A contramano del tiempo, que avanza inexorablemente, el artífice de las imágenes que adornaron las disquerías durante más de dos décadas, detiene las agujas – casi sin arrebatos – para retroceder en la historia y desnudar algunos de los secretos que se esconden detrás de cada creación. Hay algo que está empezando a asustarnos, no sabemos de qué se trata y tampoco buscamos averiguarlo.
Un par de lentes que emulan a Lennon y esconden el semblante de un amigo me reciben en el asiento trasero de un taxi. La mañana, atrapada en la incertidumbre que el clima rosarino prepara para nosotros, se anuncia cálida mientras resuena, de lejos, la frase con la que mi vieja pintó mi infancia: llevate un abrigo, no seas boludín, te vas a acordar de mí. Una matera, un bolso con revistas y libros, la tablet y un pullover cuelgan de mis hombros. Pobrecitos ellos, recién despiertos y con tanto laburo. El tachero acelera mientras soportamos a Novaresio en la radio, a quien imagino rascándose la barbilla luego de cada vómito de moralinas. Por suerte llegamos antes de que finalice la editorial matutina acerca de las elecciones y los resultados con horizonte republicanos.
Apenas bajamos del auto, un chaleco amarillo, al que lo completan dos brazos llenos de tatuajes, y un moño, que resume toda la impronta del pop art, nos advierten que vamos por el camino correcto. Detrás de esos colores aparece Moli Mun, que con lentes de marco negro, tazas que traen piernas y calzones bajos, roba la atención del espacio de feriantes del Rosario Desing. Su revista Femme Fetal, prima hermana de la nuestra, pinta un rosa chicle al que lo antecede un cartel que la describe como una publicación «antiminitah». Nosotros, en cambio, volvimos a olvidar el mantel, así que diseñamos – ¡en una feria de diseño! – un orden estratégico de lo que hemos traído, para disimular, sin precisión, el blanco sucio de nuestra mesa, mientras rogamos que haya lugar donde cargar el termo.
Los diseñadores van a dominar el mundo
Detrás de una puerta doble se esconde una sala de la que se oye el himno nacional, aplausos y algún que otro chiflido. En instantes va a hablar el padre de la estética rockera que se comió las cabezas de la pendejada que asomó las narices a la adolescencia en los primeros años de luz después de la última dictadura. Ahí está, frente a nosotros, en un escritorio improvisado, con una botella de agua, un micrófono, la pantalla gigante como escolta, su gorra de visera corta y el bigote inconfundible.
Lo habíamos escuchado otras veces, siempre por radio o televisión, tirando postas y dando en el clavo, pero nunca en vivo. Rocambole habla y hasta las moscas se quedan quietas esperando alguna anécdota ricotera que sostenga (o destroce) toda la energía que se siente en el aire. Imágenes, como relámpagos, desfilan sobre el escenario y mientras recorremos la historia del arte y la música en Argentina, sólo pienso en los álbumes de Patricio Rey.
Recuerdo cuando tuve Gulp en mis manos, fue a principios del 2004, yo sumaba apenas trece veranos y el disco ya cargaba con diecinueve. Era una copia mala que intentaba mantener, con la brutalidad de una impresora a chorro vieja, la tapa del primer trabajo de la banda, con esa tipografía que parecen mocos tirados sobre cartulina que brillan en la oscuridad. El saxo de Willy Crook, que sobreviviría hasta Oktubre, me obligaba a adelantar la reproducción hasta la canción diez, del infierno y su encanto, e imitar la voz del Indio con un desodorante como micrófono.
«La escuela no alienta a las expresiones artísticas»
Ricardo Cohen destroza, desde la espalda que su trayectoria levanta, los mitos que envuelven al misterio de la inspiración del artista y nos amenaza, sin pestañear, diciendo que en esta sociedad de pantallas e internet, serán los diseñadores los que conquistarán el planeta.
Atenta también contra contra la educación formal y nos cuenta que el ser humano tiene, entre las primeras tres actividades propias de la especie, aprender a caminar, a pronunciar palabras y a dibujar. La mayoría de los niños, nos cuenta Rocambole, toman un lápiz y sobre el papel comienzan a hacer sus primeros trazos en una inocente imitación de lo que ven. Llegando a los cinco, seis años, casi todos esos ilustradores en potencia abandonan los dibujos en cuadernos que reabrirán mucho tiempo más tarde, para reencontrarse con los recuerdos del jardín.
