La democracia y la organización estatal que de ella se desprende en el transcurso de las relaciones sociales logran imbuirse de un halo de sacralidad y remueven la crítica de las posibilidades prácticas de los ciudadanos. El cuestionamiento de sus formas es catalogado como herencia fascistoide. Aquí asumimos ese riesgo y reproducimos las ideas de nuestro compañero acerca de las ficciones democráticas y sus corporizaciones estatales.
Por Tulio Enrique Condorcarqui
El modo de funcionamiento de un Estado y su cuota de eficiencia está estrechamente vinculado a la conformación misma de sus propias estructuras y la articulación de sus distintas instancias. La productividad no solo está movida por la intencionalidad, el impulso voluntario de los actores a producir más y mejor; hay también un condicionamiento de base, un importante influjo de la forma en que están distribuidas las tareas respecto a un criterio de organización: el funcionamiento efecto de los distintos ámbitos estatales se subordina a la capacidad estratégica de repartición de funciones y las debidas instancias de control y supervisación.
Es decir, el rendimiento se vincula con el nivel de integración y complementación de las partes que componen el organismo estatal. Sin el trazado de objetivos claros y el desenvolvimiento práctico de tareas de coordinación, esto es, sin la unificación de los esfuerzos, subyugados a un objetivo nítido, el movimiento de las piezas estatales es lento y pesado: se constituyen camarillas aisladas, se deja herrumbrar la gestión en la inmovilidad de estructuras anacrónicas y parasitarias que absorben las voluntades individuales de las fuerzas humanas empleadas en esa misma lógica ineficiente.
La estructura misma del aparato estatal combate a las fuerzas activas, aquellos individuos que tienen la voluntad de actuar y trabajar ágilmente. El empleo público se contamina en su propio nacimiento por la misma degeneración del espacio en que se mueve.
La diagramación de las estructuras del Estado que actualmente tenemos en la Argentina, es un legado fatídico de los tiempos neoliberales: responde a su íntima lógica de tecnificación de la política y profundo descreimiento en los fines nacionales, en otras palabras, a la ‘tenocratización’ de la democracia y al carácter antinacional de nuestra cultura.
La constitución del Estado, su dinámica de funcionamiento, es un reflejo relativamente cabal de las concepciones subterráneas que lo sostienen. El Estado se conforma, en cierta medida, a imagen y semejanza de la lógica racional que lo instituye: es una materialización del pensamiento que lo enarbola y del conjunto de creencias y mitologías que germinan en el centro de esa misma racionalidad.
Si por idiosincrasia entendemos a la razón rectora de un tiempo y lugar, y a la serie de supersticiones y leyendas que conforman la fe ciega de esa comunidad, entonces podemos decir que el Estado no es sino la corporización de la idiosincrasia de un determinado lugar.
Por supuesto que hay diferentes modos de relación con la idiosincrasia, diversas formas de tomarla y comprenderla, así como intensidades variables en la recepción. Esa disparidad tiene que ver con el movimiento caótico que la origina: en la medición de voluntades que se produce en la interacción social, según prevalezca una u otra fuerza, se tendrá mayor o menos cercanía con la idiosincrasia; seguramente aquellas fuerzas que logran imponerse encontrarán una mayor identificación y una relación más directa con la idiosincrasia y, por lo tanto, con los cuerpos consumados en lo concreto, como las instituciones estatales, las corporaciones científicas, etcétera, en contraste con las fuerzas menores, principalmente vencidas, que tienen una relación distante, ambigua, contradictoria, sintiéndose a veces hostigados y otras amparados, pero nunca pudiéndose integrar e identificar plenamente con esa idiosincrasia.
Los marginados representarían el caso extremo de esta condición: el excluido no logra hacer conciliar sus intereses con los principios esgrimidos por el armado de esa idiosincrasia; se siente rechazado, expulsado cada vez que pretende ingresar; es distinto hasta el punto de verse como antagónico; es un extranjero. La extranjería, en este caso, no se decide por cuestiones de nacionalidad; tiene que ver, por el contrario, por la semejanza o desemejanza de idiosincrasias, los grados de afinidad en la formas de ver, percibir, pensar y actuar en el mundo.
De esta manera, y debido a la profunda transnacionalización de nuestra cultura, su carácter colonial, los sectores representados en el sistema político, los sectores directamente relacionados con la idiosincrasia, hallan más fuerte similitudes con miembros de otras nacionalidades que con algunos integrantes de la propia. La complexión de copia que posee la cultura hegemónica argentina hace que, los sectores que se ven representados en la democracia liberal partidocrática, tengan su identificación en otras naciones y olviden y marginen a amplios sectores de la propia.
La otredad, el otro, está hacia adentro, y se necesita de una fuga hacia los puntos incandescentes de la cultura civilizada para pertenecer a la ‘occidentalidad’. Lo occidental es lo que define la propia identidad, la idiosincrasia, por consiguiente, su afirmación implica el rechazo de lo no occidental, es decir, aquello que no reproduce fielmente los criterios fundamentales de la civilización iluminada.
