El silencio de una madrugada, el aullido sordo de la ausencia siempre extraña y acosadora que se enaltece por las calles cuando nadie las transita; el sopor, el tedio y la inquietud intransigente impulsan un movimiento, una búsqueda de la calma, una atención sobre la excitación que espere domarla, amansar sus arrestos, volverla levemente amigable. Eso es un segundo y entonces, madura una pregunta.
Pequeñas reflexiones sucedidas en las noches de lluvia e insomnio. Esas noches húmedas y desérticas, en las que no sé bien por qué, se gestan sensaciones de pequeñez y desesperación que son menester sosegar.
La pregunta, en tanto duro acontecimiento imposible de ignorar, posee una fuerza de ruptura mucho más potente que la ilusión de respuesta. La sabiduría quizás radique en la apertura, en lo infinito, lo inalcanzable: el amor por aquello que no se puede tener. Frente a la revelación de la Verdad, que amansa y estructura linealmente el devenir, irrumpe con la potencia de un tranvía el por qué, demoliendo así la caprichosa fantasía de réplica. La vehemencia transgresora es un modelo mejor que la falsa idea inmutable de lo real.
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El absurdo existencial origina en el hombre una herida profunda y oscura, incluso traumática, una herida colmada de tensiones, angustias, malestares, sensaciones de vacío que se vuelven insoportables; deben ser reducidas. La molecularidad presencial del cuerpo es ficcionada por la fantasía colectiva, ya sean procesos teleológicos o Dios. Se nos hace necesaria una lógica de sentido, de lo contrario seremos aplastados por el absurdo. «El misterio mayor no es que estemos lanzados al azar entre la profusión de la materia y las de los astros; es que, en nuestra prisión, sacamos de nosotros mismos imágenes lo suficientemente poderosas como para negar nuestra nada» (Blanchot: 2002). Quizás, como dice Kundera (1985), la nostalgia del paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre.
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El hombre se subyuga a las mismas estructuras que produce, no puede ir más allá de la trama institucional, abstraerse de lo social y elaborar «formas puras» como si fuese un meta-observador. El hombre no hace más que darle un sentido a lo absurdo, y dentro de esa ficción, formas de salvataje para no afrontar la situación de estar constituido por grupos de células que nacen y mueren sin ningún fin; los cuerpos se construyen. Cuerpos azarosos que devienen sin cesar; el absurdo escapa a lo pensable, a la lógica, a todo camino analizable, por ello es que se le teme tanto. El precio que se debe pagar por llegar a ser humano es el de soportar sobre la espalda el peso simbólico: el animal se enferma por toda una serie de cuestiones que le obligaron a tener. Ergo, ser humano significa ser animal enfermo por los síntomas de pertenecer a un conjunto, no existe el cuerpo puro a todo marco categórico, porque siempre se va a inscribir en lo colectivo. Sin embargo, día tras día los cuerpos se levantan y luchan por aquello que creen, por lo inalcanzable, por el sentido de querer ser que por más inútil que parezca, esa pasión, como diría Sartre, es la que los motiva a la expansión. Un ser ilusorio, como el horizonte –el cual se ve y al que nunca se llega –, va en busca de un algo que no se sabe bien qué es, pero que sirve de brújula. Y al momento de hallarlo, instantáneamente vuelve a dispersarse, volviendo fascinante y paradójica la existencia. Saber sobre la ficción de los cuerpos, creer en eso y seguir adelante por el porvenir de una nueva ilusión[1].
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Muchas veces se ha repetido que el hombre va en busca de la verdad, pero ¿hasta qué punto lo hace? Si la única certeza que tiene es la consciencia de su finitud y de su absurdo, la adorna con poéticas retóricas que minimizan los nerviosismos producidos por el conflicto del sin sentido. ¿Por qué genera tanto miedo lo que escapa a los parámetros del pensamiento? ¿Por qué el hombre necesita otorgar un sentido a la vida, ficcionándose a sí mismo para no afrontar la crudeza existencial? Pareciera que en vez de buscar la verdad, huye de ella lo más lejos posible, quizás porque la verdad en su versión más real lo desborda, lo invisibiliza, y abruma su orgullo metafísico e inquietante soberbia: ¡eres la medida de todas las cosas! El hombre es un animal caprichoso e infantil, que con su discurso inventará la totalidad del Ser.
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Pero el hombre es la medida de todas las cosas[2], únicamente en el mundo ficticio de vanas interpretaciones en el que se claustra. Motivado por el sentimiento sui generis, se separa cada vez más de la naturaleza y se aísla en su cogitatio. En el hombre lo natural es visto como un pecado, la animalidad debe ser negada, y en la medida en que se la rechaza, emerge el cuerpo histórico[3]. Devenido de la muerte del animal, el hombre irrumpe con su discurso e inventa explicaciones del mundo en el que se encuentra. Fuera del cascarón simbólico, el hombre no es más que un mero organismo situado en la inmensidad biológica del universo, eso lo sabe: de allí su dolor.
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Bibliografía
Blanchot, Maurice (2002). La Amistad. Madrid: Editora Nacional. Página 50.
Kundera, Milan (1985). La insoportable levedad del ser. Colección andanzas. Barcelona: Tusquets.
[1] Ver Freud (1927).
[2] Protágoras, en su texto Verdad o discursos demoledores, comienza diciendo: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son».
[3] Véase Kojeve, Alexander (2006) La idea de la muerte en Hegel. Buenos Aires: Leviatán.