La razón apropiada (Parte III) - Tercera parte del ensayo que procura desentrañar (o entrañar nuevas y mejores, menos lacias, por caso) las restricciones asumidas desde la propia formación de las percepciones y que se reproducen en las prácticas de los hombres: el cercenamiento previo a la conciencia, el vozarrón hablador, la mano mecedora y la cumplimentación de las técnicas represivas. Algo, en fin.

 

Tercera parte del ensayo que procura desentrañar (o entrañar nuevas y mejores, menos lacias, por caso) las restricciones asumidas desde la propia formación de las percepciones y que se reproducen en las prácticas de los hombres: el cercenamiento previo a la conciencia, el vozarrón hablador, la mano mecedora y la cumplimentación de las técnicas represivas. Algo, en fin. 

Por Furibundo Contreras

No podemos hablar de prácticas de sí como una oposición tajante a la consumación del código moral; si bien, cuando apelamos al modo de subjetivación mediante esas prácticas, los distintos usos que se les da, con sentido artístico, a los placeres, no hacemos referencia a la subordinación directa a un conjunto de reglas que establecen la frontera entre lo permitido y lo prohibido, no encontramos una obediencia, si se quiere, militante, donde el individuo asume su inferioridad y se reconoce como una suerte de devoto al servicio de dichas prescripciones sistemáticas, para que pueda producirse una práctica específica, para que una determinada estilización del comportamiento se lleve a cabo, es necesario que se remitan a un principio rector, una serie de valores que sienten, en plano general, la ruta que han de seguir tal ejercicio en su desarrollo estético.Toda estética es, en sí misma, una ética y, por lo tanto, esa unidad fundamental no puede ser disuelta o fragmentada. Cualquier tipo de práctica, cualquier género de modelación de la conducta, está respaldado por un cuerpo de reglamentaciones, más o menos sofisticadas, que motorizan distraídamente toda acción que se dé en su terreno soberano.

Ese substrato principalísimo, asegurado en la forma en que se relaciona uno con uno mismo, en un contexto en el que, contemporáneamente, debe establecer relaciones con los demás, está presente en todas las morales: en aquellas que tienen su acento en la estética de la existencia como producto de ese uso de los placeres; como también en estas otras que fijan normas rigurosas e imponen un control mayor mediante prescripciones precisas y minuciosas hasta de las prácticas más intimas y reservadas.
En todos los casos se encuentra ese fondo, de modo alguno, culposo que subsidia a todo sistema moral. Esa culpa emerge como consecuencia de la persecución del error, la carcoma permanente de sentirse responsable de haber hecho algo que tipifica, definitivamente, como equivocado. Ese reconocimiento del mal es, a su vez, una invocación oblicua al código sacralizado que ha sido violado y por el cual, se supone, se merece una pena.Ese quebranto inicial del funcionamiento moral, sea de la índole que fuere, este fijada más en la práctica del sujeto consigo mismo, como subjetivación ética, o se concentre en la dureza disciplinaria de la regimentación normativa, es el reconocimiento innegable de una ley primera que aplica una partición fundacional entre el Bien y el Mal. Proponer, en efecto, una oposición terminal entre las llamadas prácticas de sí y aquellas morales más normativas, que compelen a una determinada acción directamente, suprimen y permiten expresamente, es, en realidad, intentar hacer una división fundamental de una diferencia meramente formal. En uno y otro caso, la ley primera, más pronta o más retardada, actúa sobre el hombre común y lo circunscribe a actuar en su acotado mundo.

Sin embargo, el posicionamiento frente a ese código difiere en todos los casos. No es siempre la misma relación que se establece entre el individuo y el código moral, por el simple hecho que no existe una condición única y ubicua entre los individuos. Por más fuerza deseosa que ejerzamos, las exigencias morales están replegadas sobre el estatuto particular de cada sujeto, es decir, la ubicación social que posee, las exigencias comunitarias, lo socialmente esperado, por ese lugar ocupado y la reputación que le corresponde y ha sabido conseguirse. Depende, en definitiva, de quien es el sujeto y que puesto ocupa en el entramado complejo de relaciones sociales. La moral ajusta desigualmente.

