Otros confiaban ver una manifestación ultraterrena en la obstinación del hombre, en el vigor encarnizado de aquel varón brutal que se avisó en su tiempo y –como era debido– inauguró caminos. Su terquedad celestial era parte de una misión asumida, en la que ellos profetizaron. Su exilio sería, entonces, momento crucial (como todos) del delicado plan que con sus pies caminaba y con su voz inopinada decía.
Lo cierto es que una extraña epidemia atormentó al pueblo. Fue en el invierno del ’83. Tal vez antes; o quizás los calendarios fallen y la fecha sea –también– hoy. La contundencia de los hechos, de todos modos, le resta importancia a la ingenuidad de la cronología. El aluvión fue implacable. «De ahí el estupor de las almas más nobles», dijo Artemio, un poeta renombrado.
Con los años se entendió que los sucesos se complementaron como siguiendo una obediente organización, o que ninguno de los acontecimientos podría haber faltado, y que de cualquier otra manera ellos mismos serían prescindibles, como explicó Solá.
Sin embargo, lo cierto es que así como el rastro de la noche se evapora enseguida cuando arrecia el día, de esa forma la razón cundió entre esos hombres con una velocidad sobrenatural o demasiado natural. Uno a uno se convirtieron en sabios y prudentes, poseídos por ánimas portadoras de conocimientos inagotables y de fuentes lozanas y profundísimas, cargadas de ciénagas y de amplios vergeles por donde correr y distraerse, por donde fluir como en cualquier encantamiento; fue carcomiendo todos los ámbitos y adueñándose de todos los hombres. «Fue el espanto el que nos hizo, fue la furia y el terror que despertaron, fue su amenaza permanente la que nos llevó a ser quienes somos, a tener a la razón como portento, a defenderla y redimirla», decía una de las proclamas que habitaban los diarios de la época, cuando comenzaron a gestarse las primeras patrullas de hombres racionales e iniciaron sus rondas y recorridas, donde daban sermones de la luz del pensamiento y la distinción de los hombres que ven en las cosas la suerte del progreso, y también empezaban con sus saqueos, los secuestros y los asesinatos amparados en la noche desentendida, en el miedo embrutecedor que se desparramaba por las calles.
Cada uno curtió la fortaleza de su prestigio y se lanzó dadivoso a participar en el juego que se le proponía y a chocar la cornamenta con el impulso del macho cabrío. A todos los gobernó esa sugestión profunda de la razón y la máxima prudencia, que se extendió en sus manos como una plaga de contagio indetenible. «En sólo cuestión de días, la enfadosa estupidez fue desterrada casi por completo y muchos temieron que fuera para siempre», se constriñó un excelentísimo editor.
Aunque no parecían extrañarla, hinchados en sus novísimas y distinguidas sabidurías, soportaban en secreto los murmullos y el aturdimiento, y quizás, una absurda nostalgia que los vencía por ser denuncia de su irresoluble derrota. Más bien pronto, un halo de aflicción fue ganando el lugar, así rendidos, todos, a las exiguas y agotadoras responsabilidades de la inteligencia. Aislados en su cristalina pureza de categorías, sin terrores que asolen desde las periferias de ese núcleo macizo que los había imbuido. Todo los condujo a lo ordenado y a todo le impregnó cierta amargura y un mismo olor a encierro.
La chimentería y las lógicas de la especulación primaria (que tanto se habían facultado entre los saberes) cayeron en desuso: fueron, según cierta escuela, lo vergonzoso; y fueron el «silencio atronador» del que habló Spinelli, que también debió exiliarse, inhabilitado para andar esas calles pobladas de discusiones inoportunamente sesudas y reflexiones de impertinente trascendencia.
Nadie recordó el pasado de experiencias brutas y razonamientos desprevenidos; negaron, con ellos, el detenimiento del conocimiento humano y optaron por el justo uso de la razón; los vieron como una parte más de todo aquello que su evolución dejaba atrás, todas esas artesanías medianas, esas pruebas indecentes, esa era de improductividad en el hombre. Ahora todos eran dueños de una excepcional capacidad analítica y deambulaban hambrientos de debates, inventores de sus problemas, disponiendo el terreno y de lo que en él hubiera para organizarse en su saber de dominio absoluto.
La ciudad tomó –como era de venir– un sombrío tinte de solemnidad. Los preocupados hombres ya no gozaban de ningún momento para abandonar su tarea, todos en permanente generación del conocimiento puro, incentivados unos a otros a sojuzgar sus propios cerebros hasta alcanzar el magma primordial de la razón, y que ésta les detalle cómo hacer la práctica, poder escucharla como un pastor al borde de la montaña observa una luz y escucha la palabra que lo invita al sacrificio, y que ésta les detalle los secretos de la materia existente, que todo lo que haya caído sobre la tierra se le fuera revelado, les confesara cada uno de sus componentes mínimos e indispensables, como fueron, entre ellos, entrelazándose y fundiéndose en células mayores, que la lógica misma del crecimiento o el decrecimiento del universo –y con él, de todo lo que vive– les fuera explicada y sintetizada en una fórmula única, entonces sí, luego de ese acto de iluminación, ya iniciados en la feligresía, podrían sentirse medianamente satisfechos y poder gobernarlas a todas.
Los pobladores, como es evidente, andaban con el ceño corrugado, firmes en su cavilación artera sobre alguno de los grandes temas que se discutían en el momento. El más ínfimo ademán era considerado como parte de una elaboración teórica más compleja e inhallable; la más inocente mueca era advertida como un gesto de debilidad incuestionable; y aquel que insinuara alguna duda, por seguro sería arrinconado con interrogaciones de todo tipo. Cada paso era, por eso mismo, frugalmente analizado. La improvisación graciosa se diluyó, vencida por tediosas planificaciones y la insoportable tendencia a la repetición modélica de actos en busca de la perfección.
