédula al principio, llorando después, colmada de pánico. Eso no me hace bien: debería decírselo ahora, mostrar mi cobardía, y que se
termine este calvario.

Se acerca el momento de irnos: Lucía apoya por última vez la mano sobre la panza crecida; antes aseguró sobre el hombro la correa de la cartera. Por mi parte, persevero, busco concentrado, miro uno por uno los libros, leo los títulos y los nombres de los autores. Sobre todo los nombres de los autores, a eso le presto más atención. Por si aparece Chéjov. Ya que estamos acá, y tengo plata en el bolsillo, no pierdo las esperanzas.

El gato deja de comer y se restriega contra las piernas del anciano. Todos los libros son de él, nos dice la mujer. Esta vez no gira el cuerpo para señalarlo con un dedo. Tiene los ojos clavados en un punto indistinguible de la noche. Lucía mueve la cabeza en señal de afirmación mientras hojea unas páginas amarillentas y descosidas. El gato va y viene, una y otra vez, arqueando el cuerpo flaco. Me llevo este, dice Lucía, y levanta el libro, a la altura del pecho. La mujer hace un gran esfuerzo para incorporarse y abrir la cajita donde guarda los billetes y las monedas; agacha la cabeza, igual que cuando dijo por favor, por favor, con ese tiempo aletargado en el que viven las personas de su edad. Hacen buena pareja, serán una hermosa familia los tres, dice. Lucía sonríe, orgullosa, y le alcanza el dinero. Hermosa familia, repite, como para sí misma, mientras agarra los billetes que le damos y los guarda en la cajita. Los dos nos saludan: ella, varias veces, con una mano al viento, después de abrocharse dos o tres botones del saco; él, levantando la boina que descubre su frente arrugada. Caminamos despacio, sin apuro. Paso suavemente una mano por la panza crecida de Lucía, le beso la mejilla, apoyo mi brazo sobre su hombro más alejado y secretamente le pido que me perdone.


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