Ensayos | Electoralismo y oportunidad popular - El contexto eleccionario despierta los debates en casi todos los ámbitos ligados a una perspectiva transformadora, en ese amplio fragmento que, con mayor o menor intensidad, se proclaman como revolucionarios. La participación en la formalidad del orden burgués o la actuación desde territorios marginales se presentan como de una contradicción que ensombrece el objetivo último, […]

El contexto eleccionario despierta los debates en casi todos los ámbitos ligados a una perspectiva transformadora, en ese amplio fragmento que, con mayor o menor intensidad, se proclaman como revolucionarios. La participación en la formalidad del orden burgués o la actuación desde territorios marginales se presentan como de una contradicción que ensombrece el objetivo último, que es la transformación misma de las condiciones materiales de existencia. 

Por Tulio Enrique Condorcarqui

Lo electoral es uno de los problemas más espinosos, más difíciles, que suscitan mayores encontronazos, sobre todo hacia el interior de aquellos grupos que aspiran a un proceso revolucionario del orden burgués, ya que la delimitación del terreno en la elección democrática es la que imponen las reglas de juego liberales. Esa es una desventaja inicial y, en principio, insalvable: todo movimiento revolucionario se opone a una fuerza establecida en la legalidad, y es esa posición fijada como norma, ese lugar de árbitro en su propia disputa, juez y parte, lo que le permite sacar un resto de ventaja.

El orden burgués sienta las bases de un sistema que beneficia a los partidos y grupos políticos de su misma clase y condición. Se define por sus costumbres y modales, está atravesado por la moralidad, como cuerpo general y dominante, de ese tiempo y lugar. No podría ser de otra manera, sin embargo, ese sistema demoliberal, burgués, cuenta con cierto nivel de plasticidad que permite forcejearlo hasta adaptarlo a alternativas progresivas, pero exclusivamente de transición. Esa alternativa, que nace como un cuestionamiento interno del orden burgués establecido, llega al poder por las vías lícitas y, si una vez acomodado, no comienza una transformación, es decir, si no pone en marcha esa transición hacia un orden nuevo, popular, termina por retroceder, incumpliendo sus fines, reintegrándose definitivamente al viejo orden partidocrático desde dónde emergió con tono crítico.
La interrupción o despilfarro de la oportunidad conquistada con ese ascenso, puede darse por varios factores, no es siempre una intervención contrarrevolucionaria, que proviene del exterior, sino que ese movimiento puede desmoronarse por contradicciones intestinas, un debilitamiento de su poder de cohesión que lo lleve a malgastar fuerzas o equivocar rumbos, apresurando el paso o relenteciéndolo, acondicionando el escenario para la aparición del disgusto y la pérdida de apoyo popular. Es clave comprender que durante el proceso de transición se sigue actuando bajo normas burguesas, en fin, dentro de los marcos de la democracia liberal, que son flexibles pero, asimismo, demasiado estrechos e inquebrantables para algunas expectativas radicalizadas.
Esa continuidad del reglamento demoliberal no solo impone la reacción de las leyes, el reparo jurídico que obstaculiza avances, sino que es todo el electorado, por más ansioso que pueda estar por ciertos cambios, quien carga aún con el pesado lastre de los modales liberales y que, llegado el caso, por la fuerza de la costumbre, opta por las opciones menos riesgosas.
La discreta y piadosa democracia liberal aburguesa a las masas; para eso cuenta con todo el orden social a su favor. Un quiebre tajante en lo político puede amedrentar a esas masas aburguesadas, perdidas en sus dimensiones espirituales que le impiden la hegemonía de lo social en la constitución de su identidad, al menos en la configuración de sus anhelos y aspiraciones. La estrategia de quien aspire a cambios revolucionarios, debería prever analíticamente las posibilidades de desarrollo de esas fuerzas emancipadoras y, por lo tanto, acompañar, de modo condicionante, la dinámica burguesa demoliberal, de forma tal que se vayan adelantando pasos, tímidos retoques reivindicativos y, de esa manera, avanzando en la generación de la consciencia nacional y el afán emancipador.
Si se abandona al desdén por lo burgués y se elige el aislamiento aparentemente crítico; si se prefiere la militancia a un lado de la legalidad burguesa, como manera de prevenir presuntos contagios, a riesgo de sufrir la marginación por las masas y caer en el cítrico rótulo de vanguardia iluminada, se le ofrece todo el campo de acción libre al arbitrio de los grupos conservadores que, sin competencia, tienen a su merced el poder político y juegan con el privilegio de la legalidad hegemónica, pudiendo encasillar acosadoramente a los insurrectos, desde el sentido común, en los cestos de lo delirante o lo delictivo.
La lucha política es, también, lucha simbólica; la prevención respecto al modo en que un grupo militante o partido se presenta en sociedad, sobre todo cuando se trata de grupúsculos sin carnadura de masas, es fundamental para su vida política; el paradigma con que se analiza a los actores en un momento y lugar específico es, preferentemente, el paradigma de la cultura hegemónico, el sentido común. La inteligencia pasa por saber utilizarlo a favor del propio objetivo, para su remoción, lograr que ese paradigma entre en crisis y tener con que reemplazarlo.

La negación de lo simbólico es, al mismo tiempo, negación de lo social; su reducción a la más humillante expresión de simpleza: lo social, lacónico, escuálidamente circunscripto al terreno político. El principismo germina con facilidad en tierra tan fértil; la política es un espacio, entonces, en donde se dirimen voluntades y, se supone, quien tenga las mejores tendrá mayor posibilidad de triunfar: es cuestión de buenas intenciones y rectitud ética, la lucha pertinaz por un objetivo inalcanzable. El discurso de quienes se favorecen con el orden estable y pretenden continuarlo, y el de aquellos que quieren rebatirlo, se asemeja asombrosamente, solo que la diferencia arraiga en que los primeros sustentan en él todo su armado simbólico que le permite la supervivencia del orden, y los segundos son los ingenuos que, entusiasmado, no reparan sobre sus propias consignas y dan por cierto y natural, lo relativo y artificial.
El nivel de consciencia, en ambos casos, no siempre es absoluto, sino que, factiblemente, se ven arrastrados culturalmente a hacerlo, es decir, es aquello que asimilaron en su interpretación particular de lo social, mejor dicho, de la materialidad caótica que organizada teóricamente –desde una perspectiva racional que no se reconoce y se impone como única y casi sagrada- se concibe como lo social. La consciencia rechaza una parte suya, la niega y eso actúa desde el fondo oscuro al que la angustia y el temor no siempre dejan llegar. En fin, ambos surten efecto de un modo de producción y reproducción que, a su vez, es resultado de una manera de percibir y, por ende, pensar las cosas. Ese fondo, tanto en uno como en el otro, permanece intacto, inmune al barrenar superficial, espiritista, idealista, de sendos sectores.
La calma colma y el sistema se reproduce: con unos en el poder político, garantizando la hegemonía de los capitales sociales principales –y, lo que es mejor, dominando tácitamente el criterio con el que esos capitales se reparten u obtienen entre las diferentes capas sociales-, y los otros en la oposición idiota, creyendo ser un riesgo para el mecanismo político que, precisamente, los necesita como torpes impotentes ensoberbecidos de su torpeza.

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