Esa dependencia estructural, en modo alguno exime de responsabilidades al individuo, sino que lo cierra a su contexto, lo comprime en sus propios límites y lo formatea según sus artificiosas necesidades culturales, es decir, lo que debería hacer de acuerdo a su status. No restringe categóricamente.
Le delimita, en cambio, una circunstancia en torno a la cual actúa libremente. Esa acción, por supuesto, está constreñida, sibilinamente, por las reglamentaciones morales ya asimiladas, la pesada culpa de lo bien visto y tolerado. Este compromiso respecto a las consignas fundantes del orden cultural, las zonas más compactas de la cultura, que son las zonas, de alguna manera, casi homogéneamente compartidas en un tiempo concreto por una determinada comunidad, puede funcionar de manera más o menos silenciosa, asumida, pero siempre reproduce la amenaza centinela a la hora de actuar con autonomía.Se produce una cierta ambigüedad que, en rigor, puede resultar desconcertante: por un lado, se reconoce la presencia implacable, eventualmente cercenadora, de leyes compartidas por todos los integrantes de un colectivo cultural; y por otro, se niega la homogeneidad en la acción de esas pautas sobre los individuos. Hay un desfase, un punto de inflexión dónde lo universal, si se quiere, se des-universaliza, sin llegar a un punto tal de una total individualización, que reconocemos como la emergencia de normas absolutamente individuales, propias, que no cuentan con el implícito acuerdo de otras partes, una legalidad que no corre por los caminos de la convención y, por lo tanto, se baña de autoritarismo y es potable de verse como ilegalidad.

La subjetivación, por el contrario, no rompe con la universalidad, solo la transforma, la consume y adecua. Es una digestión, de alguna manera. Lo universal se reproduce en el sujeto bajo las lógicas subjetivas, es decir, según como el sujeto lo observa y recoge, esto es, dependiendo de lo que el sujeto lleva hasta el momento dado. Lo universal, pese a todo, está presente, moldeando la subjetividad, a la vez que la subjetividad lo modela para sí. De ese modo, podemos hablar de una universalidad modulada, la presencia extensiva de ciertos preceptos morales, que recaen sobre todos, sin distinción, pero que sus efectos sobre cada uno, su nivel de presión, el vigor con que se impone, pero más precisamente la forma con que lo hace, depende del lugar y el momento en que cada individuo se encuentre. Esa es la diferencia sustancial, la interrupción a la planicie y, algunas veces, la licencia para la traición que algunos aprovechan.***

Posiblemente no haya una mejor forma para lanzarse a hacer eso que vulgarmente denominamos como filosofar, que iniciar con una pregunta disparadora. De hecho, podemos aproximar arriesgadamente que justamente en eso consiste eso de filosofar: filosofar es preguntarse; formularse las más variadas preguntas, desde las más simples a las más complejas, sobre diversos temas o, mejor dicho, sobre las distintas situaciones vividas, extraídas teóricamente y empaquetadas en una unidad intelectual que llamamos ‘tema’.

Ese proceso inicial, previo, indispensable, es ya un ejercicio filosófico, por lo que el filosofar, en efecto, arranca antes que la formulación concreta de la pregunta: filosofar es conformar un tema sobre qué preguntarse. Sin ese armado primero, no hay forma de interrogación alguna. La pregunta es una excavación sobre un terreno existente, no puede hacerse en el aire, la nada temática. Filosofar no es solo preguntarse, sino que antes que eso es preguntarse sobre qué preguntarse: constituir un ‘tema’. Para esa controvertida elaboración contamos, nada menos, que con el inacabable material de la realidad, esa serie desordenada y catastrófica de situaciones que se prestan a los sentidos, que se invitan a existir mediante el cuerpo.
Esa es nuestra única fuente de ingreso y solo por medio de su sensibilidad conocemos el mundo y, naturalmente, lo pensamos. Sensibilidad y pensamiento, sentidos y entendimiento, esos bloques antiguamente endogámicos e impermeables, opuestos irreconciliablemente, se unifican, se fusionan en una sola corporeidad viviente y, como tal, sintiente y pensante. El sentir y el pensar se vuelve uno, mente y cuerpo se confunden, materia y espíritu se abroquelan; todas las escisiones abstractas que alguna vez fueran realizadas, por algún motivo, saltan por los aires, desaparecen, emergiendo una única potencia, que es la potencia vital del hombre.