«Si un niño no sabe hablar, y ya tiene siete años, la docente llama a los padres para que vean a un profesional porque el pequeño sufre algún tipo de dislexia. Pero nadie llama a nadie si el pibe lo que no puede hacer es dibujar», denuncia Cohen y agrega: «Los que sobreviven pintando, después de ese quiebre, casi siempre devienen artistas».
Yo, que nunca supe dibujar un carajo y hacía las cabezas de los monigotes, que simulaban ser mi familia, rodeando con el lápiz la tapa de la boligoma, encuentro en mi maestra de plástica de segundo grado la culpa de mi fracaso como ilustrador. «Está bien, está bien», me decía. Ahora todo tiene sentido.
Sobrio no te puedo ni hablar
Para diseñar el quinto álbum de los Redondos arrancó por lo básico, un plato de sopa con una mosca revoloteando sobre él. A partir de esa primer expresión, ciertamente elemental, comenzaba el laburo del artista, potenciado por el concepto que la obra musical traía en su vientre.
Una mañana de 1991 buscó en su «fuente de inspiración directa», alguna referencia que pueda aportar sobre el dibujo. Entre las páginas del diario, una noticia que tenía a Norma Plá como protagonista –a Cavallo lo tiene que matar– contaba sobre una movilización de jubilados que reclamaban por el pago atrasado de sus haberes. En la manifestación los pobres viejos armaron una carpa para poder quedarse los días necesarios que lleve la protesta y entre las fotos había una olla popular, de la que una señora servía el morfi para los presentes.
Por ese entonces, la revista Cerdos y Peces, comandada por Enrique Symns –miembro de la primera camada ricotera– sufría los altibajos del mundo que la alimentaba y, sirviéndose de ello, Rocambole la sitúa en la tapa del disco en una figura evidente, pero perfecta. Debajo, un cuerpo, encorvado por el tiempo y la injusticia, escapa con su almuerzo,acompañado de un felino disecado. La nota siguiente, que también hablaba sobre la protesta de los jubilados, era mucho más sensacionalista y los mostraba comiendo gatos, sobreviviendo al hambre que las políticas neoliberales repartieron.
«El gato ese es de verdad», nos grita Rocambole. Porque la obra, que iba a ser una pintura, se convirtió, tras los disparos del matutino, en una puesta en escena de una época salpicada con los atrevimientos de un artista contracultural. Tiempo antes, mucho antes de empezar a armar la tapa, una gotera jodía en el taller de trabajo. Removiendo las chapas del techo para solucionar la filtración encontró un gato petrificado, absolutamente seco. «Para algo me va a servir, pensé y lo guardé en un cajón».
Las reglas también están, sobre todo, para romperlas desde la imaginación. Rocambole es eso, un tipo que atentó contra lo establecido proponiendo un nuevo código en el lenguaje que usamos todos los días. En las mochilas, los muros, las banderas, los cuadros y hasta en las pieles, puede verse la mano de una figura que arranca sin soltar, la cadena que lo apresa, en un grito desgarrador de libertad. Un símbolo ricotero, que hizo carne la lucha contra las miserias que no nos permiten arremolinar.
Pasta de campeón
Las palmas se encuentran varias veces para celebrar la charla. Encendieron las luces y volvemos a ser los que llegamos en taxi rogando encontrar agua caliente. Otra vez en el stand, los transeúntes del mundo del diseño rosarino nos miran con desconfianza, pero las ilustraciones de nuestra revista nos salvan la ropa.
Estamos atrapados entre sujetos que saben de relieves, maquetación y gramajes, rogando que sólo nos pregunten de literatura, pero no porque sepamos responder, sino porque podemos mentirles mejor. Moli saluda nuestro regreso y en una jugada maradoniana le regala a Rocambole algunos números de esto que nos encanta hacer. «Sacate una foto, así me creen».
El día está hecho y apenas son las once y media de la mañana. La jornada sigue, pero nosotros ya podemos irnos en paz.
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