Cuentos | Enero el calor y la caja - El problema de la identidad no es nada más que una realidad que acalambra el cuerpo, es sueño, imagen voluble, viento fresco que pega en la cara, desparrama hojas. La tierra de los abuelos es parte de ese territorio, que es una invocación materna, que es un suelo donde habitan los poetas. La expansión o depresión es fulguración de recuerdo, o lanzamiento lejano de un porvenir. Esas búsquedas, qué tanto.

El problema de la identidad no es nada más que una realidad que acalambra el cuerpo, es sueño, imagen voluble, viento fresco que pega en la cara, desparrama hojas. La tierra de los abuelos es parte de ese territorio, que es una invocación materna, que es un suelo donde habitan los poetas. La expansión o depresión es fulguración de recuerdo, o lanzamiento lejano de un porvenir. Esas búsquedas, qué tanto. 

Por Ine Az | Ilustración: María Victoria Rodríguez

Tenía algunos años, creo que dieciocho, o entraba en los diecinueve, o quería yo aparecerme con veinte; no lo recuerdo bien, aunque lo más probable era que quisiera aparecerme con veinte, porque de tal forma podría salir y volver más  tarde, o no volver. Quedarme por ahí en un parque, frente al lago más bajo del sur juntando piedritas, jugando al sapito, sola como parte de un afuera que me hacía sentir en retiro permanente, y después, volver con bolsas bajas como el lago dando a pensar en mi casa que probablemente hubiera estado de fiesta. De cerveza en cerveza o, por qué no, de Martini en Martini, sin aceituna, porque nunca me gustaron. Sólo las negras, pero el Martini lleva verdes. Nunca tomé Martini, pero si vi a muchos oficinistas haciéndolo. Bueno, tal vez no lleve aceituna y lo que flota en la copa sólo sea otra cosa, un pedazo de comida, un botón suelto, una tiza de algún maestro, no lo sé, algo con poco peso que logra flotar.

En ese tiempo disfrutaba dando qué pensar. A mi abuela, por ejemplo, que ha sido dogmática y criada en un siglo anterior al de mi nacimiento, o al que mi madre relaciona con mi nacimiento, que para el caso es lo mismo, ya que fue ella quien me comunicó el día en que nací, haciendo referencia a enero, al calor y a la vida. Nunca pude comprobarlo, pero sí cuando apenas supe hablar –digamos con palabras– la intercepté en la cocina con un discurso dramático afirmando que había revuelto todos los muebles, deshojado un supuesto árbol genealógico y no había encontrado ninguna foto de recién nacida, ni de ella con panza, ni un manuscrito contando la experiencia de su primer vómito, nada de nada, salvo una con patines que tengo bien presente porque yo misma le pedí a una vecina, que ya se ha ido de la cuadra, que me la sacara. Fue por una tarea de la escuela, o quizás pensaba ponerla en una portarretrato dorado y regálasela a mi abuela, a esa mujer que venía de aquel poblado que aún sigue perdido. Bueno, mamá, yo y algunos más sabemos dónde queda, pero igual decidimos perderlo.

Después de mi intercepción en la cocina, mamá alegó con mucha risa que en la mudanza de mi primer año se habían extraviado todas las fotos, incluso el acta de mi bautismo, pero que por suerte guardaba unas mediecitas que yo traía puestas ese mismo día. Siguió riéndose un rato más y me mandó a jugar con un yoyo bastante amateur que tenía todo el hilo deshilachado. A partir de ese episodio empecé a dudar de mi existencia. A la noche, cuando dormía y todas las luces se apagaban y yo intentaba flotar como la aceituna o el botón o la tiza del Martini, me hundía en la cama y caía en un pasadizo vertical, me veía distinta, un poco mayor, con otro pelo, andando por lugares que me resultaban familiares, pero en los que jamás había estado. De hecho, periódicamente una anciana me acompañaba. No era ni parecida a mi abuela, más bien era morocha y andaba vestidita de azul. Durante el desconcierto que me producía saber estar y no entender estar, temblaba, mojaba la almohada casi siempre, y la anciana agarraba mi mano y me llevaba cada vez más adentro y los colores se multiplicaban y la risa de mi mamá se alejaba mucho.

Iba descalza y no tenía antideslizantes, no podía ahora ni mañana detenerme, tal vez lo haría en un rato. La anciana parecía buena mujer aunque nunca tocó mis mejillas. Daba la impresión de saber a dónde ir aunque apenas podía caminar; tampoco le decía anciana. Después de eso la llame vieja. Intenté abrir los ojos, de verdad lo intenté, pero los colores cada vez se multiplicaban más y más, me encandilaban como enero, como el calor, como la vida, que nombraba mamá refiriéndose al día de mi nacimiento.

Por María Victoria Rodríguez

Todo sucedía fugaz y precozmente; lo que hasta entonces no forjaba una explicación fuerte, una explicación que se quedara en mí para volverme brillo, acoplado al mayor brillo del mundo.

