Las marchas son coreografías, ocupación de la calle, reformulación urbana, gramáticas que se forman y expanden. Movilizan: es necesario salir de la obviedad, agitar y agitarse. Las dimensiones de la tragedia, el movimiento para que las emociones no se fosilicen. Cuerpos y reacciones, salidas de la valoración moral hacia lo sensible. Un testimonio y una apertura de discusión, el arte y sus posibilidades.
La marcha nos pasó por encima, dijiste. Sí, literalmente, fue la respuesta que alguien supo suministrar. Los demás asentimos. Ya en mi casa y en un intento excesivamente infructuoso de intentar deshacerme de las marcas en la ropa y la suciedad que había curtido todavía un poco más la piel, me detuve a observar cómo las gotas teñidas de colores que oscilaban entre el ocre y escarlata caían incesantemente transformando el fondo de la bañera en un charco de agua teñida de sangre por sobre el cual se hundían mis tobillos para desaparecer. Lo rojo fue cubriendo todo a través de salpicaduras que acompañaban tenues movimientos y sin que me diera cuenta, aquello por lo cual había emprendido la hazaña de un baño, me sumergía nuevamente en lo que había vivido horas antes; me devolvía a la boca del Pasaje Juramento y al vértigo de la hora y cuarenta minutos que permanecimos con los ojos vendados, como si la decisión de querer sobreponerme a ello no fuera suficiente, como si la vivencia nos persiguiera hasta hacernos sucumbir ante una posición fetal que, tanto repiten, nos remite a ese lugar primigenio de tranquilidad y seguridad. Salvo que ahora estaba sola en mi habitación, ensimismada en un silencio que sólo el chasquido de persianas, deslizadas por el incipiente viento de un primer piso, se atrevía a interceptar.
Antes de poder siquiera imaginar el trazo de un texto en una suerte de ensayo por desenredar lo que de otra forma se torna absurdo y como si se tratara de una disputa dicotómica donde sólo hay un lugar para el vencedor, las señales del cuerpo se fueron adelantando a todo intento de esbozo argumental.
Es que la marcha no nos había pasado por encima, ni aun en la literalidad de once cuerpos abigarrados a la altura del suelo mientras banderas, bengalas y consignas se sucedían en el nivel superior. La marcha nos atravesó, por adentro, nos sacudió, desacomodó. Embistió en un movimiento poco premeditado pero preciso. Nos engulló vorazmente con el ritmo de los acordes militantes y nos vomitó, desacomodándonos y rearmándonos con un flujo continuo de desplazamientos.
La estética que habíamos logrado adquirir en el medio de un amateurismo poco notorio a juzgar por las pinceladas firmes y hasta casi exactas de manos compañeras, la opacidad producto de una venda presurosa que cayó como una cortina enceguecedora sobre veintidós ojos, la tensión inicial por el silencio parco que vaticina el caos, la vulnerabilidad sobrevenida por el piso frío, las partes del cuerpo descubiertas, las extremidades inmovilizadas y el azar que elegiría si las columnas pasaran por encima, el costado o a través, se fueron transformando en la entonación de melodías envolventes, en el calor por la concentración de miles de voluntades reunidas –no son columnas, son personas, humanos, como ellos–, en los relámpagos de las cámaras que repiqueteaban incesantemente, en voces ajenas que necesitaron acercarse –gracias, chicos, por todo esto– para devolvernos la entrega en forma de algo, de oraciones, palabras sueltas, aplausos o abucheos –¿Qué es eso mami? Y… así debió haber sido, respondían los más osados. Es sólo un simulacro, sigamos, decían los que no se animaban a nombrar lo que veían–.
Mientras ese andar desenfrenado nos deshacía y juntaba de a pedacitos para armarnos en un rompecabezas de brazos, piernas y cuellos, nuestras ropas se teñían con el color de lo indebido. Los cuerpos se ensuciaban con el mismo revolcar al que el estupor y el cansancio nos llevaban. Entrelazados con un tacto envolvente, nos fuimos transformando en un solo elemento que también nos excedió, eyectándonos a una entrega desmedida que logró plasmarse en cada una de las miradas que compartieron esa hendija con redirección a un pasado aún latente.
En un contexto de apatía cada vez más generalizada, de neurastenia revestida de ahistoricismo, de grandes conceptos vacíos como aglutinadores del descontento indolente y en la que los lubricantes deberán ser comprados en poco tiempo al por mayor; la moral de la limpieza pública, de una fisonomía urbana impoluta necesaria de conservar, se sigue resignificando en la criminalización de aquellos que no deben ni debieron ser. Fundamentos políticos distintos para momentos históricos disímiles. El desborde de lógicas prearmadas. La pulverización de destinos seguros. Mientras tanto, la sangre se sigue derramando.
Poner el cuerpo, hacer entrega de aquello más humano que nos constituye, supone la ejecución de una praxis empapada de incertidumbre. Una estrategia política del aguante, las pulsiones devenidas en resistencia. Una soga que se suelta y desenvuelve con la posibilidad de que una circularidad la enrolle para volverla y expulsarla infinitamente o de una tensión intransigente que provoque el corte por lo imprevisible. Frente a la incertidumbre, lo lúdico de la posibilidad.
Y ahí estábamos, como queriendo representar el dolor, el caos, el desorden, la angustia pero también la vitalidad de quienes se plantaron y desafiaron los embates de la historia. El desgarro visceral por el contacto con lo que fue, pero también –y fundamentalmente– la síntesis de un contexto, de un fragmento de historia a la que tenemos claro, no queremos volver.