El tiempo pasa, se espesa, duele, cobra otras dimensiones, modifica las formas, muta él mismo, revierte, avanza y parece retroceder. Hay algunas búsquedas en el medio que lo reimpulsan o lo retrotraen. El cuerpo se altera, envejece. El libro de Virginia Ducler puede ser leído como una indagación sobre las temporalidades, un giro circular, en todo musical, paisajístico, de variaciones, sobre la madurez y el envejecimiento.
Un libro, dos nouvelles, cuentos largos, más bien, antes que novelas cortas. Un punto intermedio, dos relatos de desencuentros, de abandonos, del ridículo, del tiempo hueco. Así se conforma El sol, de Virginia Ducler, el primer libro en formato papel que publica, bajo el sello Casagrande. En 2015 había editado el libro electrónico Los zapatos del ahorcado. Con Dispersión, el segundo de los relatos que integran el libro, fue finalista del Premio Municipal Manuel Musto. Una trayectoria y una inauguración, cuestiones de temporalidad.
Las historias se unen en el viaje, el que se hace, el que se desea, el que está pronto a surgir. Fundamentalmente, el que nunca vuelve. Si todo tiene retorno, todo va y regresa, el viaje es la excepción. En El sol hay un viaje en busca de un reencuentro. Solamente un nombre, Juan José, y un lugar, acá. Cabo Polonio. Nadie. Treinta años pasaron, nos vemos nunca, se dijeron, en Brasil. ¿Cuánto abarca un nunca en la porción de tiempo? ¿Qué dimensiones son pensables en esa geografía vacacional del extremo atlántico de sur americano, territorios de juventudes aventuradas, recreos, disipaciones, sol, cielo, mar? Esos encuentros repentinos y fugaces de verano se instalan por fuera de todo orden cotidiano, y ese orden entonces pesa, duele, urge. El tiempo tiene otras direcciones, se ralentiza o acelera, los rostros se desfiguran, mutan, difieren del curso más o menos estable del año, la actividad. Esas fragmentaciones temporarias van conformando una unidad entre las escenas, hilan la continuidad entre las narraciones. Una imagen sintetiza las diferencias: hay nada más que un bolso de viaje, equipaje. No se está dónde siempre, no hay relación con lo previsto.
El lugar de la vejez
El espacio es el de la huida, un hacia dónde se parte. Cabo Polonio fue –es– uno de los destinos predilectos de la juventud para sus viajes abandónicos, las experiencias recreativas, lapsos de interrupción al final de un calendario y el inicio de otro. El calendario es una presencia ordenadora en el libro. Lugar de jipis, refugio del rock, ámbito de drogas, intención de libertad, autoconocimiento, olvido de lo heredado. También de una decadencia penosa, la decepción. Un lugar abierto de pura arena y cielo y mar. Hay un antagonismo sensorial con la ciudad. «Vine a buscar a Juan José pero creo que lo que busco es mi memoria perdida», dice la protagonista de la primera historia.
Los recuerdos vienen como una recuperación de algo indefinido. El sonido de los tambores en Brasil, esa magia, cuando se conocieron, cuando la aventura, nada de culpa, ninguna consideración sobre el tiempo. Los intervalos eran anchos: treinta años hacia adelante. Al regreso, lo ancho se angosta. Como los meses que van comprimiendo la cotidianeidad repetitiva de madre sola en Dispersión. Para ésta queda la presencia obtusa del padre ausente, y un tango que resuena en la cabeza. En El sol, queda un augurio de lugar, días sin sombra, noches sin luz. Los contrastes van conformando esa memoria extraviada, los recuerdos que irrumpen inadvertidos. Y avisan.
Los viajes, la indagación, el tiempo, la asistencia psicológica, la instancia del balance: es una escritura generacional. Se posa y se extiende en la generación. El decurso es, luego, dispersión. El sol y la luz, el calor que se expande. Justamente, ahí comienza la literatura. El libro puede ser leído como una larga reflexión sobre el envejecimiento. La voz de mujer que canta en el fogón de la playa confundido con la noche. Es una armonía, no el chillido molesto, el desorden ruidoso de la ciudad. «No hay un lugar / hay manchas», lee el poeta que la recibe. La profesora de letras, la docente de ciudad, escucha en la penumbra del páramo perdido que se llena de moscas. «La palabra escoria no está mal», evalúa. Hay algo que no se puede quitar de encima.
Los bichos –las moscas y los mosquitos– que zumban, interrumpen un sueño, una alucinación, la lectura, vuelven en sí la situación, otra vez al punto primario de la percepción, otra vez el tiempo, la necesidad de la huida. Puede ser Holanda, Amberes, cualquier lugar. No envejecer y morir, ser finalmente «una vieja sola y muerta», como lamenta la madre separada.
