Manifiesto Contra | Para detener el horror de morir en lo sucesivo - Por Lucía Thobokholt y Lucía Vinuesa | Fotografía: Cooperativa La Brújula

La ciudad se habita y deshabita, andan cuerpos, arman figuras, dejan estelas, trazos, ráfagas, y pasan. El Elenco de Prácticas Escénicas Contemporáneas del Instituto Superior Provincial de Danzas «Isabel Taboga» junto a la Cuerda de Tambores de Barrio Refinería intervinieron el 28 de junio, se desplegaron en un fragmento de ciudad, la peatonal como escena. El proyecto se llamó Con-mover-nos: fue el Día Internacional del Orgullo LGBT. De Stonewall a Rosario, del ’69 a 2016, de los cuerpos revoltosos a la revuelta de la danza. 


«El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que no puede suceder
sino entre vida y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede
entre dos, entre todos los «dos» que se quiera, como entre vida y muerte,
siempre precisa, para mantenerse, de la intervención
de algún fantasma»

Jacques Derrida, Espectros de Marx

I

Un 28 de junio de 1841 se estrenaba el ballet en dos actos Giselle, sobre el solemne escenario del Ópera de París. El rol protagónico estaba en pies de la famosa Carlotta Grisi, nacida también un 28 de junio en la península de Istria. Esta prima ballerina fue ejemplar y modelo en una época de estilización de los bailes de corte italianos y franceses, los que precedieron la configuración actual de la danza clásica.

Fiel al arquetipo del romanticismo, este ballet se desarrolla en dos planos sucesivos vinculados: el terrenal y el sobrenatural. La vida de Giselle, escenificada durante el primer acto, transcurre en una campiña de la Renania —como lo describe una leyenda popular alemana capturada por Heinrich Heine–. Allí vivía con su madre protectora y temerosa: un temor fundado por la delicada condición de salud de su hija y por el irrefrenable ánimo que la doncella siempre manifestaba al bailar. La mirada maternal presagiaba un peligro latente.

Foto: Fernando Der Meguerditchian | Cooperativa de Comunicación La Brújula

Las coreografías también acompasaron el enamoramiento entre Giselle y Albretch, un príncipe que se había acercado a la humilde muchacha durante un paseo por la campiña haciéndose pasar por plebeyo. Entre los intersticios de la danza y el doble plano –real y ficticio– de este amor, el devenir asomó como tragedia: cuando Giselle descubre que el muchacho le mentía sobre su origen social y que además estaba comprometido con una joven de alta alcurnia, sus movimientos padecen una mutación cruel e incontrolable. La conmoción desestructura su añoranza, su deseo, su armoniosa y frágil estabilidad; ya no posee, como la Cándida de Wernicke, otra cosa más íntegra que su tristeza.

A medida que la invade una locura funesta y desmedida, Giselle sufre el rapto de una danza de gestos perdidos y enrevesados. Su alteración la hace navegar entre un pasado de augurios y un futuro que se precipita en dirección irreversible. El destino se prefigura en un universo incoloro habitado por las willis, doncellas fantasmales que habitan los bosques y que actualizan su potencia sobre los vivos por las noches. Estas jóvenes blancas, ahora en forma de willis espectrales, murieron a raíz de desengaños o abandonos de amor al igual que Giselle. Muertas sin antes vestirse de novias ni ser madres ni criar bebés, como nos recuerda el gesto acunado que sostienen en sus brazos al transitar el espeso paisaje del bosque. Mujeres que no han podido ser para la medida de la época. Sórdidas y agotadas, representan cuerpos con el desafío vital perdido ante el deceso del deseo.

La muerte de Giselle dejará un efecto prácticamente exiguo en su comunidad. Sus habitantes retomarán el compás cotidiano al día siguiente.

En el segundo acto, el espíritu de la doncella se armoniza al del resto de las mujeres espectrales que comparten su desgracia. Organizadas para vengar su dolor una vez empobrecidas las luces del sol, las implacables willis, hadas invertidas, dan muerte a los distraídos que transitan el espacio opaco del bosque. El método con el que disponen la muerte para todos, igualando condiciones sociales, es el del cansancio extremo: los varones son forzados a bailar hasta morir.

Las blancas willis reaparecen cíclicamente cada noche, como lo ordena la vuelta del sol, y recuerdan y repiten la tensión de sus comunidades en este espacio de temporalidad cuántica. Los espectros recorren en busca de los vivos este limbo frondoso y velado, sitio donde se hace posible desplegar una venganza que adoptan como justicia.

II

Un 28 de junio de 2016, casi dos siglos después del estreno de Giselle y ante el andar huidizo de las luces del atardecer, se despliega otra caminata inversa al sentido del sol. A destiempo del ritmo desaforado de la ciudad, algo interrumpe la cotidianeidad de las calles del centro de la ciudad: un grupo de mujeres transita con vestidos de novia y mirada desviada al sesgo, sin foco. Un aura espectral inunda la escena con jóvenes vistiendo trajes nupciales que les son ajenos. El caminar pausado, de cara ante tantos otros compases que rodean la escena, tensiona el previsible transcurrir temporal del ocaso gélido de Rosario.

Devenidos en una masa algodonada que transmite una cadencia de nimbo, estos cuerpos se desplazan etérea y lentamente. Temerosos, aunque firmes y constantes, interrumpen la lógica indiferente y autómata de quien pasa por allí.

Foto: Fernando Der Meguerditchian | Cooperativa de Comunicación La Brújula

Con frecuencia espaciada pero precisa, despliegan una bandera verde con una inscripción: «Basta de violencia machista». La caminata, que acompaña la Cuerda de Tambores de Refinería, se desarrolla durante el Día de la Diversidad Sexual. La motiva la intención de interpelar a los imaginarios sociales que funcionan como soporte de una matriz de inteligibilidad heterosexual obligatoria.

Las bailarinas de largos vestidos blancos, pálidas, al igual que las willis en Giselle, nos recuerdan con su presencia espectral a las víctimas de violencia sexista y machista, que siguen de alguna forma recorriendo la ciudad. Nos reclaman un esfuerzo perceptivo des-automatizado en el anochecer urbano. Su mero aparecer clama ante un presente desquiciado por muertes que han sido privadas de duelo. Estas muertes que no con-mueven socialmente, son identidades, aunque sin reconocimiento de entidad en la matriz heterosexual hegemónica. Son espíritus que asedian, como las willis en el bosque, en nombre de la justicia.

Los espectros de las víctimas de violencia sexista encarnan un desajuste que nos mueve a pensar la responsabilidad de forma colectiva. Y a preguntarnos, como indicó Derrida, de qué manera se puede aprender a vivir en un presente sin tiempo rector. La potencia que actualizan los fantasmas nos indica una dirección: la necesidad de que aprendamos a vivir con lo espectral del presente para reconocerlo, en toda su latencia y actualidad, por la memoria de las injusticias pasadas y por venir.

Ya nuestros, los fantasmas (re)aparecen en los modos en que intervenimos el presente en pos de una justicia actual, retroactiva y futura, reclamando su ejercicio. Entre las muertes, lo vivo es la política de la memoria que necesitamos caminar: salir a transitar el bosque en busca de los espectros que nos piden aprender a vivir más justamente. Son los espíritus con los que debemos contar para desandar la violencia sexista.


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