Cuentos | En la sangre - Por Joaquín Yañez | Ilustración: Piter Brown

La materia viva tiene peso y cotización. Los que la sacan, cobran honorarios. La manipulan, la tratan. Circula, como todo debe circular. Depende su tamaño, su color, sus rasgos, fineza o grosería, raíz promisoria o callo hediondo. Ahí donde hay una necesidad, finalmente habrá un comercio. Algo se intercambia y después se potencia. La vida siempre crece y la memoria puede configurarse, se instala el software, se reniega del pasado humano y de la materia viva. 


Salí para el laburo temprano y bastante perseguida. Antes me acompañaba el Oski, pero ahora ando sola, y el miedo nunca es sonso, dicen.

Este barrio cambió mucho últimamente. Cuando me gané la casita, vivía gente decente. Yo recién había parido al Agustín y estaba sola, pero ni ahí que tenía miedo. Ahora se comenta que las pibas venden a los críos… Los hacen pasar por muertos, creo. No hay excusa para semejante cosa. Yo, hasta conocer al Oski, estuve siempre sola con mi hijo. Y después otra vez, porque él se fue
cuando le dije que habíamos encargado la segunda nena. Así y todo no me la saqué, ni la vendería. Ni loca.

En la esquina me crucé con unos amigos de Agustín que venían de caravana. Él no estaba con ellos de casualidad. Hay una noche de la semana que se queda en casa y justo fue esa. El resto del tiempo está ahí. Me quedé más tranquila. Los pibes me respetan.

Agustín venía muy zarpado por esos días. Me hacía acordar a su padre, Roque, un amigo de mi viejo que cuando le dije que estaba embarazada, primero me trató de mentirosa, después me cagó a palos, y al final se borró. Éste es igual de manipulador y mentiroso, lo lleva adentro, en la sangre. Una vez, llegué y me había vendido todas las sillas plásticas del patio, después apareció con el cuento de que estuvo ayudando a un amigo que necesitaba operar a la madre. «No me quedó otra que venderlas, mamá», dijo.

Autor: Piter Brown

Apenas entré al polirubro, casi que le meto un beso al aire acondicionado. Saludé así nomás a las otras chicas y fui hasta el dispenser de agua, tenía la boca reseca. A medida que se vaciaba, el bidón largaba esas super burbujas que hacen pensar en pulpos gigantes, o cosas así. Me pareció una mala señal, quedé preocupada. En realidad, ya andaba preocupada de antes. Por Agustín, que se hacía el buen hermano, y a mí me parecía igual a cuando Roque se ponía cariñoso antes de mandarse una cagada.

A la tarde se me rompió una maceta, sin querer, y me largué a llorar. Una de las chicas llamó  a la encargada. Ya sé que no es para tanto –le dije para que no me consuele–. Tengo un quilombo en casa. Debe ser eso. Como sabe que las nenas son chiquitas (Aylén tiene cinco meses, apenas) y que Agustín no me ayuda, dijo: Acá se viene a trabajar, no a sufrir. Y me mandó de vuelta.

Desde que Oscar se fue, Elsa me hace el favor de cuidarme a las nenas. De onda, porque está jubilada y estas dos ni se sienten. Cuando volví, encontré a la vieja durmiendo sentada delante de la tele. No quise despertarla, pasé derecho a las piezas. Romina bailaba frente a mi espejo. Lo hacía muy bien, me quedé mirándola sin decir nada, escondida. Cuando me descubrió hizo una especie de berrinche y quiso echarme pero no la dejé: Bueno, bueno –dije–, dele un beso a su madre.

Quise saludar a Aylén, ya la imaginaba upa… su manera de acomodar la cabecita en mis brazos, pero no estaba en la cuna.

Pegué un grito que hizo saltar a Elsa de la silla, ella también gritó, y se vino conmigo. ¿Dónde está Aylén, Elsa?, pregunté, pero era como si no me entendiera; la zamarreé y le grité: Vieja pelotuda. Elsa lloraba en silencio. Entonces Romina apareció y dijo «Se la llevó Agustín». Está muerta, pensé.

Salí disparando para la comisaría. Me atendió un pelado en ojotas, con la camisa azul de milico desabrochada hasta la boca del estómago. «Lo siento, señora, pero es muy poco tiempo, aparte está con el hermano». Intenté explicarle lo que es mi hijo, la maldad que lleva, pero no hubo caso.

Estaba mareada, hacía un calor de locos y yo todavía con el uniforme del trabajo. Sentía las tetas pegoteadas, las gotas que me caían desde la nariz… Por un momento, mientras caminaba bajo el sol, me entraron las ganas de decir como ellos: «Hay que esperar» y pararme tranquila a tomar una coca.

En la puerta de mi casa, entre otro montón de gente, reconocí a un amigo de mi hijo. ¿Dónde venden los bebés?, le pregunté. El infeliz no sabía.

Adentro estaba el marido de Mirta, que trabaja de seguridad y anda siempre armado. Acababan de organizar para ir a tumbar un aguantadero, eran cuatro. Los obligué a que me llevaran: si encontraban a mi hijo no quería que se cebaran de más.

Llegamos de noche. Dos saltaron por el techo y otros dos patearon la puerta. Había un solo falopero, que no sabía ni cómo se llamaba. Parecía más chico que los pibes que se juntaban ahí, y estaba pasado de pastillas, así que no servía para nada. Igual le sacudieron un par de cachetazos. «¿Toda esta policía para mí, Dios?», fue lo único que dijo. Le preguntamos a unos vecinos: nadie se daba cuenta cuál era el Agustín, ni habían escuchado de la nena.

Al volver a mi casa noté que seguía llegando gente. Elsa no paraba de llorar, otros se reían. Parecíamos locos. Me dolía atrás de los ojos, sentía como si se fueran a salir rodando, o algo parecido.

Me metí al baño para escaparme de la gente. Me senté en el inodoro, agarré una crema y leí «Aplicar sobre el cutis limpio, mañana y noche». No es muy buena, la había comprado por el olor, tiene rico perfume, Oscar no dejaba de decírmelo, la destapé y olí. Estaba viviendo las primeras horas de algo que podía durar meses, años… toda la vida. Vomité una cosa amarilla, líquida: desde la mañana que no comía.

Al salir, alguien que me vio muy blanca me hizo tomar un vaso de leche. Volví a vomitar.

Elsa me tenía el pelo: Por favor, sacámelos de acá, le dije. Agradezco mucho pero necesito que se vayan. La vieja, que se sentía culpable, echó a todos en tres minutos.

Recién entonces me saqué la ropa. El silencio de la casa parecía imposible, sanador… mi bebé no estaba, pero el mundo igual era capaz de callarse. Me metí a la ducha y dejé correr un rato largo el agua sobre mi nuca, en los hombros, contra la cara. A pesar de todo, bañarse, sacarse el calor, era tan lindo.

Me envolví en una toalla y fui chorreando hasta la cocina. Comí unas masitas de agua. Elsa me miraba en silencio. Debo haber dicho que me dolía la cabeza porque me trajo una pastilla de ibuprofeno, aunque no me acuerdo. ¿Te quedás con la Romi?, murmuré. Voy a ver si ahora me atienden. Ella asintió con la cabeza.

El milico que me tomó la denuncia sugirió que diéramos una vuelta en el patrullero. Acepté de compromiso, por no despreciar. La luz de la baliza me encandilaba, no sé cómo pueden manejar así. ¿Es verdad que se venden las criaturas?, pregunté mientras arrancábamos, pero nadie dijo nada.

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