Superamos las amenazas de muerte y logramos esquivar a los hombres bombas que intentaron atentar contra nuestras locaciones, y ahora podemos darnos el gusto de publicar la cuarta (y última) parte del ensayo que apunta sobre las hipocresías e intimidades conservadoras de nuestras prácticas morales, como instancias del comportamiento del hombre.
Por Furibundo Contreras
No hay una diferencia natural entre los distintos campos del saber, dónde podemos aplicar elentendimiento. Sus matices son logros artificiales, la consecuencia misma de esa dicha aplicación de conocimiento. La inteligencia llega para parcelar, segmentar y, finalmente, construir un objeto nuevo, ahí donde antes no había más que uno y universal: la realidad. La objetivación de un campo de conocimiento se muestra, así, como una ficcionalidad; es un producto de la inteligencia, una abstracción compleja que, de no ser reconocida como tal, comienza a sugerir una propia sustancialidad, una identidad independiente, escindida y a reclamar su existencia. El saber se divide y especifica, se especializa.
Las diferentes áreas, esos incipientes objetos intelectuales, desenchufan sus conexiones con los demás y se cierran sobre su propio ejercicio. Son materias plegadas en sí mismas, universos que instalan un funcionamiento paralelo, negador del todo integrado. Cuando la inteligencia se cree su propia creación, cuando la ficción cobra apariencia y estatuto de realidad, es entonces cuando se pierde le hilo y comienza a extenderse infinitamente el encadenamiento de abstracciones.
No se puede separar, por ejemplo, la reflexión ética de la reflexión estética, asimismo, ninguna de esas dos es pasible de ser alejada de la reflexión epistemológica o gnoseológica, como tampoco de una reflexión metafísica.
La integración del pensamiento es la búsqueda del pensamiento rebelado. Cada una integra a las otras; ciertamente, es las otras tanto como es ella misma. Toda reflexión lleva consiga un contenido ético, una estatura estética, una dimensión epistemológica o un criterio metafísico, así como todas pueden ser vistas como partes componentes de una postura política. De lo contrario, no podrían existir: su existencia está en esa unión indisoluble, que obliga a un cambio general al cambiar una de las partes, por más ínfimo y cosmético que se postule el retoque. Es por eso que se remite a una condición óntica, como una suerte de último o primer paso, una reflexión ontológica que sea capaz de consagrar lo que es. El magma central es la existencia material del objeto y esa existencia es siempre de unidad.
Si la cosa existe, es y, por lo tanto, ese ser es una unidad. Cualquier quiebre, cualquier hendija o manipulación, es un agregado externo, una impresión desde fuera, está producido por una imposición de la fuerza humana; una operación de la razón que pretende extraer elementos hacia la abstracción, conformar una estructura racionalmente pura, usualmente en contradicción, mínima o máxima, con la realidad, para volverla más comprensible ante el entendimiento humano.
Ese proceso depurado de abstracción es el sustento de todo el armado racional que, posteriormente a una alienación subjetiva, una transferencia de la realidad a esa conformación imaginaria-simbólica, lleva a la consagración definitiva de la fragmentación del objeto como la quintaescencia del saber.
La razón pura puede establecer diferencias en una cosa, plantear interrogaciones que lleven a forzar una separación en piezas que, desde esa perspectiva racional, faciliten la comprensión. Sin embargo, eso no implica que tales separaciones se transcriban a la existencia, se hagan efectivas en la realidad de la cosa; es necesario reconocer el aspecto analítico de tal procedimiento, su carácter absolutamente metodológico y, por lo tanto, transitorio y no necesariamente correspondido con la realidad. Los objetos, como entidades intelectuales, son construcciones racionales, no se recogen como frutos sembrados en el extenso campo de la realidad pródiga.
No vienen dados, son elaboraciones de la inteligencia y, en consecuencias, factibles a errores, parciales, torcidos por el sesgo de la propia perspectiva, es decir, permeables a las pasiones e inestabilidades humanas. Su existencia está dada en el plano del pensamiento, como reproducción de una cosa o circunstancia; es una existencia, si se quiere, teórica. Esa formulación teórica no surge del encuentro directo con la realidad, sino que, impulsada por la racionalidad sacramental, es una abstracción de una abstracción: ese el eslabonamiento al que conduce la razón pura si no se descubre su propio origen cultural y se remueven preceptos y categorías obviadas.
Queda pendiente de lo anterior la pregunta sobre si es posible el contacto directo con la realidad material; si de ese contacto no se construye una interpretación particular, una percepción movilizada por estímulos variados que configuran una visión singularizada y, por ende, no objetiva. La capacidad imaginaria del hombre, al servicio del pensamiento, se pone en marcha a partir de un lenguaje que se utiliza como combustible; a su vez, ese lenguaje es ya una construcción abstracta a partir de un encuentro primario con la realidad y la subsiguiente confusión de un sonido y un objeto al que signifique.
