Desde el foco | Naturaleza - Fotografía: Lucila Vairo | Texto: Eduardo Galeano

Una brisa veraniega corta la calma del valle mientras el río, viajero incansable, vuelca su música sobre el verde que lo rodea. Flores como luciérnagas explotan desde sus colores y pintan, a través del lente, un paisaje oculto para el ojo distraído. La Madre Tierra soporta las lastimaduras y se refugia en su belleza esperando que, de una vez por todas, la mano del hombre se acerque a acariciarla.


En sus Diez Mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso:

“Honrarás a la naturaleza de la que formas parte”.

Pero no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado, y merecía castigo. Según las crónicas de la conquista, los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con períodos de descanso, para no cansar la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación, no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoníaca o la ignorancia.

Texto: «La Naturaleza está fuera de nosotros», extracto del libro «Úselo y tírelo».


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