Por Luis Giménez Pardo
“El problema llegó cuando la situación se fue de las manos.”, fue la frase que rescató de la boca de su paciente el psiquiatra Aníbal Turina, quién debió atender a Alessandro Gado luego de un colapso nervioso.
“Una vez que se tranquilizó, le pedí al paciente que me cuente qué es lo que le había pasado, para poder entender la situación. Luego de ganarme su confianza me confesó aquello que lo había llevado a saltar de un noveno piso.”
Turina, esbozaba las primeras líneas de su relato. Tenía la idea de poder juntar varios casos de pacientes, volcarlos al papel perfumándolos con algo de literatura, y poder escribir un pequeño libro. Al fin de cuentas, el tipo quería lucrar con la locura de la gente, así que siguió.
– Recuerdo a Gado estático. Su mirada perdida en el techo, como buscando algo que no existe, o que simplemente los demás no lo podemos ver. Mantenía quieto todo su cuerpo excepto sus ojos. Ellos bailaban al compás de una mirada intranquila, que se perdía entre las paredes de la habitación.
Tenía dos piernas enyesadas, conjuntamente con un brazo. El cuello ortopédico mantenía su cabeza erguida. Se había hecho mierda.
Cuando entré, ni siquiera se alteró. Sólo me dejó formar parte del paisaje insoportable de la habitación de la clínica, donde el techo es blanco salpicado con algunas manchas de humedad. Sentado a su lado, el silencio reinaba sin complicaciones, solamente era interrumpido por el respirar de nosotros dos.
Señor Alessandro Gado, recuerdo que empecé así, estoy acá como amigo suyo, quiero saber qué fue lo que pasó, así de esa manera puedo ayudarlo. Nada. Silencio. El tipo seguía ahí, medio vivo, medio muerto, vestido de momia para curar sus múltiples fracturas.
Mire, entiendo que se sienta incómodo, pero yo necesito que hablemos. Es la única manera de poder entender su angustia.
Lentamente, sus ojos se fijaron en mí, noté como su mirada anunciaba que iba a decir algo.
– ¿Voy a volver a escribir?, no siento mi mano derecha.
– Eso no se lo puedo contestar yo. Pero hablemos de su salto, y aquello que piensa, que la mano se le sanará con el tiempo.
– Yo solamente quiero escribir. Mi anhelo más grande es poder ser reconocido ¿usted es reconocido por hacer lo que ama?, ¡ah no!, cierto que es doctor, o algo de eso. Bueno, verá, seguramente usted estudió eso para salvarse económicamente. No digo que no pueda ser uno de esos que ama lo que hace siendo médico, pero me huele a que en verdad le hubiera gustado ser otra cosa, mucho más atrevida, inconstante y apasionada que doctor. No es que quiera incomodarlo, pero bueno, yo aposté por lo que me gusta, y mire… Véame, yeso y suero.
En fin, le decía, yo siempre soñé escribir, mis padres me quería abogado, yo les pedía que me quieran a mí, pero eso nunca pasó del todo. Ser escritor no es algo de lo que el mundo se sienta orgulloso hasta no tener el reconocimiento de la gente ¿me entiende?, entonces he aquí mi primera disyuntiva: mis padres no quería que fuera escritor porque les sonaba a vago, pero en cambio, si logras ser publicado, se llenan de orgullo.
Desde ya que nunca publiqué nada, y todavía son mis padres los que me sostienen económicamente.
Bueno, volviendo al tema, yo le decía, mi mayor deseo es ser escritor, y tener la aprobación masiva de los lectores. No tengo antojos que muestren extensas listas de bienes materiales, ni nada de eso. Le juro doctor, puedo comer pan duro de por vida, sólo por lograr mi objetivo.
Sucede que en el único lugar donde mi anhelo era cierto era en mis sueños. Yo me acostaba a dormir, y elegía qué y cómo soñar… y allí todo era fantástico. La gente compraba mis libros, me entrevistaban grandes críticos literarios, las editoriales llamaban a mi casa ofreciéndome publicar mis escritos, y todo eso que cualquiera como yo desea.
Solamente era feliz ahí, en ese lugar tan puro y perfecto que son los sueños. Detestaba tener que despertar, no importaba la hora, a mí lo que me lastimaba (y aún lastima) es esta insoportable realidad donde debo ser funcional a un sistema insípido que sólo destartala mis fantasías. Un sistema que me exige formar parte de él para sobrevivir día a día en este laberinto de infelicidad que nos ofrece la vida; anestesiando sueños y utopías que pongan en cuestionamiento las bases de esta estructura fetiche que nos sostiene.
Gado comenzaba a levantar la voz, intentaba hacer ademanes que morían en el primer intento a causa del dolor inaguantable que le generaba intentar mover sus brazos. Pero no conforme con ello siguió repartiendo ideales cual político desde el balcón de la Casa de Gobierno.
