Cuentos | El viejo - Por Carlos Boyle

Finalmente, luego de unos minutos, un ascensor ridículamente lento nos depositó en el primer piso del sanatorio; abrí las puertas con inexperiencia y luego saqué a mi viejo al pasillo, empujando su silla de ruedas. La imagen era conocida: un largo corredor con habitaciones a ambos lados; cerca del final, la enfermería.Ese año, ya en cuatro oportunidades mi padre había sufrido episodios que requirieron internación: por su avanzada edad, su escaso peso, pero, sobre todo, eran sus ansiadas ganas de morir las que disparaban situaciones que en otros tiempos hubiesen sido innecesarias o, diría, casi impensables. Mientras empujaba lentamente la silla, rememoré los años de mi infancia y mi juventud y me di cuenta de que nunca en su vida, le había aflojado la salud a don Oreste Randizzi, aquel emprendedor imparable de quien el pueblo entero se sentía orgulloso. Quién se hubiera imaginado, siquiera, en aquellos esplendorosos años sesenta, este miserable final para él.

Mi papá era el último de una seguidilla de viejos de mi familia —primero mis abuelos, luego algunos tíos, después mi madre y, finalmente, él— que durante más de diez años nos tuvieron yendo y viniendo, a mi hermana Mónica y a mí, para intentar procurarles, aunque más no fuera, una «muerte digna». Fueron demasiados años, diecisiete para ser precisos; pero nunca me arrepentiré de tanto tiempo, energía y dinero invertidos. Seguro, algunos me reprocharán haber arrastrado a mi propia esposa e hijos en esa desgastante maratón hacia la muerte; y a mi hermana, otro tanto: una mujer sola haciéndose cargo de los suyos, ausentándose de la escuela por alguna urgencia, por algún reclamo. Claro, a ella le tocaba el hilado fino de las mujeres que ayudaban en la casa —los pañales, las comidas, llamar al médico, los reemplazos—. A mí, en cambio, me tocaba la logística: pagar las cuentas, tratar con ellas por los sueldos, las rutinas que involucraban fuerza… Creo que durante aquellos años, de alguna manera, todos fuimos felices, pese al desgaste que producía en cada uno. Más que una obligación de hijos y nietos, ese tiempo nos significó una enseñanza de vida. Pero, extrañamente, aquel mediodía sentí que para mi hermana y para mí ya había sido suficiente. Pero sobre todo para mi viejo, que era el último de esa larga lista. ¿Qué sentido tenía todo ese esfuerzo?

La habitación que nos habían asignado era la número doce, casi la última de aquel largo pasillo. Avancé a paso firme. Me pregunté si el viejo tendría tanto miedo como yo, y si sería consciente de lo que pasaba. Empujando la silla de ruedas, sin embargo, sólo podía ver su escasa cabellera, peinada con esmero, entrecortando la dura luz del mediodía que se reflejaba sin piedad sobre sus pocos pelos canos.

Desde el fondo del pasillo nos salió al cruce María Luisa, una voluptuosa y coquetona enfermera del sanatorio, que ya era conocida de la familia, pues solía venir a casa a colocarles las inyecciones a mis viejos. Mi madre, en aquellos tiempos, solía advertirme con preocupación: «querido, esta mujer lo pone nervioso a tu padre».

Con un bulto de ropa de cama bajo el brazo, María Luisa detuvo nuestro paso, diciendo:

—Stop. Don Oreste, de nuevo por acá —se agachó y le dio dos besos, uno por mejilla, y dirigiéndose a mí me preguntó—: ¿A qué habitación lo llevan?

—A la doce —le respondí.

—A ver. Stop —volvió a decir, como para poder detener el tiempo y pensar. Miró al vacío y, volviéndose a mí, sentenció:

—Esperá, en la doce tengo dos viejos que se están por morir, si lo pongo al Oreste ahí me los va a matar de un síncope, mejor voy a ver si lo puedo ubicar en la catorce.

Partió María Luisa rumbo a la enfermería al compás del bamboleo sus caderas que, remarcadas por su atuendo, un delantal entallado de pollera ceñida, acentuaba sus movimientos a cada paso.

Mi viejo no era fácil; bah, en realidad nunca fue fácil: acostumbrado a mandar, no le cabía mucho esa inversión de roles donde ahora éramos nosotros los padres y él tenía que hacer de hijo. Luego de la muerte de mamá empezaron los chuchos de fríos, los ahogos en las comidas, los silbidos en los pulmones, para qué recordar y, en particular, este último año todo esto se había intensificado: una bronquitis mal curada lo había derrotado. Sin embargo, de a ratos se las ingeniaba para ejercer su voz mandante o quejarse a los gritos; a eso se refería seguramente María Luisa. Logró por fin instalarnos en la habitación catorce, junto a otro señor convaleciente.

