Ensayos | Reacciones derechas y humanas - Por Tulio Enrique Condorcarqui

La reunión del secretario de Derechos Humanos de la Nación, Claudio Avruj, con los integrantes del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas, una organización que defiende a los represores y promueve la equiparación del plan sistemático de extermino desde el Estado, con las acciones de las organizaciones armadas de los ’70, obliga a revisar las consignas humanitarias que surcan la sociedad en un momento específico.

La llegada de la derecha corporativa –nacida del seno de la última dictadura militar, financiera, transnacional- propone un nuevo ritmo en las pujas por la justicia histórica. Una reversión de la teoría de los dos demonios que viene a jugarse después del arduo proceso de enjuiciamiento y encarcelamiento de represores y cómplices llevado a cabo en los últimos doce años. Vuelta atrás en el intento por desmontar el armazón de impunidad que se construyó en el centro mismo del Estado democrático a fuerza de presiones, levantamientos militares, leyes de impunidad, obediencias debidas e indultos. Otra vez un plano de igualdad entre la violencia opresora, sistemática, articulada desde el Estado para extinguir los intentos revolucionarios, y la violencia del oprimido, legitimada en su origen de resistencia. Otra etapa en la deshistorización.

Hombres de buen corazón

Comprender las tramas singulares de estos preceptos aparentemente filantrópicos permite saber de qué van, cómo está compuesto su ideario, a qué se apela y de qué manera. El humanismo voluntarista, el amor a los hombres, despojado de historia, escindido de su contexto específico, se vuelve amor a las condiciones de desigualdad imperantes.

Todo humanismo es, en verdad, una aspiración deseosa que no supera los límites concretos de la realidad; es imposible aspirar a una división tajante entre lo bueno y lo malo sin recurrir al consolador recurso de una figura trascendental. También en esto: el experto, el hombre justo, capaz de juzgar los vicios en unos y otros, detectar la esencia impura en los comportamientos. El amor a los hombres desde afuera, el principio universal de lo humano, donde todos se ven incluidos y nadie tiene particularidades.

Apelar a ese valor abstracto, congénito, implica un rechazo a la acción de las fuerzas humanas, rebajarlas, degradarlas, carne maldita, lugar del pecado. El violento es uno que nace defectuoso, podrido desde la cuna, o se desvía. La invocación canónica al valor universal, legitima las imprecisiones del mundo humano existente, en nada parecido a la perfección de sus axiomas. Acepta los sometimientos y justifica de forma casi irrebatible las injusticias: actuar contra la organización violenta de la realidad, es violentarla, pervertir el fondo humano. Demasiado cuerpo, poco espíritu. La bondad espiritual siempre puede encauzarse a través de algunas proezas caritativas en oenegés y fundaciones. Es el espacio de los que ayudan, no corrompen.

Las aguas divididas: el Bien y el Mal

El humanismo parte de una premisa básica, fundamental, sin la cual no puede existir: existe una división entre el Bien y el Mal, entidades reconocibles que interfieren en el desarrollo histórico de manera desigual. El hombre bueno, para legitimar su bondad, tiene que demostrar sus esfuerzos ante los tribunales del bien, rendir cuentas de su lucha denodada contra el Mal.

No hay otros componentes en las acciones, fundamento ético de toda práctica, creación deseante. El eticismo desdibuja la dimensión política de los hechos, sustrae a los actores de la historia, coloca todo lo real en la escala paralela de la abstracción, donde rigen valores universales, donde todos los hombres son iguales, donde los actos pueden medirse unos con otros.

El Bien y el Mal son categorías que permiten trazar una división entre los hombres: de un lado los buenos, que buscan el Bien; del otro los malos, ansioso por derramar su maldad. Es un problema de origen: para eso es necesario apuntalar los medios para su corrección, aplicar sanciones, reeducar, llegado el caso, amontonar en vaciaderos penitenciarios.

Historias de cronopios y de famas/ Julio César Ludueña

Los afanes securitistas y las prédicas de mano dura no pueden despegarse de ese aplanamiento humanista. Todos tenemos que ser buenos y cautelosos, manos y obedientes, un poquito resignados, casi nada imprevisibles. Llevar la vida ordenada, evitar desbordes, descargas incontrolables. Para el exceso, lo inusual, la exageración, el frenesí y el éxtasis, hay lugares acondicionados, donde se paga una entrada y se goza. No es el espacio público el lugar para hacerlo.

