Cuentos | Un poco de crema - Por Marilina Negri | Ilustra: Maite pp

En esos días había leído por ahí que lo único que quedaba era tener la casa limpia para cuando se esperan visitas. Algo así como estar moviéndose por puro movimiento y sin tener a dónde ir. Y no sentirse cómodo en ningún lado. Bueno, como sea. En eso estaba: limpiando mi casa, porque quizás Caso Aparte pasaría a tomar algo. Lo había dejado en la incerteza. Y yo ahora limpio, por las dudas. Es gracioso. La vez anterior le había dicho que era un obsesivo de la limpieza y él sintió que estaba siendo mentiroso, que estaba engañando a Caso. Porque en realidad, no. En realidad, sólo limpia si espera visitas. Y limpio de un modo frenético cuando espero visitas. La casa me termina quedando como esos departamentos a estrenar, como si no viviera nadie, como si yo mismo me contuviera de tocar algo en mi propia casa. Lo único que suele conservar su desaliño es la biblioteca. Los libros laten de no ser leídos. Son los únicos con algo de vida por acá. La cuestión es que de una de las ollas que estaba lavando subía cierto olor a podrido y se le ocurrió pasarle la crema, que llamaremos mágica.

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Estaba en la reputísima espera. No, ningún embarazo. Más bien estaba esperando precisamente alguna ocasión de riesgo siquiera. Parecía tan sencillo. Iría. No le haría ninguna declaración. Apenas se deslizaría detrás de él para buscar algo y le pasaría la mano suave por la nuca. Una vez no basta. Hay que insistir cuando se emplea tanta sutileza. Repetiría la maniobra del roce durante alguna otra excusa. Con Caso no había chance. Podía pasarse la noche entera depositando manitos tibias sin que él saliera de su rigidez. A veces parecía que lo paralizaba con el tacto, que lo congelaba. Y hasta ahí: lamento que éste no vaya a ser más que otro relato sobre sexo sin sexo. Pero no pensaba en nada más. Sí, una simple manito mágica, Caso, y que te dejaras alcanzar.

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Un mes atrás, su hermano había alquilado el departamento del abuelo muerto a un amigo suyo. La familia del amigo, por pena quizás o por negligencia, había dejado en el departamento varias de las pertenencias del abuelo. Más bien, no habían intervenido salvo para llevarse algunas cosas. Entonces, había que ayudar a mi hermano a mudarse. Había que ayudarlo con eso, dijo él. Y eso, fue lo más parecido a un capítulo de Six Feet Under que me pasó en la vida. El departamento era lindo, pero se venía abajo de mugre y plantas y muebles y cuadros y cortinas y corbatas color rosa. Eran todas rosadas las corbatas y había media docena. Uno y otro factor le hicieron suponer que el abuelo era evangelista. Y se lo imaginó también de piel bronceada y siempre brillante. La mudanza se hizo un domingo. Cuando llegó a las diez de la mañana, ya estaba su madre bastante avanzada en la limpieza del baño, como una alcohólica de la limpieza. Que tampoco era. Cuando lo vio, lo saludó y le dijo, con el entrevero que corresponde a la lengua oral, qué facha y encontré una crema de limpieza entre las cosas de Roque que es mágica: sacó el óxido del inodoro enseguida, no tuve que hacer esfuerzo. De todas formas, era un quilombo esa casa. No me puedo olvidar de las corbatas, de la tela pegajosa. Recuerdo que pensaba: ay, Roque, Roque, hay que morirse más organizado.

Ilustración: Maite pp

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Quizás debería empezar con una declaración como quiero revolcarme con vos. Y debería seguir como una canción de Babasónicos. Con sus pum pum y su sicodelia. Y sus guirnalditas y bombachitas de encaje rosa. Debería mostrar una piel tersa, adolescente, controversial. Un viejo flaco, canoso, con rulos, cara de loco, acariciando la piel de un brazo, toda la longitud del brazo moreno, con pelitos rubios erizados. Cigarrillos, cocaína, un vaso de whisky con hielo. En una mesa, absolutamente descolocado pero igual de necesario, un libro de Askildsen. La sobriedad al lado del cenicero. Imprescindible una pandereta. Gaviotas amarillas en la tersura circular de la pandereta. Qué más. Una voz nasal. Labios carnosos. Un pendejito rubio con gesto de recién abandonado. Veinte años, apróx. Flores de lis. Rubíes. Talismanes. Muchas veces el adjetivo irresistible. Una iluminación amarillenta que no llegue a sepia. Luces de boliche. Un boliche. Depende la época, podría ser el Dixon. Descontrol en el baño. Una piba de quince abriendo un papelito de merca, porque la fiesta, digamos la verdad, está aburrida. Los guardias con sus auriculares bluetooth. Hugo Lobo charlando por ahí con el público. Skay Beilinson y sus tres o cuatro tics de rockero inalienables. El saxofonista de tus sueños. Tu amiga más obediente. Algunos ojos celestes. Muchos ojos castaños. Y depende la época, tantas camisas a cuadros y tantos fernets derramados al mismo tiempo. Debería empezar por ahí. Y depende la época, debería empezar por decir que lo único que nos queda es tener la casa limpia, porque somos pobres, pero tenemos dignidad y no mandamos a los chicos a la escuela sin plancharles el guardapolvo. Acá suena qué pasó, amorcito, qué pasó. Y la canta un melenudo que va borracho por la calle. Pero bueno, subrayemos: depende de la época. Por ahí estamos en otra en la que parece que tenemos todo bajo control. Que todos tienen todo bajo control, que todos saben lo que quieren. Y ya aparentemente es otro boliche y somos todos más hermosos. La banda toca no culpes a la noche, no culpes a la playa. Y yo no puedo creer, no tengo idea de qué hago acá, pero lo cierto es que me están echando.

