Crónicas | La hora de dormir - Por Jeremías Walter

La última hora no estuve durmiendo. Mis ojos estaban entrecerrados y mi cuerpo cubierto parcialmente por la fina sábana, casi transparente por el desgaste. Hacía mucho calor. Es que el verano en esta ciudad tiene una presencia intimidante. Si habláramos de él como de una persona, diríamos que es de carácter fuerte, que es un eufemismo para hablar de alguien que es insoportable, o un mal educado, o, francamente, un mal tipo. Así la ciudad recibe de inquilino al verano, sin poder evitarlo, como aquellos parientes lejanos a los que debemos dar alojo en nuestros hogares por más forros que sean, por alguna maldita costumbre de buenos modales. Por suerte en mi pequeño departamento no tienen lugar.

Hay gente que disfruta del verano, del calor, de las playas, del sol, de las relaciones casuales, de la rutina del bronceado, de la gente. Yo no. Para mí el verano es de lo más triste. Pareciera que hay más tiempo, pero éste se le escurre a uno de las manos. El sol del mediodía es el punto muerto de un mundo que no deja de moverse, no asciende ni desciende, se estanca en lo más alto del cielo, sin nada para ofrecer más que luz y calor, una eternidad en reposo. El instinto de las sombras es desaparecer al mediodía. Luego, de a poco hay que volver a rodar, seguir en la rutina del seguir. Porque, ni siquiera allá arriba, el todopoderoso astro puede evitar la fluencia del tiempo.
Mi mediodía no es el de la ciudad. Mi jornada comienza cuando despego de la cama, que no es lo mismo que cuando despierto, decía yo. Y esto no ocurre nunca antes de las 13 horas. 12, cuando madrugo. Mi habitación es un oasis de cemento en un infierno de cemento. La tecnología maravillosa de nuestros días hace que mi reducto se encuentre en unos constantes 25 grados. Esto hace que salir sea un acto de un heroísmo sin precedentes. Cuando, sin alternativa, giro el picaporte y salgo al exterior, el día me plantea una batalla en dos frentes… luz y calor. Según la ciencia, fuente de vida. Yo nunca fui muy adepto a las ciencias. Aunque podría llamar a cualquier físico cuando necesite una comprobación fáctica de la oscuridad, o la no luz, como se la llame en el ámbito.

Ese ejemplo es mi habitación. Es tan oscura que nunca sé en qué momento del día despierto. Por eso hay en ella tres o cuatro relojes, por si falla la electricidad o alguna pila. ¿Cómo lo logro? Con trapos. Estoy lleno de trapos. Agujero rebelde que deja pasar luz, agujero que es rellenado con un trapo. Porque las cortinas nunca alcanzan, siempre necesito el auxilio de los trapos. Si no fuera un inquilino, ya hubiera tapiado las ventanas o hubiera cubierto con aerosol los cristales. Cómo afrontaría correctamente, sino, la hora de dormir.Esa es la cuestión. Imagino habrán oído o leído como yo a los expertos decir que lo recomendable es dormir ocho horas. ¿Y si yo quisiera dormir doce, catorce o dieciséis horas? ¿Quién me lo impide? ¿Un pseudo científico en una revista que no le dio la nafta para hacer investigaciones en serio pero si para, en nombre de la ciencia, decirle a cualquier idiota cómo debe manejar su vida? Lacayos del sistema, eso es lo que son esta tropa de “expertos de revista”. “Basta de refunfuñar que te vas a hacer viejo”, me dicen. ¿Y qué problema hay? ¿Cuál es el problema, cuál es el tabú con los viejos? Todos vamos a ser viejos. ¿O también hay una edad para ser viejo? Ustedes y sus vidas regidas por burócratas de datos censales.

Yo soy viejo a la edad que quiera, y si me siento viejo, no tiene por qué ser malo. A mí me gusta dormir, y si eso me hace viejo, bienvenido sea. La verdad es que me gusta dormir, y no me siento culpable. Sí me siento perseguido. Perseguido por la jauría de jóvenes o aspirantes a, que no cesan de moverse, que creen que el progreso es hacia adelante y que hay que alcanzarlo, que ven en el sueño una pérdida de tiempo. Gente que nació en una época donde se cree que el tiempo puede ser pesado y registrado, perdido y ganado. Pero, ¿quieren que les hable en su idioma? Pues bien, para mí el sueño es tiempo ciento por ciento ganado. Nada hay más propio que el sueño. A diferencia del resto del mundo, allí todo es mío, a mi modo, y nadie puede quitármelo. Nadie debe quitármelo.

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