El estado de seguridad necesita del miedo al Mal, ejerce su control no para prevenir, sino para regular, administrar. Contacto directo, acción táctica, cercanía, olfateando los cuerpos que despidan ese olor nauseabundo. La búsqueda de la «verdad completa» respecto a los años ’70 da por sentado el avance sobre los enemigos internos actuales. Los terroristas de ayer, hoy tienen su nuevo rostro demoníaco. Completar la justicia histórica es un aval necesario para mantener el rigor de la lucha actual contra la delincuencia. Hay que extirpar todo Mal, reconciliar a la sociedad, hacerla vivir en paz, aterrorizada pero segura que el Estado está ahí para combatir esos agentes malignos, enemigos de todos. Los dañinos están alrededor, entre los ciudadanos pacíficos/pasivos.

Nosotros, los hombres

La humanidad es el grupo de personas que se atienen al Bien. El ser humano es sociable por naturaleza; la bondad y la generosidad, el placer por encontrarse y compartir con otros, es algo que viene dado. Formas generales, incuestionables. Asume que esos valores armonizadores son efecto de la civilización. Por lo tanto, todo aquel que no los ejerza, pertenece a lo salvaje. Salvajes y bárbaros empiezan a rodearnos nuevamente, tienen la imagen de un pibe chorro o de un militante combativo, son desordenadores. Desafían a la condición humana, violan valores absolutos.

Son lo inhumano, infrahumano, se colocan por debajo, en una escala inferior, repugnante, que no merece ningún respeto, sino penalizaciones. Los gobernantes deben cuidar a la gente, es un lema. Lo malvado, execrable por sí mismo, enemigo número uno de la humanidad, consagrada al Bien. Eso que amenaza y pone en vilo la supervivencia, la vida tranquila, debe ser perseguido. El gobierno tiene que mostrar predisposición para ese combate, no dejarlos entrar y salir, poner cámaras, llenar de patrulleros, ajustar el sistema de seguridad. Usar la tecnología, invertir. La persecución del Mal se convierte en un imperativo irreprochable, en tanto representa el seguro de vida de los hombres que aspiran al Bien.

La existencia humana adquiere, así, un sentido trascendente: su misión en el mundo es salvar a la humanidad, salvarse a sí misma, de las siniestras garras del Mal. La humanidad, como conjunto, tiene un carácter mesiánico, salvador, delegado en el gobierno. El ciudadano, en su individualidad impotente, debe buscar su propia salvación, es decir, dedicarse al voluntariado del Bien, ganar el reconocimiento, salvar su alma.

Combatir sin miramientos todo lo que pertenezca al Mal -sus ideas, sus encarnaciones, sus objetivos, sus métodos, sus representaciones- es una hazaña humanista. Es una permanente caza de brujas, la sospecha perpetua. La consecuencia invariable es un estado de convulsiva paranoia repartida por todas las capas sociales. De esa forma se des-historiza el miedo, se rompe su condicionante histórico: el origen del miedo es el propio Mal, su espectro; toda su explicación consta en una terrible amenaza, como fenómeno a-histórico, distribuida entre los hombres.

Eliminando a los portadores del Mal, se elimina el miedo. Ya no habría nada por qué temer. Semejante empresa, por lo tanto, admite todos los medios, aún aquellos que la equiparan con el Mal. El objetivo es  acumular mayor potencia, lograr la hegemonía de fuerzas en un tiempo y lugar. Son los fines, en este caso, los que establecen la diferencia. El Bien tiene sus costos.

La historia maldita   

La novela histórica, el relato de los hechos que rinde cuentas de su lugar, sea como perspectiva de reparto o protagónica, solo incorpora a la humanidad. La historia es siempre la historia de los buenos. Los que no integran la humanidad -los que no son humanos- están fuera de la historia. Son errores, entorpecimientos, carecen de la lógica explicativa de la historia y se muestran, al fin, como incomprensible.

El Mal está por fuera de la historia y desde esa exterioridad recae con su influencia truculenta. Es un padecimiento. Hay una misma voluntad superior, trascendente, absoluta e inmortal, de donde surgen esos valores esenciales que constituyen la bondad primaria del ser humano. Por eso todo es cuestión de elecciones, la culpa está en los que deciden tomar el camino corrompido del delito. Asustan, se desvían, exhiben el riesgo y la incertidumbre.

