Cuentos | Luna de provincia de Santa Fe (Partes XIX, XX, XXI y XXII) - Por Andrés Calloni | Ilustración: Ramiro Pasch

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Capítulo 19

1967

El piano esforzado de la orquestra improvisaba cuando Barla se alejó de la plaza hacia la comisaría, caminando con paso acompasado. Mientras tanto, ¿qué sucedía con todo esto que se disgrega? Las nubes corrían, femeninas, en el cielo de ese negro abundante que nos despierta y del que nadie dice nada. En la radio, noticias hablaban de puentes y muertos. ¿Quién se ocupa de la belleza desapercibida en las trompetas solas y las plazas vacías? Aquí transcurre así: un policía de casi cuarenta años camina por una plaza de pueblo en los sesenta. Suena un tango y el policía cruza una plaza en un pueblo, cuyo nombre velado es multiplicidad de otros nombres. La vida ha demostrado ser, dentro tuyo (lector), más de una vez, una canción que cualquiera interpreta. Ahora este policía camina por la plaza y hay pinos, oscuros, impasibles, edificios de palomas. Y en ellos la noche es noche y eso, ya, es un montón. O la perdición inexacta que se llama poetizar la vida y bajo ese absurdo ampararse. A Juan Manuel Cerro lo rodearon con dos autos y  cinco personas. Estaba borracho y la pared sobre la que se apoyó, mientras lo agarraban, estaba húmeda como algo recién muerto. Se sacudió varias veces con esperada violencia. Otra violencia más precisa se ocupó de aplacarlo. Lo llevaron a la comisaría y en una celda sin rasgos disimiles lo guardaron. Barla hizo nada y luego se fue a su cuarto, unos pocos metros más atrás. Pensó en su regreso a la ciudad, en las esquinas inmodificables y el olor a café inherente de las mañanas. No podía dormir, aburrido. Cuando volvía del baño, cruzando el patio que lo separaba de su cuarto temporal, el cielo negro estaba con el color justo para ser llorado junto a una casa sola en un pueblo vacío. Pero no hubo una lágrima ni una aproximación a algún tipo de nostalgia. Sólo la noche y el tiempo que no se ocupa de nada más que de sí mismo.

Capítulo 20

1967

Se presentó y le pasó una jarra con agua por entre los barrotes de un negro despintado. Era domingo  y la comisaría estaba en silencio. El nuevo preso recién despertaba, su cara guardaba una sola expresión seria, inalterable. El policía miraba para afuera, apoyándose en la pared. Desde el pasillo por el cual se entraba a la única celda del lugar podían verse, a través de los vidrios de la puerta, un pedazo del camino de tierra y luego, más allá,  los verdes cercanos superponiéndose a innumerables otros, lejanos.

–Está hasta las bolas Cerro, a la tarde el comisario le va a tomar testimonio. Lo mejor que puede hacer es confesar todo. Acá están haciendo fila para cagarlo a palos. Confiese y listo. En una semana está en la cárcel de Zeballos, solamente le pegaran un poco en el viaje–. Lo decía con calma, sin mirarlo. Detrás de los barrotes, sentado en el colchón viejo, el Negro callaba. Barla se acercó a los barrotes y su tono de voz cambió lentamente, mientras hablaba se hacía más intimo, más suave. –Sos medio boludo vos, ¿no? Te pones en pedo y andas por ahí como si nada. Pensé que iba a ser más difícil agarrarte. Conozco unas mierdas de allá que se la van a pasar muy bien con vos con esos cargos con los que entras. No va a ser muy diferente a como te gusta a vos, una mujer indefensa, con miedo, en una pieza. A no ser que te defiendas un poquito, ahí te va a doler más–. Lo miró esperando una palabra, un quiebre, una excusa o un perdón. Pero nada. Se alejó hacia adentro de la comisaría y volvió con una llave en la mano. El negro lo miró con un poco de sorpresa cuando abrió la puerta de la celda.

–El primero de la fila soy yo–, dijo Barla mientras su mano bajaba dura, certera, sobre su cara. Una, dos, tres veces. No hubo respuesta alguna, sólo se sentó contra la pared. –Empezá por Estela Cinzas, el año pasado, dale, habla–. El Negro no llegó a sonreír, pero su boca se estiró para que sus labios parezcan una herida que se abría sola:

–No sabes cómo le gustó.