Los marginados son el recuerdo vivo del carácter inferior, latinoamericano, tercermundista, que espanta y provoca odio en los sectores ‘occidentalizados’. La misma realización de una distinción entre ‘integrados’ y ‘excluidos’, esa categorización responde de por sí a un paradigma lógico-racional, supone una jerarquización: desde el momento en que una franja se transforma en marginada, aseguramos la existencia de un mundo superior al submundo de sus existencias, al que deberían integrarse para ser considerados en plenitud.
Lo occidental aportaría la condición humana; todo lo que quede afuera, por una u otra cuestión, sería inhumano o, en su defecto, subhumano. La utilización de estas últimas categorías también responde a un criterio lógica: lo subhumano, por lo general, se caracteriza con la indefensión de la pobreza que, si bien es vista en ocasiones como una amenaza, se la suele considerar desde las benevolentes ópticas de la misericordia y compasión; en cambio, lo inhumano es utilizado como la denominación peyorativa de aquellas culturas y sociedades cuyas tradiciones son antagónicas de los principios occidentales y representan una amenaza directa y concreta para esos mismos intereses occidentales en su afán de conquista: inhumano es la cultura que se resiste al imperialismo occidental.
El Estado es, en consecuencia, un Estado occidental y, para eso, necesita cumplir con un paquete de requisitos inevitables: debe adecuarse a las normas de la occidentalidad que, de la misma manera que ocurre hacia el interior de las sociedades, se dirime en el cotejo de fuerzas, en ocasiones sangriento, entre naciones.
Lo occidental, en efecto, no es lo que imponen, de arriba hacia abajo, los países potencias, como si adhirieran a los demás la totalidad de sus preceptos y usos en recambio de los originarios que pasarían a extinguirse completamente, pasando a un absoluto olvido –aunque eventualmente la relación de fuerzas cobra la apariencia de una imposición real y absoluta en una intervención armada y sanguinaria; sin embargo, es una relación de fuerzas de ida y vuelta lo que lleva a ese extremo de violencia descarnada-, del mismo modo que las idiosincrasias en el seno social no son impuestas como coacción expresa por las clases dominantes, sino que es el resultado de la relación de fuerzas. Es un desarrollo, y no el efecto, en el cual las fuerzas poderosas, por identificación, por cercanía, terminan por verse como dominantes, es decir, privilegiadas.
La burocracia parasitaria, la multiplicación de empleados inútiles sin funciones definidas que terminan por entorpecer el desarrollo de las actividades estatales, es una consecuencia y una condición de la tecnificación de la política, la victoria de la administración. La razón organizadora, la lógica que acompaña las costumbres, consume el compromiso y siembra el desinterés en un Estado solo visto como asistente.
La des-centralización estatal, de la forma en que fue realizada, bajo la excusa de combatir el corporativismo –que, por cierto, era el formato que mantenía la unión de las partes en función de un actor social principal, es decir, el Estado, pero no como asistente, concesivo, ni siquiera como un simple regulador exterior, desde afuera, sino como actor clave en el equilibrio de fuerzas sociales- logró desintegrar los órganos del Estado al extremo que aparezcan casi como entidades independientes, sin más finalidades que la sencilla administración para cuyo ejercicio no se requieren grandes compromisos.
El Estado, como representación de un interés, adopta la forma conveniente a ese interés; la desaparición del Estado o, mejor dicho, su resumida función de asistente ocasional, es fruto insoslayable de su propia representación: el Estado de las democracias liberales formales es la encarnación viva de los intereses de las clases propietarias, afanosas de conexiones internacionales. Lejos de necesitar una desaparición total, necesitan de un intervencionismo que se comprende en los términos de asistencia circunstancial y transitoria, como un factor de pacificación, como forma de explanar el campo, sin interferencia en el curso de las relaciones de fuerza que mantienen dicho orden.
Un Estado centralizado bajo representación popular, que intervenga en la dinámica social como actor activo, es la garantía de una alteración magnífica en la correlación de fuerzas y, por lo tanto, un cambio en la idiosincrasia, es decir, una re-configuración social. Ese Estado centralizado necesita agrupar las fuerzas de los diferentes ordenes sociales bajo su voluntad organizadora, subordinar los agrupamientos representativos de los distintos sectores a una voluntad primaria, de modo de desplegar una estrategia de poder que combata, desde la fuerza de la unión, el poder de la fuerza del dinero y las influencias.
La burocracia que produce ese Estado centralizado, corporativo, insustituible como primera instancia en un proceso de liberación nacional, es radicalmente distinta a las burocracias desinteresadas del régimen tecnocrático: en este caso existe una articulación confiada, con un interés específico y representativo de los mismos trabajadores, y una regulación certera que desciende de la instancia superior y responde a una finalidad acordada y puntual. La burocracia estatal del Estado Nacional trabaja para sus propios representantes; la burocracia tecnocrática trabaja para los representantes de otros sectores: ahí arraiga, en parte, el inmodesto desinterés y la falta de compromiso. En definitiva, el punto central está en el interés que acentúa el proyecto realizado, interés cristalizado en el Estado.