De lo poco que se ha rescatado en documentación fiable, se sabe que uno de los desvergonzados que aventuraba trayectorias impensadas e irrumpía en el espacio público sin una propuesta coherente en la sincronía de los pasos y en la coordinación eficiente de los recursos corporales, fue Camilo Trotta, que fue invitado al estrado en más de una oportunidad e interrogado cínicamente acerca de sus desviaciones, hasta que pudieron ponerlo a disposición de la provincia y fue trasladado a un penal alejado, capturado con alguna figura penal ligada al vandalismo y la resistencia a la autoridad.
La sepultura final de la «voluptuosa espontaneidad» fue celebrada con una gran ceremonia frente al palacio municipal. Por la época, la población se había reducido a la mitad, entre algunas familias que fueron expulsadas, otros que entraron en el Plan de Traslado que se acordó con el gobierno provincial y el centenar inicial de muertos en la Noche de la Salvajada, cuando con un acto iniciático y liberador, las patrullas civiles de hombres racionales –que habían avistado el fluir de los hechos y los podían nominar– irrumpieron en el caserío, arrancaron a los niños y los llevaron todos a un galpón prestado por una empresa suiza instalada en la ciudad. Fusilaron a ocho, antes de liberarlos. Con ese acto de crueldad ritual, lograron que las restantes familias indeseables fueran buscando refugio en pueblos vecinos. A partir de entonces, con la ciudad purgada, podrían ejercer libremente sus artes de la razón.
Fue así el derrumbe de la acción. Nadie había para llevar adelante la práctica: hasta la más pedestre actividad fue abandonada, despreocupados del sostenimiento del entorno, colgados en sus eternas verificaciones hasta alcanzar una técnica imposible.
Fue conocida la humillación a Loreto, un coplero que cantaba sobre un sentimiento profundo de la tierra y le dedicaba versos a las manos de los obreros y al fierro pesado del arado. Con los años (ya Loreto deportado) la proclama que un oficial del ejército escribió denostando al trovador fue declarada documento oficial y se enseñó en las escuelas primarias junto con los himnos y el juicio exquisito del dueño de un sillón que adivinó el camino de las garantías.
Detrás, la herrumbre terminó por colonizar cada uno de los comportamientos, ya previsibles y limitados, y por eso más prestos a la corrupción. Un hecho, con sus múltiples posibilidades, derivó en una serie de consecuencias definidas, reconocida su majestad ya en un tiempo inmemorial. Toda acción, por lo tanto, desencadenaba reacciones idénticas e infinitas. Nada había que suponga algo del misterio, todo en su encandilamiento.
Por fin asumieron lo inclaudicable de la disyuntiva y decidieron hablar de la escena manifiesta: una representación premeditada que siguiera un curso lógico de representaciones que no alteraran en nada su ascenso, que fueran una paz mecedora que se desdobla, una permanente elevación no pervertida por nada, porque no habría posibilidad de la incoherencia. En ésta, ellos eran actores, adminículos conscientes de una perfecta máquina de inteligencia, ejecutantes de una representación mínima, con procurados sentimientos y medidas sensaciones, escenas sobreactuadas, personajes encarnados con frustrada pretensión.
La estética, gracias a las aplicaciones de su fe en el diseño, se veló. Nada gustaba o dejaba de gustar, sino que era reñido con la rigurosidad de las normativas escritas con su celoso rigor científico. La ética, producto de la repetición, fue imposible de conceptualizar: se convirtió, al final, en una premisa narrativa.
La ausencia de voluntad y la predisposición de esquemas racionalmente elaborados, suprimió toda gratificación por fuera de los apuros de la lógica: ningún mortal contaba con criterios confiables para realizar alguna elección independiente, nadie quedaba exento del juicio inequívoco en el que todos creían. Todo era lo Uno (o lo calculado). Ya no hubo más fiestas ni celebraciones en donde se soltaran aflicciones o se expresaran indeliberadamente lascivos placeres. La fe en el vigor de las ideas no se superponía con la distracción del cuerpo anhelante. El placer mismo fue motivo de censura y sospecha, tan poco pasible de previsiones lógicas. Todo estaba controlado por los inescrupulosos censores de la razón, todo era una ecuación parcial de la máquina céntrica.
Con la falta de licencias, fueron desapareciendo las risas. No hubo oportunidad de reír (se sabe que la ironía de comprensión intelectual y la chanza aguda que despabila y regocija no activan las mismas terminales que la carcajada instintiva). Los últimos comediantes sublevados fueron duramente sancionados por las nuevas leyes racionalmente puras que los frugales Tribunales de la Prudencia habían sancionado. El pueblo se transformó en una gigantesca (y algo tenue) aldea de cerebros enardecidos.
Las circunstancias que escapaban al inflexible cetro de las tesis, deducciones y conclusiones, suscitaban una impaciente lobreguez. Esa insoportable parquedad puede haber enervado al hombre que redactó las líneas y fundó una tradición de la ausencia y, acaso, del destierro. Tal vez aquel huyó en busca de esos consuelos embriagantes, de la purísima cepa y del antro lúbrico. No somos dados a conocerlo, por lo que podemos suponer que nunca se fue y que aún permanece rondando en las calles del pueblo. Puede que sea, incluso, de los más ilustres y reconocidos entre ellos. Pero, en definitiva, los hombres prudentes decidieron olvidarlo y tendrán sus razones.