Por Tulio Enrique Condorcarqui
Hay un rasgo muy notorio en el uso de la razón abstracta, pulcra y brillante, despojada de tierra, y es la división forzosa de lo indivisible, el intento apresurado y violenta por quebrar en pedacitos lo unido por naturaleza, lo que es uno y lo mismo. Esa fragmentación arbitraria, por supuesto, no puede sino dejar grandes contradicciones, inducir a enredos innecesarios que distorsionan los caracteres originales y complican vanamente la comprensión.
La categorización entre ser, tener y hacer, más allá de las esqueléticas ventajas analíticas, es una de esas parcelaciones abusivas que llevan a sinsentidos tales como afirmar que el ser no es. El ser, para ser, no puede no existir. Siempre que podamos nombrarlo, identificarlo y asignarle un valor, un lugar en nuestro campo racional, existe. Solo aquello que no podemos nombrar es inexistente. Mientras podamos invocarlo, al menos como no-existente, como algo que no lo percibimos con precisión, existe, es; le estamos dando, en ese mismo acto de reconocimiento, su propia existencia, una existencia en forma de inexistencia. Lo identificamos, existe.
En todo caso, su existencia radica, precisamente, en ese no-ser: es un ser que adquiere entidad no siendo; está al no estar. Su ausencia es, en el fondo, su presencia; está presente en forma de ausencia, lo que nos permite ponerlo sobre la mesa y utilizarlo en las reflexiones. Es decir, para que un ser no sea, tiene que reconocerse una anterior posibilidad de existencia, una existencia primeramente potencial que nos permita reconocerlo y asignarle un lugar, aunque sea un lugar de impugnación. El no-ser es, en efecto, un ser potencial negado. Integra nuestro universo simbólico que tiene, asimismo, un resultado en la materialidad: su encarnadura es la forma en que esa dimensión simbólica afecta al individuo singularmente en su vida concreta, práctica.
La negación es su misma confirmación. Lo que puede ser negado, existe. Solo aquello de lo que no podemos dar cuenta, de lo que no tenemos una mínima noción, que escapa a nuestras capacidades perceptivas, es lo que acepta que lo llamemos inexistente en términos absolutos. El inexistente absoluto no puede ni siquiera ser negado; en el no se reconoce ni una mínima porción de existencia, es algo que no se sabe qué.
El caso más claro y revelador de esta existencia como inexistencia es el de los fantasmas. Sabemos que los fantasmas no existen, pero de todas maneras, sabemos, al mismo tiempo, que existe algo, una entidad simbólica, con el nombre de fantasma, que no existe.
Es una existencia simbólica, que pertenece solamente al universo imaginario, pero que, de cualquier manera, tiene su repercusión en la vida material, no solo en aquel crédulo miedoso que aún piensa que los fantasmas existen y se ve amenazado, sino también en aquel otro que le explica que todo es una fantasía y que, para explicarle, recurre racionalmente a la categoría de fantasma. Es decir, los fantasmas existen como un ente inexistente; tienen una identidad, que es la de no-ser. Su ausencia es su presencia. Están en su forma ausente.
Trazar una división tajante entre esas tres cualidades humanas es un acto agresivo que solo puede hacerse desde la abstracción. Decir que algo tiene pero no-es, es lo mismo que decir que algo existe pero no.
Todo sujeto que tiene necesita, para poder tener, ser algo, existir con una determinada identidad. Lo que no-existe no puede tener; lo que no-es, por consiguiente, no tiene ni puede tener.
Se puede decir, en defensa, que se le llama ser solo a aquel sujeto que reconoce su estado, que tiene plena consciencia de su condición, que puede decir medianamente qué es; sin embargo, ateniéndose a tal conceptualización abstracta, se le estaría negando la existencia a todo aquel que permanezca, por una u otra razón, en un estado de inconsciencia, que no pueda dar fe de su genuina naturaleza, lo que nos pondría en un entuerto particular, revelando que, quizás, toda la raza humana sea, en verdad, un no-ser, algo que no existe, a pesar de nuestro convencimiento en lo contrario, esto es, la humanidad resultaría una suerte de colección de espíritus, seres intermedios, que rondan por un mundo al cual no pertenecen.
De ahí en adelante, debería permitirse todo, por ese mismo carácter indefinido y pasajero del hombre.
Si nos volvemos sobre la materialidad, en cambio, estamos obligados a reconocer que todo lo que podamos identificar y percibir, es, existe; aunque sea para mí, para quien lo mira, identifica y percibe. La prueba más cabal de su existencia es la consideración que haga a la hora de acercarme y analizar la realidad, la huella que imprime eso en mí. Ese ser pasa a formar parte de la existencia. A partir de ahí, ese ser puede desempeñarse de varias formas, diferentes modos que se imprime en su carrera existencial y lo configuran.
De ese modo, entonces, es que podemos decir que un determinado ser tiene una mayor vocación por el tener; sin embargo, esa propensión al tener está lejos de negar su ser, sino que es el rasgo más propio del mismo, el elemento fundamental que lo singulariza. En definitiva, no lo niega, por el contrario, es su más fuerte reafirmación.