Luego de las maniobras de la enfermera, mi viejo quedó alojado en una enorme cama blanca, apenas iluminado por una tenue luz mortecina que acrecentaba las diferencias con el otro, un gordo fortachón de color de la morcilla, creo que de apellido Covacevich, en la cama de al lado. A aquél lo acompañaba su hija, una mujer mayor que yo: calculé unos sesenta años, aparentemente del campo, vestida enteramente de negro. Nunca, durante los días que el hombre estuvo internado en ese lugar, la vi sentarse.

Gracias a Dios mi padre aceptó sin demasiada resistencia la orden del Dr. Hernández, quien había recomendado su internación. El viejo estaba deshidratado y cuando tosía la bronquitis le contraía el cuerpo; yo sentía en carne propia ese esfuerzo espasmódico que parecía juntar las delineadas costillas contra su espalda. Ahora Hernández estaba allí, auscultando, tomándole la presión, haciendo preguntas secas y cortantes. Yo, como buen cobarde, me retiré al pie de la cama para esperar el diagnóstico.

Antes de que el médico de cabecera pudiera abrir la boca, sin empacho Mónica irrumpió en la sala muy agitada con todas las cosas de la escuela hechas un lío. Se disculpó por su atraso, no la habían dejado salir antes porque había tenido un altercado con la directora. Yo la retiré de la pieza para que el doctor pudiese hacer su trabajo tranquilo, mientras tanto traté de calmarla contándole lo que había sucedido esa la mañana y por qué lo habíamos internado.

Finalmente, Hernández salió de la habitación con una cara que no me gustó nada. Nos dijo que no lo veía bien, que el médico de piso se iba a hacer cargo, que posiblemente lo llevara a terapia, y un largo etcétera que dejó a mi hermana desfalleciendo. Nos dimos un breve sacudón de manos y el Doctor Hernández se retiró; Mónica y yo entramos a la habitación, encontramos a papá sentado contra el respaldar de la cama, que estaba erguido. Mi corazón dio un vuelco: conocía perfectamente a mi viejo cuando ponía esa cara, la tristeza de su rostro me decía que algo no andaba bien. Al vernos sonrió, pero no dijo nada. Mónica se acercó y lo tomó de la mano.

—Estás helado —dijo.

Inmediatamente entró María Luisa con una manta, como si hubiese estado escuchando atrás de la puerta. La mujer, de aproximadamente cuarenta y cinco años, tenía el pelo rubio recogido bajo la cofia y el prominente escote de su uniforme insinuaba un busto acorde. Al verla, los ojos de mi viejo parecieron recuperar la vida.

—A ver, don Oreste, le vamos a poner una frazada en los pies para que no tenga frío…

Yo la seguía con la mirada, en mí también despertaba algo más que esa ternura propia de las enfermeras. Sus movimientos eran perfectos, anticipaban cualquier instancia, médica o humana, por la cual mi viejo pudiese estar sufriendo. Los ojos de mi padre se achinaron, la pálida luz del fluorescente fue suficiente para iluminarlos, una nube de lágrimas los cubrían. La sonrisa que le devolvió a la enfermera le surcó todo el rostro.

Mónica retrocedió hasta mí.

—Otra vez esta mina, le toca justo siempre…

—Pero mirale la cara al viejo.Ella se puso como loca pero se contuvo, lo pude ver en sus ojos. Siempre me llamó la atención el lugar que cada uno de nosotros, gente ya grande y madura, ocupaba cuando volvíamos a estar solos, en familia. Siempre creí que de alguna forma regresábamos a los roles de la niñez: Mónica, seis años mayor que yo, pretendía hacer valer ahora el derecho que aquella diferencia de edades alguna vez le había otorgado.