Hueco entre lo sensible y la razón
Algo se puede aprender de los calendarios. «El sol hace lo que quiere». La lectura ayuda: Eliott, Mann, Proust, Rilke. Las citas arman un universo paralelo, la lectura es una conexión entre los tiempos. Pero la palabra, además, evita. Proyecto, la palabra que le sugiere la psicóloga, la palabra que trae un nuevo abandono. «Basta de palabras», se demanda. Ahora no se puede leer ni escribir, hay obligación, lo trivial, lo cargoso. Tierra de la memoria, es el libro de Felisberto Hernández que pierde en Brasil, durante aquellos días de pura memoria. Días juveniles. Lo juvenil, terrible palabra, de gente vieja. Ir al lugar de la juventud para encontrar la adultez. No se trata sólo de desplazamientos, no es cuestión de tiempo-espacio, hay algo más en las intersecciones. Eso que pasó, fue el tiempo. Las protagonistas de los relatos están al borde de los cincuenta años, la mitad, el anuncio de la vejez, son coordenadas o espacios biográficos. Por eso piensan en los viajes, dislocar, la demasía: el amor joven que quedó allá.
A la protagonista de El sol la sorprenden los abrazos intensos y sostenidos que se dan en ese lugar, como si estuvieran en una edad con otros sentidos, lo que habita en el recuerdo. Ir hasta allá y encontrarse con el que era joven. Pero la adultez tiene otro nombre, otro origen, algo de la falsificación. Aunque los mismos recuerdos. Son esos dos lobos marinos que se intercalan: la muerte joven –el pelaje–, la muerte vieja –repleta de pústulas–.
En los paisajes se arman las disociaciones. Los escenarios se quiebran, la historia nace en el intersticio. La sociedad de la sal, el regreso de la juventud, y la suciedad de la ciudad, el sopor de la adultez. En Cabo Polonio mueren los árboles, la gente canta a su memoria. «Estar vivo es estar acá», anota. Le surge un pensamiento del lugar, más que del tiempo. Lee a Thomas Mann y habla de Venecia. Reconectarse con la madre tierra: la zona del amor, púbica. Después de todo, los años, buscar la nada. «Y la nada, ¿no es acaso una forma de perfección?», lee. Sueña o vive, esos planos también se subsumen. Escucha sobre la energía vital, cargarse, mirar el sol. El cuerpo es declive, lo siente, no el tiempo. En Cabo Polonio la gente «viene y se va, como el mar», le comenta Juan José. Como la juventud. El presente es recuerdo sensorial, avivado, casi que otra juventud, en otro cuerpo. Pero «nada está suelto». Las historias son esos rastros que quedan entre lo sensible y la razón, el mar y el sol.
La biología circular
En Dispersión los meses se acumulan y dan una forma circular. Lo que va y viene, y lo que entretanto se pierde. La madre biológica la abandona. Hay una separación. La pregunta por la biología es el ritmo de las historias, dónde está el sol que sube y baja, dónde está la vida que pasa. La prueba del hijo es de biología, la vida y el conocimiento. En medio: toda la experiencia dramática de los días. La madre sola anota las compras detrás de un cuestionario de biología, una tarea sin hacer. La madre sola siente el peso de la rutina.
El cuerpo se seca, también, se endurece. Ahora le dicen señora, como seña, asignación de lugar. Algo fue pasando: «En esa época perdía mucho el tiempo porque no sabía lo que era el tiempo». Ahora el tiempo apremia, oprime. Recuerda Roma: «porque en esa época hacían lo que querían con el tiempo. Se podía sacar un día a un mes y ponerlo en otro. En ese tiempo el tiempo era blando. Ahora está endurecido, seco. Ya nadie puede hacer nada con el tiempo». Lo divino y lo perceptible quedan tensados por la cronología: qué era el amor, éste o lo otro. Las imágenes están pobladas de restos de pensamientos, confusión de experiencias. El calendario y las temperaturas. El abril de Eliott es nuestro octubre, las lilas en la tierra muerta. «La primavera nos muestra lo vivo cuando sabemos que todo está muerto», se dice la protagonista. Mejor el otoño, la vejez del verano, el frío tan frío que viene, hay una dimensión climática de las edades. La vida también es oxidación, se mezcla con el oxígeno y se gasta, las células se descomponen. Es el fatalismo biológico de la madurez: el pensamiento también se oxida. ¿Hay algún lugar para volver?
Ducler, Virginia. El sol. Casagrande Editorial: 2016