El Mal es, en rigor, una potencia a-histórica personificada, que desparrama toda su perversidad, corrompiendo las almas puras de los hombres. El Mal como desviación, acto de traición y error. Lo monstruoso, horrible, espejo de afirmación del buen camino. No merecen análisis, no representan ni significan; son solo carnaduras del Mal, enemigos jurados que es imprescindible combatir con toda la ira bondadosa.

La llegada al poder de una fuerza política que se reconoce oficialmente en la línea depuratoria de la Seguridad Ciudadana, reverencial de la docencia norteamericana, supone un reforzamiento abierto de la lucha antiterrorista, una nueva caracterización social, el reparto de funciones y papeles, reinicio de la guerra contra el Mal que se encuentra con un andamiaje legal –ley antiterrorista, Proyecto X, etc.- que facilita la puesta en marcha. Declaración de emergencia, estado de excepción permanente, tomar recaudos, estar alerta, desconfiar, pedir documentos, mantenerse identificado.

Si antes la autonomía de las fuerzas de seguridad encontraba ciertos retenes en la acción de las organizaciones de derechos humanos y las políticas públicas nutridas de principios garantistas, ahora el terreno queda alisado, el Estado se pone directamente como cabeza de esa avanzada represiva.

Para eso, empieza a servirse de la historia. Vuelve sobre los mitos fundacionales, recoge sus líneas de acción, registra su práctica en determinadas tradiciones. La renuncia y el temor son el sustrato de las reversiones mitológicas. Cubiertos de láminas fantasiosas, extraen sus moralejas. Enseñan, muestran, documentan. Con sutiles parcializaciones, retoques discretos, el uso de tonalidades y énfasis narrativos, acentuaciones abusivas, se intenta demonizar el fenómeno histórico, marginarlo, mostrarlo como excepcionalidad, un truncamiento en la regularidad histórica.

En los últimos años se nutrió considerablemente la bibliografía que propone una relectura de los setenta en clave de teoría de los dos demonios. Esa interpretación se desdobló en la democracia, buscó otras modalidades, nuevos actores para el reparto. Reacción ante el relato setentista, la ofrenda militante, el sacrificio guerrillero. Los militares también tuvieron hijos.

El mito del enfrentamiento, la guerra entre militares y organizaciones armadas, episodio aislado de la vida de la mayoría silenciosa, vacía el contenido histórico, disimula la continuidad entre los actores civiles-empresariales que impulsaron y respaldaron la dictadura militar, y estos nuevos gerentes devenidos funcionarios públicos. Iguala la violencia de las organizaciones populares con la violencia estatal y para-estatal; el plan sistemático de exterminio desarrollado desde el Estado, y la respuesta del pueblo proscrito, censurado, oprimido.

La regeneración del terror

Es la conquista del espanto inhibitorio, la apropiación del terror sanguinario. Se lo utiliza desde el gobierno, se vuelve una herramienta de gestión. Se condena socialmente todo uso de la violencia, como valor en sí, tipificada en su plano físico, directo, inmediato y manifiesto, obviando sus ambivalencias, la diversidad de manifestaciones y, por supuesto, la expresión de violencia dinámica, intrínseca a un sistema de exclusión. Esa tacha a la violencia en absoluto, reivindica el perdón. Le sigue la reducción de los ánimos revolucionarios, castrados, amedrentados bajo la permanente amenaza del fusil. La santificación de la vida como valor absoluto rechaza todo tipo de violencia revulsiva. Solamente se puede ser violento para poner orden, amar el Bien.

El resultado es la conservación del orden, vidas pasivas, de trabajo y consumo: cobrar-comprar. La vida se gana haciendo el Bien. Se desplaza hacia la muerte el sentido trágico. La vida, hinchada por una trascendencia inmanente, es un bien invulnerable, sacrosanto: violarla es interrumpir el curso divino de su propia condición. Comprar por otros medios, sin sacrificio, es remover la muerte. Los que no trabajan, tienen un carácter macabro, demoledor, de espanto. Hay que cuidar la vida, el esfuerzo única fórmula de dignidad. En las calles andan los que llaman a la muerte. Todo estalla. Mientras la vida se completa a sí misma, cerrada, absolutamente significante por sí sola, la muerte es esa mórbida interferencia, el chillido feroz que llega a romper con la pacífica calma de la vida. Los que traen la muerte, serán odiados.