Con este preludio estamos en condiciones, por lo tanto, de preguntarnos en qué consiste la fidelidad. ¿Qué se entiende por fidelidad? ¿De dónde sale? ¿Qué representa? En definitiva, es posible responder desde dicha perspectiva a la indagación, fundamentalmente moral, sobre esta suerte de mitología que recubre como capa sagrada la cultura occidental. Más que genealogizar la fidelidad se trata de ver qué es y qué tan tontamente restrictiva, en un sentido amplio, puede llegar a ser, cuando no se transforma en la máxima inspiración de las más aberrantes hipocresías.
Para que exista fidelidad tiene que existir una especie de principio, acordado conscientemente o no, respecto al cual ser fiel; se es fiel a algo, a una regla sostenida en una idea, una construcción ideológica, no se puede ser fiel en sí mismo, en ‘completud’. Cuando se es fiel a una cosa, se traiciona inevitablemente otra, la opuesta al objeto de la fidelidad. La fidelidad es una asunción de un compromiso, y todo compromiso implica un descarte, una selección, una discriminación. Es una elección. La coherencia entre los elementos elegidos funciona como guía rectora, pilar principal, de la fidelidad. Es fiel aquel que se mantiene en una línea, sea cual sea: se asume una posición y se la mantiene, entonces, fielmente. Siempre que no se omita esa regla asumida, es obligación apelar a la fidelidad. En el caso de la fidelidad conyugal o en la pareja –que es el ejemplo por antonomasia en cuanto al sentido común- existe de trasfondo un contrato de permuta: se transfiere, entre los amantes, la propiedad de los órganos genitales y, en efecto, la propiedad de la fuente de placer sexual. Cada uno ejerce el monopolio exclusivo de las partes del otro, del placer del otro. Toda pulsión que surja e incite al encuentro con un tercero, debe ser suprimido ya que viola aquel estatuto. La fidelidad es un recorte a la libertad sexual del ser humano; un recorte voluntario, se dirá, pero impulsado, de alguna manera, por la influencia cultural y el funcionamiento mismo del condicionamiento moral. El romanticismo que baña las idealizaciones del amor matrimonial, monogámico, como consumación última de dicho vinculo represivo, es resultado de la partición permitida entre la pasión gozosa y la necesidad de procreación; el distanciamiento entre la voluptuosidad del acto sexual y el acto propiamente dicho. Un alejamiento forzoso, ejercido con la bruta fuerza de la abstracción. El amor melindroso, ese tumulto de dulces sensaciones que llevan a desear a un solo individuo, funciona como el analgésico especial ante la degradante carnalidad del acto sexual, esa pecaminosa cesión a los instintos animales que se vuelve necesaria para la supervivencia de la especie. El depósito del deseo en un único objeto es una obsesión que nada tiene de natural y se refiere al pulimiento final de los artilugios morales de occidente, venenífero líquido que corre por los ductos más imperceptibles y cotidianos.

Solo tomamos noción del amor mediante el cuerpo, es decir, las sensaciones. La sensibilidad nos avisa que algo pasa y a eso designamos ‘amor’. El amor es plenamente corporal, una expresión del deseo que usualmente se refina con elegancias exageradas. El amor no se distingue del placer y el placer es la delectación de la carne, su motor. El amor es una satisfacción del propio sujeto en su emotividad más profunda, la sensible. Imaginar al amor desprendido de la carnalidad, como en delirios espiritistas, sin encarnadura material, como una belleza abstracta, espiritual, que fertiliza al degradado cuerpo, es la zoncera que facilita que perdure la ingenua confianza en la fidelidad represiva, en todos los órdenes en dónde ésta actúa. A tal punto opresiva, que algunos hombres llegan a creer que en nombre del amor a objeto, tienen prohibid a los otros.


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