“El sistema se ha recuperado de un error grave”, me advierte un cartel de Windows en el centro de la pantalla del monitor Samsung, segundos después de solicitar una máquina en el Ciber Multired. “No se ha podido iniciar la aplicación”, señala otro. Definitivamente, la hora, a 12 mangos, está a un precio que no se condice en absoluto con el servicio.
Está emplazado casi a mitad de cuadra, en calle Mitre 821, entre Córdoba y Rioja. En su interior contiene un quiosco (más parecido a un bazar por el amplio despliegue de mercadería) a un metro de la puerta, enfrentado a un desolado stand de venta de telefonía celular; más allá, al fondo, un Rapipago con altísima demanda: una cola de treinta personas, aproximadamente, espera ser atendida. A pesar del avance, se vuelve a nutrir, incansable, una y otra vez. Detrás de esa extensa y tediosa espera, veinte computadoras, dispuestas en boxes, se encuentran apostadas contra la pared que delimita el final del negocio. Están separadas entre sí por paneles azul Francia que impiden curiosear a los ocasionales vecinos inmediatos. Atrás mío, hacia la izquierda, está la salida de emergencia, vigilada desde la altura por una cámara de seguridad que registra cada movimiento en la zona más apartada del local. En el otro extremo, siete cabinas telefónicas invitan a llamar a algún pariente o amigo que esté por fuera del código de área de Rosario. Llamadas locales: 0,50 centavos el minuto; de larga distancia, depende cuán larga sea.
Delante de mí, parada de perfil, una veinteañera espera impaciente, aburrida, inquieta. Unos lentes de sol negros reposan sobre su rubia cabellera. Lleva puesto un jean clásico, buzo canguro negro con capucha violeta y zapatillas Converse. Tiene ojos verdes, acuosos, y la nariz colorada. De pronto, mira la cartera, la abre y saca un pañuelo descartable. Se suena la nariz y me mira. Un niño gordito, morocho, con campera de Newells me observa mientras yo contemplo la figura de la mujer al tiempo que tipeo. En el mismo momento en que intercambiamos miradas inquisitivas, nota que estoy haciendo algo en relación con la observación minuciosa de la dama. Le toca el hombro a la madre y le susurra algo al oído. La mujer me mira fijo, fría, con una expresión escrutadora, como si sospechara que estoy a punto de cometer un asalto a mano armada.
-¿Le debo algo, señora? –le pregunto, antipático, y la atención de la cola se dirige hacia mi semblante, que apenas llega a divisarse por encima del monitor que, con el resplandor de la pantalla, me deja al descubierto.
-¿Qué decís, pibe? –responde sorprendida y acongojada.
-Me está mirando fijo hace cinco minutos –lanzo, intuyendo la réplica que se avecina.
En un arresto de ternura maternal, la mujer presiona al nene contra su vientre, como si de esa manera pudiera exprimir la tensión generada por un acto de caradurez de alguien que no vio en su vida. No contesta y aprovecha el avance de la cola para evadir la discusión. Blanco transitorio de todas las miradas, me dispongo a batirme en retirada. La señora, en apariencia, me hizo quedar como un paranoico, mal parado; o, en este caso, mal sentado.