El ser, para ser, vive dinámicamente, arrojado al mundo que le conmina la acción; hasta la pasividad misma es una acción, en su raíz más dura, es una forma de hacer.
Por lo tanto, el ser, que es un ser que invariablemente hace, de una u otra manera, con uno u otro objetivo, obtiene, en su proceso, diferentes logros, credenciales que, a su misma vez, especifican su ser. Es un ida y vuelta, confuso, entrelazado, puede pensarse y eso ocurre porque ser, tener y hacer, en el fondo, son una y la misma cosa. Es inútil diferenciarlo con quiebres especulativos propiciados desde el uso de la razón abstracta.
¿Para qué hacer tales separaciones? ¿Cuál es la utilidad que se extrae de esa fragmentación? En fin, ¿Por qué se la realiza? En primer lugar, es una escisión facilitada por el uso de la cerrada razón pura, profundamente dogmática, que actúa como sangre vital en el cuerpo cultural de Occidente; razón que puede explicar el carácter extremadamente antinacional –aunque muy perspicazmente solapado- que se le da a su utilización. Se blande en silencio, bajo las ropas de la absolutidad racional. Esa razón Occidental gusta de verse unívoca, exclusiva, absoluta y omnímoda. Como una regla insustituible a la hora del pensar.
El ejemplo más concreto al que se aplica tal división abstracta es al peronismo. Su vocación de poder y la administración de fuerzas, lo que en el lenguaje abstracto se llamaría el tener, que supo hacer estampa de su propia identidad, pierden, así, todas sus vetas virtuosas y se muestra como el aspecto ilustrativo de su perversidad. El peronismo no es, tiene. Esa es la normativa analítica, el canal principal. No le importa ser porque solo le interesa tener. Quiere el poder, se deduce, y para lograrlo no vacila en juntar los especímenes más variados bajo una misma bandera. El peronismo es un caso fabuloso, que no se deja analizar desde sus eurocentricas mentes y les obliga a caer en calificaciones inconsecuentes, deformaciones groseras, rodeos ridículos, para poder decir algo al respecto y ratificar el carácter omnipotente de su divina razón.
Es, por ende, un movimiento germinalmente tiránico: solo quiere tener el poder y no le importa metamorfosearse escandalosamente para conseguirlo. Se dice que no es, solo tiene. Por lo que se extrae, digamos, con mayor prudencia, que su ser, en tanto tiene que ser para tener, es ecléctico, en todo caso, y no un espectro inexistente, una fantasmagoría que solo posee.
Todo ser, en tanto existente, quiere tener, por propia naturaleza, por el simple hecho de existir en el mundo; finalmente, porque ser es lo mismo que hacer, y hacer lo mismo que tener. Ser es, desde luego, tener, y como la vida es dinámica, tener es igual a querer tener. Cambian los modos, es decir, las diferentes estrategias, los dispositivos de acción, las formas de persuasión, que cada sujeto emplea para utilizar su fuerza y vencer en su cometido.
El carácter confusamente ecléctico del peronismo, esa apariencia androide que despista al avezado analista, se debe al uso de categorías importadas, abstractas, a la hora de la interpretación.
El concepto fuerza la realidad, la intenta moldear según sus límites. La racionalidad puesta al servicio de la interpretación se basa en esquemas de pensamiento de contenido esencialmente abstracto, fruto de la organización material capitalista de las naciones desarrolladas que se trasplanta mecánicamente a nuestra realidad social que, rebelde sin causa, no se cansa de rechazarla. El peronismo, por su propia condición, se rebela a esas categorizaciones, rehúsa amoldarse a los esquemas preestablecidos. Se analiza en con otra lógica, una lógica opuesta a los servicios de la racionalidad abstracta occidental.
El tono del peronismo es un tono nacional, que trastoca drásticamente la escena del análisis y por eso despista a los intelectuales eurófilos. Ese acento nacional es que el permite reunir piezas de diferentes proveniencias en un proyecto común, abarcador y extensivo, que bajo las categorías importadas, se rechazan mutuamente.
El ser del peronismo, para seguir el lenguaje, es un ser nacional, que existe, que es, que tiene y que hace, todo a una misma y única vez. Ese es el error primero que lleva a afirmar que el peronismo no es nada o lo es todo a la misma vez; que solo quiere tener y por eso no tiene complejos en transmutar una y otra vez. El peronismo es un movimiento nacional –pese al vaciamiento actual del Partido Justicialista- y es esa característica, de origen local, incompresible para mentes europeizadas, por la cual su ser, en tal caso, aparece como un ser ecléctico, cuando no se lo aniquila asumiendo su inexistencia.
En efecto, iniciando el análisis en una separación abstracta de una unidad indivisible, es natural que la aplicación de los etéreos conceptos formulados sea costosa y derive en conclusiones paradójicas y racionalmente grotescas. Todo es producto, al fin y al cabo, de la esencia antinacional que rige en las mentes eruditas.