¿Cuántos años pueden vivir algunos, antes de que se les permita ser libres? Nuestro cronista se confundió en el público de una obra que construye desde la individualidad, con voces que portan cuerpos que sangran el tiempo que les queda. El sentido último (y primero) de todo lo que existe está ahí, a punto de confirmar el desengaño. Por eso, cuántos años deben vivir algunos, antes de que se les permita la libertad: la respuesta, amigo mío, está flotando en el viento.
Por Ernesto David Sánchez | Especial para El Corán y el Termotanque
Parece que el amor es una cosa complicada, ¿no?
Somos millones de personas en el mundo. Si lo pensamos de forma fría, eso hace del amor una cuestión casi de prueba y error. Si una relación no funciona, estadísticamente deberíamos encontrar otra que nos cuadre mejor.
Sin embargo, eso no es lo que nos vendió el arte. Desde el Romanticismo, se nos ha dicho que los grandes amores eternos son posibles. Un amor no es reemplazable, y sólo triunfan los que luchan por él. Tal vez sea por eso que nos cuesta tanto soltar: porque seguimos atados a varias ideas románticas. ¿Pero qué pasa cuando incluso el arte se da por vencido?
Enter Dylan es una obra de fracasos emocionales. Desde el primer momento, los personajes entran a escena por turnos, y casi no hay contacto entre ellos. Están tan dañados y encerrados en sí mismos que sólo le hablan al público a través de un micrófono de pie, intentando curarse en la catarsis de la palabra. Intentando amarse ellos, mientras intentan amar a otros.
Por este motivo, la obra no tiene trama y sería ridículo de mi parte intentar crearla ahora. La fragmentación es una idea tan fuerte, que la narración se reemplaza por bloques aislados de unipersonales, con personajes que no se tocan ni se miran, salvo de forma muy aleatoria. Hablan del sexo, de la posesión, de lo visceral y escatológico, del deseo superfluo y del deseo más oscuro. Se mueven con una sensualidad arrasadora, una melancolía autodestructiva, una desidia alarmante… pero están hipócritamente solos en el espacio.
¿Es posible el amor en el siglo XXI? La posmodernidad se caracteriza por el fin de las grandes visiones del mundo. Es la mentalidad que quiso liberarnos del yugo de las estructuras racionales, pero por el camino nos redujo a individuos pequeñitos, sin fe, ideología ni conciencia de clase. Somos personas que dudan de las utopías, del fin último de la vida y, por sobre todo, de nosotros mismos. Sentimos que el mundo no tiene sentido, y gritamos hacia el vacío que somos individualidades complejas, fragmentadas y múltiples. «¡Cada persona es un mundo!». Sí, pero ¿qué mundo? No sólo hemos perdido la idea de comunidad, sino nuestra propia identidad. El individualismo y la falta de horizontes no permiten que logremos definirnos. El mundo es una vidriera, por la que miramos cientos de situaciones diferentes y contradictorias. No nos importa entenderlas ni estar de acuerdo con ellas. Pero las aceptamos. Toleramos todo, porque no importa nada.
Enter Dylan no tiene grandes objetivos narrativos como podrían ser el amor rompiendo las barreras, la búsqueda de un mundo mejor o la aceptación y la convivencia con el otro. Las historias de sus protagonistas son anecdóticas, personales e introspectivas, aunque siempre contadas hacia afuera. Los monólogos de los personajes empiezan superfluos y van escarbando cada vez más hondo, buscando algún coágulo de sinceridad. Es una obra fuertemente psicoanalítica, porque pone el eje en torno a la aceptación personal; pero ésta no parece llegar a través de atravesar grandes conflictos internos y externos (cómo en la dramaturgia tradicional), ni de acciones pequeñas que llevan a cabo para sentirse mejor con ellos (como en el cine independiente europeo). Más bien, todos buscan aceptarse a través de lo verbal. Hablar constantemente sobre sus problemas, y empezar a poner en palabras la forma en la que operan sus cabezas y emociones. En este caso el público sería el terapeuta.
Tal como pasa en la posmodernidad, los personajes son aislados, individualistas. Piensan el mundo desde sí. Sus problemas son problemas para afrontar la cotidianidad de la vida de la clase media, que al tener más o menos solucionada su base material, se paranoiquea por su vínculo con otros y con sus propios defectos. La sexualidad, la vida en pareja, el alcoholismo, las actitudes pedantes. Cada temática de diván es abarcada desde un disparador aleatorio: un fragmento o frase de alguna canción de Bob Dylan.
Muchos de los personajes ganan su fuerza a partir de las actuaciones. Por lo general, lo complejo de actuar un texto no es que el público crea la situación; eso es lo básico. Lo más difícil es lograr que el público sienta que el personaje está mostrando capas cada vez más profundas de sí mismo. Esta suele ser la diferencia entre una actuación que zafa, y algo más memorable. Y ese grado de intimidad lo logran varios de los monólogos en alguna que otra parte. No sólo porque el texto lo permite, sino porque el cuerpo mismo del actor o actriz lo muestra.
También me llamó la atención el uso del espacio escénico. La verdad, logra adaptarse muy bien a las necesidades del formato. Y el planteo de luces es gigante; en una obra tradicional no deberíamos notar el diseño de arte o de la iluminación, porque significa que nos están distrayendo de la trama. Pero como Enter Dylan no tiene trama, la iluminación tiene margen para jugar como un actor más. No es revolucionaria, pero logra potenciar todo lo demás. Incluso, por momentos, crea universos propios que te pueden mover muchas emociones juntas.
Con este cocktail, la obra consigue un sabor muy propio. El formato es lo suficientemente llamativo como para lograr mantener la atención en un primer momento. Esto es muy útil, porque la concentración del público se ve obligada a saltar de un monólogo a otro, cada uno con temáticas relativamente diferentes, e intentando entender de qué va la cosa. Sin embargo, a pesar de esta diversidad de personajes, Enter Dylan es una obra en la que se nota la presencia de una sola «pluma». Los monólogos están escritos todos por Rody Bertol, y si bien es verdad que los personajes nos relatan experiencias diferentes, y que en algunos casos puntuales incluso utilizan léxicos distintos, aun así los diálogos están escritos en una prosa demasiado poética y bastante confusa, que por momentos me hacía acordar a las películas con doblaje extranjero. Tal vez esto sea intencional, para exigir mayor atención por parte del público; pero la interpretación me resultó un poco cansina y dificultosa. Debo haberme perdido el 70% de los guiños del guión, porque toda mi concentración estaba puesta en seguir la línea básica de la idea. No soy una persona de letras; la poesía me supera, yo vengo de las imágenes. Y puedo equivocarme, pero creo que esta es una característica de la posmodernidad. En este sentido, la elección de este estilo de escritura genera una disonancia con el resto los objetivos que la obra parece fijarse para sí. Pero también vale decir que esta forma de diálogos es compartida por gran parte del cine y del teatro en el mundo, así que el público ejercitado en este lenguaje no debería tener mayores problemas para seguirla.
Contacto
Staff
Dirección: Juan Nemirovsky y Simonel Piancatelli
Dramaturgia: Rody Bertol
Actúan: Germán Capomassi, Sofía Dibidino, Marianela Druetta, Alejandro «Chavo» Ghirlanda, Julián Lasa, María Eugenia Ledesma, Cindi Grüssi, Mariana Pevi, Clara Rajz, Eva Ricart, Natalia Trejo y Lucas Vidoletti.