Nos quedamos un largo rato los tres en silencio, y luego Mónica y Águeda (la hija del vecino, creo que ese era su nombre), empezaron a intercambiar algunos chismes y pareceres sobre gerontología. En realidad, esperábamos al médico del piso. Éste, luego de una minuciosa revisación, desestimó mandarlo a terapia, pero le indicó una placa de tórax y suero. Por suerte el resultado fue bueno. Para las cuatro de la tarde decidí retirarme, mi sobrina mayor se haría cargo. Quien se ausentó también fue María Luisa, que a esa hora cambiaba de turno.Como a las siete y media volví. Comprobé que los colores de mi viejo y los de su vecino se habían emparejado, el primero ahora mostraba unas mejillas algo más rosadas; al otro, el rojo morcilla se le había atenuado a una tonalidad parecida a la que produce el vino tinto. Mónica se había ausentado pero también ya había vuelto, en la pieza había un clima de algarabía algo inapropiado, dado que a mi sobrina se le habían acoplado sus primos y mi esposa. Nancy, la enfermera de ese turno, retiraba de la mesa de noche una tasa de te prácticamente sin tocar. Cuando me acerqué a saludarlo, el viejo me tomó del brazo y llevó mi cabeza hasta su boca, me quería decir algo. Me preocupé.

—Esa muchacha, esa muchacha… —me dijo, hurgaba en su memoria como queriendo recordar—. Esa chica, la rubia. ¿Cómo se llama? ¿Dónde está?

Esta vez fui yo quién torció la cabeza y hablándole al oído, le contesté:

—María Luisa se llama papá, terminó su turno.

Tan sólo unos días más tarde me arrepentí de haberle contestado así, tal vez algo cortante, pero ya era tarde. Su cara se entristeció, sólo los arrumacos de sus nietas lograron sustraerlo del ostracismo en que lo había sumergido mi respuesta.

Armamos las guardias, a mí me tocó de doce de la noche hasta las seis de la mañana, luego vendría Mónica a reemplazarme. Fui a cenar solo, al bar pegado al sanatorio, pues entendí que mi viejo necesitaba descansar después de tanto bullicio —sin advertir que esa podría ser su última tarde en familia—. Cuando volví, despedí a mi prima que se había quedado vigilando antes que yo; en ese momento nos explicaron que no había necesidad de quedarse de noche, además Águeda, la otra mujer, permanecería allí y solícita me indicó que no me preocupara. El médico de piso nos prometió que si todo andaba bien al día siguiente mi padre podría volver a casa. De todas formas decidimos que yo cumpliría mi guardia hasta que se hiciera de día. Me sorprendí cuando esa noche volví a ver a María Luisa, me explicó que estaba cubriendo a una compañera que había tenido un problema.

Yo estaba destruido, todo el día había trajinado con la internación del viejo sin dejar de atender mis propios asuntos. Necesitaba un descanso, me empezaba a doler la espalda y una migraña comenzaba a dar señales de alerta. Pero en la habitación no había sillones, apenas una silla de metal duro y frío. Recordé que, más temprano esa tarde, al ir al baño, había visto al fondo del pasillo dos cómodos butacones medio escondidos. Cuando me acomodé en uno de ellos me prometí que iría a la pieza cada media hora.

— ¡Papá murió! ¡Parece que papá murió, despertate!—gritó Mónica, tirándome de una manga del pulóver.

Me incorporé y traté de limpiarme con un pañuelo los rastros del sueño en mis ojos. Sin decir nada, caminé junto a ella recorriendo el largo pasillo hasta la habitación 14.

—Lo siento mucho —dijo Nancy mientras ayudaba al médico con las maniobras. La enfermera se retiró de la habitación, cabizbaja, sin decir nada.

El médico de piso nos comunicó oficialmente su fallecimiento y se retiró.

—Muchas gracias, Doctor… —dije. No pude recordar su nombre.

Todo ese día fue atípico, a enfermedades largas velorios cortos; decidimos enterrarlo esa misma tarde, 21 de septiembre de 2008, día de la primavera. Luego nos juntamos en la casa grande, que parecía dormida sin los viejos, siempre habían estado allí. Las mujeres, infinitamente más fuertes y resistentes que nosotros, ese mismo día lavaron y tiraron todo. Cinco bolsas negras de consorcio esperaron el paso del basurero esa noche.

Al día siguiente la casa relucía, vacía pero impecable. Cerré la puerta del frente como quien le dice adiós a una etapa, a la historia, habían sido demasiados años de pises, pañales, remedios, sillas de rueda y extraños en la casa. Finalmente llegaba la hora en que podríamos desprendernos de todo aquello con la conciencia tranquila de haber hecho «todoloposible».

Pero no. El velorio y entierro fue un sábado, así que recién el lunes pude ir a completar los trámites del deceso, certificado de defunción y otros papeles. En la puerta del sanatorio me encontré a mi hermana que, desde lejos, me recibió a los gritos:

—Lo mató, esa yegua lo mató. Yo te dije, mami no la quería, sabía que era una retorcida, hija de puta, lo mató.