– Y así fue que empecé a cambiar mis días. Digamos que en otras palabras, le moje la oreja al tiempo, ¿vio? Dormía la mayor parte del día para poder ser yo mismo en una realidad creada a partir de mis convicciones, donde la gente podía rendirle tributo a su vocación sin necesidad de reprimirla.
Al principio no fue fácil, comencé por controlar mis sueños, para poder ser yo quién domine la imaginación de los mismos. Una vez que logré eso, el paso siguiente fue mucho más complicado. Necesitaba necesitar dormir el mayor tiempo posible, para no despertar y pisar el frío suelo de la realidad.
Llegué a dormir hasta 17 horas por día. Ni un minuto más. Es prácticamente imposible dormir y dormir sin tener que levantarse. Usted dirá que soy un simple vago, pero lo cierto es que yo en mis sueños trabajaba muchísimo. He escrito obras increíbles, que la gente ha leído y no sólo eso, sino que han inmortalizado frases en plazas y otros lugares de la ciudad. Tengo más de cuarenta libros publicados, obras de teatro, ensayos, novelas; no se imagina con quién está hablando.
¡Si pudiera llevarlo doctor! ¡Si tan sólo pudiera mostrarle que tan hermoso es estar ahí, sin necesidad de fingir un personaje diario que encaje en los parámetros de esta cotidianeidad intolerable!
Pero no. Es imposible, y como no se puede, como no puedo hacerle ver lo que le cuento, me convierto en un lunático incorregible.
El problema llegó cuando la situación se fue de las manos, ¿sabe? Llegó un momento en el que no lograba distinguir cuál de los mundos era el cierto. Estaba tan inmerso en el universo que mi cabeza había creado que veía a la realidad como una pesadilla que nublaba por un rato mi felicidad en esa tierra de la que le hablé.
Yo vivía escribiendo en mis sueños, pensando que me acostaba y soñaba con un lugar horrible donde debía resignarme a ser alguien que alimente los intereses de una cosmovisión de la vida, la cual se llevaba puesta la imaginación, el querer ser.
Así fue que firme ese pacto con mi inconsciente. Llegamos a una tregua en la que yo soportaba cinco, seis horas de infelicidad real, a cambio de todo el resto del día siendo lo que realmente quería ser.
Ya le dije que yo estaba despierto en mis sueños, eso era lo real y que el mundo era una pesadilla de la cual debía despertarme. Se dieron vuelta los papeles, ¿entiende? Acá es cuando vino el problema.
Llegó un momento en el que mis ganas de escapar de aquella pesadilla eran cada vez más fuertes. Convencido de que solamente era un mal sueño entendí que debía despertarme, y bueno, acá estoy.
– Siga, por favor, siga.
– Es que lo demás sale por lógica, ¿vio que uno no muere en los sueños, según dicen?, ¿que cuando está a punto de perder la vida se despierta y de esa manera comprende que todo ha sido una pesadilla?, eso es lo que hice.
Quería despertarme. Inundado de angustia, advertí que la única forma de escaparse de ese horrible lugar era suicidándome.
Caminé hasta la ventana, los autos son mucho más chicos de lo que parecen en las películas cuando los personajes están en un noveno piso. Abrí los brazos y di un paso más, sólo que esta vez, no había nada más que aire.
Y aquí estoy. Logré despertarme, porque no estoy muerto. Lo que no sé es si estoy en mi mundo, aquel que yo creé y donde soy quien quiero ser, o sólo tuve la suerte de caer en un contenedor de basura que milagrosamente me salvó la vida. Dígame doctor.
El médico escuchó atentamente a su paciente. Por momentos quiso tener su propio mundo de fantasía donde podía ser quien quería. Siempre había tenido amor por la fotografía, pero simplemente no se dio. Nunca se preguntó por qué. Ahora lo sabía.
Miró su cuaderno de anotaciones, ese en el que los psiquiatras van escribiendo a medida que hablan con su paciente y decidió romper las reglas.
– Alessandro, usted está en lo cierto. Al intentar quitarse la vida logró despertarse. Estamos en su mundo, usted es un increíble escritor y espero que se recupere pronto para que pueda volver a darle vida a su prosa.
Necesitaba que me cuente esto para saber si había perdido o no su memoria luego del golpe. Voy a visitarlo una vez por semana para ir notando su evolución con el paso del tiempo.
El médico se levantó y dejó el cuarto.
Gado sonrió. Sabía perfectamente que aquel doctor le había mentido, pero prefería no contradecirle, al fin de cuentas, en esa habitación y a pesar de las fracturas y los golpes, era el escritor que siempre había soñado ser.