El castigo cayó sobre la mujer; en la violencia se fundó la recóndita venganza que el hombre, febril, conjeturó para sus imposibilidades. Ese sesgo femenino, el seno original, fue el motivo de su odio. En ella descargó su furia y su insolencia; a ella, a su hermosura y su tesón, dedicó su mendacidad. A ella, también, van estas letras.
Por Envar Ferreyra
Cada treinta horas, te matan, mujer,
cada treinta horas, como si no fuera
hermoso tu abrazo.
Cada treinta horas
la mano del hombre te estrangula
o en tu vientre ingresa el puñal
o son los golpes que te dejan amoratada,
como si el rencor inexplicable
quisiera corromper tu belleza y tu oriunda ternura.
Cada treinta horas irrumpe
la sórdida sentencia del hombre necio
y castiga tu cuerpo
y pretende humillar, con ciego afán
tu inclaudicable figura y tu inmensa integridad;
te pretenden débil, mujer,
te anhelan servil y complaciente;
te sueñan esclava y bondadosa,
suave y sumisa y cumplidora,
le temen, los hombres,
a la rebeldía de tus dedos y tu garganta.
Cada treinta horas te asesinan,
y el dulzor de tus besos
y el almíbar de tu voz,
vuelve a nacer a cada instante,
y otra vez ante el desquicio, irredenta,
posas tus pies y lo ennobleces.
¡Mujer, alza el grito!
¡Suelta las ropas de la servidumbre
que la tradición y la herencia te sugieren!
¡Desnuda! Anda desnuda y valiente,
recia e ingobernable
como la fuerza generosa que te nutre.
¡Grita, mujer, salta, baila y rechaza!
Tu estruendo es la razón
de cualquiera de nuestras luchas.