Ilustración: Ramiro Pasch

Capítulo 23

1967

Juan Manuel Cerro confesó tres asesinatos. La declaración no duró más de una hora: tenía poco para decir. En un pueblo de la provincia de Córdoba narró, pobremente, matar una prostituta ahorcándola. Luego contó cómo le aplasto con una mesita la cabeza a la señora Estela Cinzas de Berni. De Ana Rosa Pacheco no dijo nada, sólo se limito a gruñir silenciosamente a las preguntas que el comisario le hacía con exagerado rencor. Cuando le preguntaron el por qué, se limitó a decir, con una mirada desafiante, «Porque tengo huevos». Llevaba una camisa azul gris, gastada, abierta hasta el comienzo del pecho y miraba hacia abajo. Cada tanto, sin ímpetu alguno, con una distraída curiosidad, sus ojos medían al detective Barla que fumaba sentado en un rincón, entreteniéndose con  un hilo salido de su media gris. Luego lo llevaron a su celda donde pasó una noche tranquila, usual. El pueblo repitió, como siempre, su rutina de grillos celosos y estrellas distantes. Barla se emborrachó con vino y reafirmó esa condición, con la madrugada encima, solo y con ginebra, en la última noche de su cuarto temporal. Soñó cómo a una prima olvidada de la infancia se le acomodaba, rebelde y solitario, un mechón de cabello detrás de la oreja.

A las siete de la mañana él y otro policía metían al asesino ya confeso en el auto negro y sucio. Salieron del pueblo por la  calle principal y las señoras miraban las ventanillas con incontrolable fascinación, mientras barrían las veredas ya limpias. Barla condujo pisando de más el acelerador, con ansiedad, hacia el norte. A poco más de medio camino pincharon una goma que los dos policías cambiaron con calma y calor. Alrededor los campos exponían sus árboles lejanos y sus verdes pujantes. Nadie dijo una palabra en lo que duró el viaje.  Acaso estuviesen muy ocupados, como todos, sintiendo cómo se van gastando cosas sin nombre en las manos vacías o en los pensamientos inútiles. Adelante, haciéndose cada vez más grande, la ciudad parecía un lugar donde desaparecer.

 

Capítulo 24

1967

Ana Rosa Pacheco fue, para muchos hombres, una tierna ilusión. Su belleza era esquiva: se escondía en sí misma con distracciones creadas con ese mismo propósito. La seducción innata que despedía se movía en ese terreno que media entre la percepción del mundo y el placer que éste es capaz de proveer. Y lo hacía con exquisita consciencia y una oscura e insinuante inocencia. Creció con su hermana más grande y su madre en una casa pequeña en el mismo pueblo donde murió. Algunos veranos, las tres iban a visitar parientes confusos en otros pueblos olvidados, donde los ladrillos parecían vivir para siempre reforzados con los musgos frescos de lo que ya es viejo. Siempre la humedad, en su piel, en las paredes, en las lágrimas que dos o tres veces por semana dejaba ir sin demasiado drama. Con los años se acostumbró a ese, su carácter melancólico; le gustaban mucho las noches grandes en que el cielo se abre en procesión de quietud. También el silencio, pero, en plena contradicción, le temía, con horror desesperante, a la soledad. Desde la adolescencia, detrás de los ojos grandes marcados por la codicia de los hombres, frente al espejo, podía ver otra Ana Rosa y ese reflejo culpaba a esa misma belleza de la soledad, de las largas tardes en cuartos pequeños con la radio encendida y el corazón pisoteado por angustias cercanas e inexplicables. Cuando se subía a su bicicleta gris y, en esa hora cuando la luz ya no es luz sino graduaciones del misterio, daba vueltas por las calles con expresión cabizbaja y los cabellos que en raya al medio le cubrían, en dos mechones negros y concisos, los ojos desconfiados de fiera tranquila; sabía crecer la envidia y el deseo del cual era objeto, en ese momento una mueca mínima aparecía en las comisuras de los labio breves, una sonrisa que se parecía a la que surgía cuando daba vuelta su cuerpo y  con un esfuerzo retorcido podía ver su cabello largo casi tocar su cintura, con un orgullo que no le pertenecía sino en calidad de ejemplar de especie. También le gustaba el café un poco frío, y esas tardes de pocas nubes en las que el silencio da a entender cómo es posible la existencia de la música.
Tenía 29 años y estaba en pleno orgasmo hiriente cuando un cuchillo entró en su garganta, profundo y quizás deseado. La sangre ocupó el piso de baldosas y las sabanas blancas, con lentitud. Afuera eran la luna y la noche; adentro, el placer, la humedad, lo efímero. Y acaso, el fin de una soledad.


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