A mi me dio vergüenza esta actitud, la gente en la calle nos miraba, la tomé del brazo y la llevé hasta la entrada de emergencia, un lugar retirado. Traté de calmarla, por fin habló.

—Asquerosa —llegó a decir, un angustioso llanto no la dejó continuar.

Yo repasé los acontecimientos de esa noche, había despedido a mi prima, mi padre había quedado relajado y durmiendo cuando me fui para las butacas, después caí dormido, no supe qué más pasó hasta la mañana siguiente, el cuerpo del viejo todavía estaba caliente cuando lo toqué. Entendí que para mi hermana había sido demasiado, traté de calmarla, le dije que iría a hablar con el director para ver qué había pasado. En eso llegó mi sobrino, le pedí que se hiciera cargo de su madre, la subió a su auto y se la llevó.

La espera fue larga. Enfermeras entraban y salían del despacho del director de la clínica, salió el médico de turno de aquella noche, luego un camillero, finalmente María Luisa con lágrimas en los ojos, me dispuse a asistirla, pero ella escondió la cara y se escabulló por una puerta lateral de la sala de espera. Finalmente me hicieron pasar.

— ¿Usted es el hijo de don Oreste Randizzi?

—Sí —le contesté sin emoción.

Era yo el que venía a pedir explicaciones, pero él se me había adelantado.

—Permítame una explicación de todo esto que ha pasado, desde ya le pido mil disculpas. Este es un caso atípico dentro de esta institución, en los ocho años que llevo como director del sanatorio, le digo más, en los años de mi profesión que son muchos, nunca me había pasado algo así. Tomó aire como quien toma coraje, como quien le da una larga pitada a un puro.

—Acabo de tener una conversación con esta chica, María Luisa, la enfermera que atendía a su padre el día de su deceso. Usted la conoce. Ahora ha quedado todo aclarado, por lo pronto la sumarié, luego el directorio habrá de decidir qué hacer con ella. Los hechos son los siguientes.

»Resulta que esa noche, la hija del señor Covacevich, la mujer que acompañaba al hombre vecino a su padre, se retiró por un momento de la habitación para ir al baño. Resulta que esta mujer al volver del baño encuentra la puerta semiabierta, la habitación en penumbras… Usted la vio, verdad, es una mujer muy humilde, retraída, escuchó susurros del otro lado de la habitación, pensó que hablaban, pero no eran palabras, más bien eran gemidos, según dijo la mujer— hizo una pausa, luego tragó y siguió—. Mire, me vino a ver, en realidad vio al médico de guardia, se quejó, ella dijo que a su padre lo estaban manoseando. Usted me entiende.

Yo estaba estupefacto. No atiné a nada salvo seguir escuchando. Toda la situación era absurda

—Interrogué a la enfermera, María Luisa Gálvez, la acusación recaía sobre ella. Me confirmó los hechos, me contó que cuando fue a higienizar a su padre éste tuvo una erección y que ella bromeó al respecto. Usted sabrá que esto suele suceder… El caso es que su padre le insistió varias veces con que lo tocara un poco, usted me entiende, y ella accedió.

— ¿Accedió? ¿Cómo que accedió?

El director se revolvió un poco en su asiento.

—Me explicó que se le ocurrió que de esa forma lo podía aliviar, eso, utilizó la palabra aliviar.

Me quedé en silencio. El director continuó hablando:

—Si usted me pregunta si esto tuvo que ver con la muerte de su padre, yo le podría responder que no y le estaría mintiendo, también si le dijera que sí, arriesgaría un diagnóstico médico que científicamente no podría respaldar. Lo único que le puedo decir es que esta mujer está suspendida y lo más probable es que se la eche.

—No, yo… eso no será necesario.

—Es un comportamiento del todo inapropiado…

—No lo creo necesario —respondí con firmeza, me levanté de la silla y me fui.

Salí de ese cuarto con una insoportable sensación de agobio, pero no por lo que podría haber hecho María Luisa, sino por aquél médico, su soberbia, sus paredes recubiertas de títulos inútiles…

Cuando retomé por avenida Rondeau para ir a buscar mi auto recordé. Traté de recordar a mi padre, cómo había sido en vida, su picardía, su anticuada seducción de tanguero trasnochado, y sonreí. Todavía me quedaba explicarle todo esto a mi hermana y a mi familia, tarea que no sería fácil. Pero ya no me importaba: de pronto comprendí su rostro, María Luisa, su corto velorio, su cara sonriente de muerto feliz.

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