La vitalidad amansada

Toda vida que adquiere un carácter absoluto es, en cierta medida, eterna. Hay tareas que cumplir para eternizarse, modos de vida que respetar, comportamientos para tramitar el terror. La vida debe ser defendida a toda costa, sin miramientos, sin ninguna consideración histórica. Las bajezas de la terrenalidad humana no pueden mediar en la evaluación de una propiedad trascendente, que va más allá los conflictos inmediatos y transitorios de la historia. Defender la vida es defender la humanidad y, por lo tanto, consagrarse a la bondad. Para eso, en tanto la vida está siempre amenazada por la muerte, es necesario atacar a sus portadores, los emisarios del terror, los que no dejan vivir en paz. Condenarlos a un exilio de las existencias humanas, enterrarlos en celdas.

Este rechazo de la muerte, también como valor en sí mismo, proyecta todas las características propias de la vida, representa, a su vez, la anulación de toda posibilidad rebelde. Neutraliza el uso de la violencia, devuelve al Estado su monopolio. La violencia es perdonada cuando viene a contener los excesos, cuando se hace represión a las manifestaciones de trabajadores, linchamientos de ladrones, torturas a los presos.

Ilustración: Disculpen la molestia

La vida que apaga la presencia intimidante de la muerte. Hay un riesgo en vivir libremente. Son muchos los males que acechan. Se genera la figura eminente que protege los valores absolutos y resuelve la controversia de la responsabilidad. Ya no puede haber grandes culpas, hay un determinismo primario del que el hombre no puede estar exento. El Estado cuidando a los pacíficos/pasivos.

La irreverencia del consumo masivo, que todos puedan comprar, y el subsiguiente despliegue de economías ilegales, que recoge mano de obra entre los excluidos del mundo laboral, les ofrece dinero para poder comprar, es también una forma de desborde. Intranquiliza que todos puedan acceder a los bienes que distinguen, que hacen a la buena vida. Suma riesgos, y hay que contenerlos. El nuevo gobierno propone una doble operatoria: reducir el consumo y las posibilidades de vida loca/buena vida de los sectores populares, el éxtasis vital de los desclasados, y avanza en la restauración del relato histórico que condena las voluntades rebeldes, la propuesta revolucionaria. Nadie por fuera de los carriles del trabajo y el consumo, la vida sacrificada, la renuncia.

Hay un reconocimiento de consuelo: los militares fueron hombres equivocados, se extraviaron en su misión de bondad y orden. Generaron odio, mostraron el conflicto. Si ellos son sancionados, los guerrilleros también deben serlo. Unos y otros rompieron las reglas de la vida pacífica/pasiva. La figura del militar desmedido tiene efectos similares a la del militante bondadoso, santificado, noble pero errado. En ambos casos, queda diluido el componente histórico, juicio puro sobre la violencia desde la abstracción eticista.

Estrategias de impunidad

Es una estrategia por la impunidad, la prolongación del orden neoliberal en democracia. Vidas gerenciadas, de negociaciones diarias, capital humano jugado en el mercado de energías, roles y funciones. Una democracia limitada, condicionada, reducida, de obediencias debidas. Otra vez: la presencia del Mal, su amenaza, regula la vida social. Cualquier cambio que conmueva mínimamente las estructuras sociales, despertará fantasmas e impulsará el espanto hasta los límites de la inacción: pedidos urgentes de seguridad, alguien que pueda defendernos.

Reconocer la disputa de intereses y propugnar el enjuiciamiento de asesinos y represores, no como demonios ahistóricos, sino en nombre de un interés político antagónico, proyectos de país en disputa, es parte de la estrategia popular para que la reivindicación histórica no se reduzca a una simple condena de individualidades malvadas. Quedarán por evaluar las faltas que derivaron en esta etapa de un proyecto de dependencia y extranjerización, el triunfo en las urnas de los herederos de la dictadura. Preguntarse si esta reformulación de la teoría de los dos demonios, la reaparición en el Estado de los que promueven la «memoria completa», no limita todo a una mera condena de criminales individuales; interrogarse sobre las posibilidades de recuperación del proyecto revolucionario que despertó la reacción militar, la conclusión de un periodo histórico.

El humanismo no se apropia de la lucha política, prescinde de ella. Renuncia, de nuevo. Procura imprimir un código ajeno a lo que es básicamente una lucha descarnada, a veces matizada, pero siempre en riesgo de radicalizarse, por el poder y el destino del país.

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