Esa arbitrariedad inicial, al asimilarse, se reproduce por medio de la imaginación y, por supuesto, la capacidad intelectual. Las verdades están heredadas como supuestos hechos fácticos, cuando no son más que meros productos de una fuerza histórica actuante. Estas cuestiones, si no se responden en el desarrollo anterior, no gravitan de forma tal que alteren la continuidad de lo concluido; es la misma condición de unidad del pensamiento la que extiende la cuerda para proseguir. Esa unicidad es la que responde, la que particulariza el conocimiento, ‘subjetiviza’ la objetividad y ‘objetiviza’ la subjetividad.
Ese carácter parcial, acotado, oblicuo, que impone una perspectiva reniega de la posibilidad de encuentro franco entre la realidad desnuda, a merced de una mente rigurosa que quiera cazarla, con la puridad de sus instrumentos racionales, elevada sobre las taras mundanas, lo que le permite la perfección de construir objetos igualmente puros y perfectos y, entonces, alcanzar el sumun del conocimiento.
La unidad óntica, la consideración de la realidad como una y, en tanto que una, indivisible materialmente, es lo que encontramos como el nudo de la cuestión. Fijar particiones abstractas desde el pensamiento es una opción que apunta a la distorsión y confusión mediante categorizaciones cada vez más vaporosas y estrictamente racionales, insensibles, sin correlato real; otra posibilidad es atenerse a la realidad desde una perspectiva particular, pero asumiendo un pensamiento de conjunto, sin caer en las ufanadas gracias de las especializaciones arbitrarias que demarcan campos deliberadamente, recortando la dilatada capacidad de la sensibilidad humana para desarrollarse y conocer.
La sed de dominio obliga a vestir de sedas a la mona y, con el paso del tiempo, empezar a verla como la más linda de las princesas. La mona, en el fondo, sigue actuando como princesa y, si la enajenación no es salvada, el reino corre riesgo de una usurpación sin vueltas atrás.
Esa división en campos disciplinares consentidos, relativamente regimentados, afirmados en valores racionales inamovibles, más que por una legalidad concreta, por una suerte de convención científica, un pacto de vanidades que unta en prestigio y distinción a los hombres dedicados a la investigación oficial en cada una de las ramas; esa especialización, la división del trabajo en materia intelectual, consigue disolver la actividad intelectual, des-integrarla y, por consiguiente, complicar su asociación.
Cuando una inteligencia logra relacionar temáticas desde campos diferentes, cuando un especialista amplía su huerta hacia granjas vecinas, esa unificación se hace con partes anteriormente separadas; la fusión presenta los rasgos de un emparchado, trozos de tela vueltos a zurcir unos con otros que, más allá que aclaran detalles antes opacados, no es la conformación de la unidad original, ya quebrada por anteriores abstracciones: siempre algún pedacito se pierde en el camino.
El pensamiento, en efecto, no surge completo, íntegro, sino que, de esta manera, su nacimiento es diseminado, nace como una falta, desde la incompletud se completa, desde la des-integración se íntegra. Sin embargo, deberíamos pensar de forma completa, ya que pensamos sobre nuestras vidas al pensar la realidad que tenemos en derredor, porque es nuestra existencia propia la evidencia más cercana e indudable.
Extraviar la razón en el comienzo es, también, extraviarse uno mismo hacia idealizaciones incorpóreas. Nos pensamos a nosotros mismos y, para hacerlo, caemos en el ridículo de recurrir a implementos ajenos, remedando técnicas extrañas, procurando reproducir moldes que nuestra propia sensibilidad rechaza, nuestra corporeidad, nuestra pertenencia material, nuestra razón sensible y concreta, reconoce como ajeno y, por lo tanto, rechazan acaloradamente.
A pesar que la insistente chicharra que se hace llamar cultura occidental, con sus ínfulas de universalismo homogeneizante, nos intente convencer de lo contrario y, por ende, formatear nuestra subjetividad a su moralizante servicio.
Es, de algún modo, una atemperación del pensamiento, la conquista que la racionalidad occidental supo conseguir fijando una cultura inmaterial, un pensamiento abstracto, una propensión idealista, un modo de que aspira a la trascendencia inmaterial y en su trajín diario, salta sobre la materia degradada, la pisa y domestica, para darse fuerzas, llevándose consigo todo el potencial sensible que el hombre tiene para su goce existencial.
El mundo intelectual del occidente capitalista, piensa de una forma que garantiza la subsistencia del orden, porque esa razón idealista es su mismo criterio de organización. Desde sus esferas pretenciosamente laicas y neutralmente depuradas, convierte en realidad las fantasías sistémicas, baña en respeto de especialista un modo de entendimiento legitimador, una razón apropiada.