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Estaba atento a la mirada de los demás. Se sentía Colin Farrell bailando solo. Era insufrible no poder detectar lo que pensaban. Decidió preguntar uno por uno, qué opinan. Recolectó como papeles en el bosque las críticas a su existencia. No entendía cómo podían ser tantas. Notó que podría acumularlas indefinidamente y que aún así nunca iba a poder armar un mosaico con todas ellas. El último que opinó le dijo: no sé, no tengo idea. No pudo más que mirarlo con recelo. Ese era Caso.

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La cuestión es que de la olla subía olor a podrido. La olla de teflón. Por tanto tiempo sin lavarse, está claro. Y se le ocurre pasarle la crema del muerto, que por cierto le robó a su hermano, junto con la estufa eléctrica, aquel domingo de la mudanza. Y se entusiasma, pero es difícil pasarle crema a una olla. Digamos que, la crema es mágica, pero de difícil aplicación. Como todo en la vida. Así que insiste, con paciencia, con un trapito mojado, y va cambiando el olor a podrido por olor a podrido humectante y después la gira, unta otro poco de crema verde, que recuerda a la palta, pero que huele a spa, y le pasa y la crema va abrasando la base de la olla de teflón, que últimamente lo único que tiene de esplendorosa es la procedencia, la marca y el material, porque cocinar, lo único que se cocina allí son fideos. Digamos que lo único que se cocina en general, son fideos. La vez pasada, que ni eso tenía, se le ocurrió hacer una tortilla de arvejas. Y como no quería gastar toda la lata en una sola comida para una sola persona, porque le parecía un derroche, guardó un tercio del contenido. Mezclé los dos tercios que quedaron de la lata de arvejas con el huevo que previamente había roto, batido y salado, y volqué la preparación en la sartén, otra de sus esplendorosas piezas de teflón. Al final, era mucho huevo y se tuvo que poner con toda rapidez a separar arvejas para que quedara un poco más esparcida la mezcla y se pareciera a una tortilla, o en este caso, a una feta de tortilla. Mientras hacía eso, les contó a sus nietos que era una época dura, que había que separar las arvejas. Separar arvejas para que pareciera una tortilla. Como limpiar la casa para que parezca una casa limpia. Pienso ahora, mientras froto la olla con el trapo y la crema del muerto: nadie conoce mi casa tal cual es. Vos tampoco. Vos pensás que soy un obsesivo de la limpieza. Si como estoy yo, estuvieras vos, Caso, parado acá frente a la bacha, no sabrías distinguir si el olor que sube viene desde el cesto de basura o desde la pileta con la pila de platos sucios. No lo sabrías con certeza. Yo tampoco lo sé. Pero se te ocurriría, porque sos inteligente y pícaro, que al final no sólo los libros tienen algo de vida por acá. Que lo que falta es actividad vital. En el medio de todo este discurrir, me puse primero a tomar notas mentales y después ya dejé la olla y me vine a escribirte para no olvidarme. Iba adivinando que él no iba a aparecer. Y que tal vez sería el hambre de Caso lo que me hizo escritor.

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Después de tantas horas, se torna difícil no pensar en el ruido. El teléfono no sonó ni me dejó llamar a la guardia urbana. Clausuran bares por ruidos quizás inferiores a éste y yo soy incapaz de comunicarme o ellos son incapaces de no desconectar el teléfono. Se me ocurre que antes de que se me terminen los cigarrillos podría calzarme las botas de lluvia, un abrigo, bajar, salir a la calle, buscar una baldosa floja y tirarla contra un vidrio. Más específicamente contra el vidrio de lo que sea, auto, casa o local cuya alarma suena hace seis horas. Son las tres y media de la mañana. Yo no tengo nada. Nunca tuve y probablemente nunca vaya a tener nada. Tampoco puedo querer tener nada. Pero si lo tuviera y tuviera que ponerle un sistema de alarmas a ese algo para que no me lo roben, supongo que preferiría ser Pessoa.

Ilustración: Maite pp

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Pasó un rato largo. Caso no aseguró que fuera a venir. Y no viniste. Dejé la casa a medio arreglar, a medio limpiar, si hasta interrumpí un momento para ir al baño y vi la botella de vinagre ahí, diciendo tanto, diciendo tanto de mí y de mi actividad vital en ese baño. Nadie conoce mi casa tal cual es. Te esperaba, Casito. Mañana no me vas a explicar nada y te vas a volver un desconocido, que es lo único que, después de todo, Caso sabía ser. Si un día me muero de repente, otra que Six Feet Under se van a llevar los que me vengan a sacar de acá. A veces le hablaba al miedo. Le decía: ésta es mi vida. Y recién ahí se calma, porque piensa que se va a morir de viejito. Y para eso falta mucho. Sí, con todo desordenado.


[Texto e ilustración publicados en nuestra octava revista]


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