Casi terminando de transitar aquella ruta de collage, la vieja me acercaba hasta una puerta de acero, parecida a una caja fuerte, aunque no tenía timón ni contraseña, era plana, lo era, pero cargada de inscripciones encogidas como las que figuran en un prospecto o en una biblia de bolsillo. Nos arrimamos bastante, pensé que a diferencia de antes, de hace un rato, por fin emitiría todos sus propósitos o los míos –si es que los sabía– pero no pasó nada de eso. Soltó mi mano, dejé de sentir su anillo, su sequedad –era casada o viuda–, me acordé que no había tocado mis mejillas; evalué seguir considerándola amable, evalué la palabra amable, evalué la posibilidad de nunca complacernos.

Me faltaban pruebas y no hubo más razones para buscarlas; la caja o la puerta se abrió, la anciana volvió a agarrarme firmemente, antes había sido muy delicada, creí que esta vez quería mejorar su trato.

En mitad de un momento me depositó en la caja como a un fajón de billetes. La cerró: grité y grité, no me quedaba otra (mi abuela nunca me hubiera dejado sola dentro de un sueño o de una caja).

Maravillosamente, los colores eran de nuevo intensos. No estaba frente a un paisaje campestre o marítimo, sino en recuadro de esa sala totalmente vacía con excepción de dos hombres y tres sillones de mimbre, cinco cuerpos y vendría yo a ser el sexto.

Andaba un poco más tranquila, uno de ellos guardaba un parecido a Boris Pasternak, un poeta ruso, nacido en Moscú, al que lectores destacaron en plena revolución. Tenía rasgos marcados y estaba ubicado a mi derecha, custodiando unas hojas sueltas. Poderosamente llamaba mi atención cómo lograba doblar sus piernas y sus codos. Ciertamente su postura era admirable. Dudaba si defendía sus hojas o nuestra vista. Guardaba un interesante secreto o quizás sólo eran cuentas de pagos, por qué no. Tal vez Boris vendría a iniciar un reclamo y sentiría algo de incomodidad por dejar vernos las cifras.

Estaba ubicado más o menos a mí derecha. Tampoco quise molestar, ni fijarme demasiado en sus articulaciones, pero Boris al notarme parada, indicó que me sentara señalando un sillón de mimbre desocupado. Asentí con mis dos pulgares levantados y tomé asiento.

Tampoco volaba ni una mosca. A lo sumo, una chicharra que vibraba me confirmaba que hacía calor y se adelantó a la interrupción de quien merodeaba por la sala. Otro hombre –un tipo agreta–, más robusto que Pasternak. El confianzudo preguntó qué numero tenía. Ninguno contesté y ya en eso quedé. El supuesto Boris, que a esta altura bien podía ser un farsante, agregó que no hacía falta número y que era por orden de llegada. ¿Qué onda? Estaba más confundida que cuando había revuelto todos los muebles y desojado el árbol genealógico. Por tener una duda conocí a una anciana con la que nunca crucé ni  palabras –la seguí llamando vieja–. Confié porque no me quedaba otra alternativa o porque pensé que ella estaba confiando en mí al  tomar mi  mano, y  enseguida me encontraba dentro de una caja fuerte con un par de extraños: El Tipo Agreta y El Poeta Agitador. Aunque el parecido a Boris se agrandaba, él nunca antes me había visto, yo en cambio lo vi en la tapa de un libro el día que di vuelta la casa para conseguir los test de mi génesis, pero sólo vi expresamente algo de reserva.

Todavía estaba esperando quién sabe qué cosa, esperando que las dimensiones surgieran distintas, esperando que un viejo alto o un psiquiatra me atendieran mostrando un visor o un espejo celeste con las pruebas de mi existencia, con todos los mimos que tuve olvidados. Serían otras las imágenes como escarpines o chupetes, la dirección de aquel pueblo perdido en el que nació mi abuela y en el que nací yo por ser su nieta, seguiría el olvido, como humo, erosionando la esperanza de desaparecer cada dato, cada átomo, cada parte de nosotros, nuestro tú guardado.

Probablemente a Boris, a los sillones de mimbre y al Agreta solicitante de números no les importaba pasar mucho tiempo ahí esperando, andando en la quietud, pero yo debía volver a casa, a la escuela, al orden fuera de lugar para buscar el alimento de mi existencia. Todos estarían preguntando por mí y culparían a mamá por aquel asunto de las fotos y mi abuela se enojaría mucho si supiera lo de la vieja.

No tenía casi voluntad de durar mucho más, por suerte no tardó tanto en llegar, aunque yo sinceramente no lo esperé. Boris empezó a ponerse nervioso, la mayoría de sus hojas se cayeron, no llegó a juntar todas, una quedo cerca de mí; aproveché, la agarre desesperada, no hice el mínimo amague de alcanzársela, comencé a leer «Hay que vivir sin imposturas. Vivir de modo que con el tiempo nos lleguemos a ganar el amor del espacio y oigamos la voz del futuro. Hay que dejar blancos en el destino y no en el papel y en los márgenes anotar pasajes y capítulos de la vida entera».

Pasmada seguí por la segunda cara de la hoja que estaba en blanco. Antes de devolvérsela la giré y abajo pegadito al dorso seguía «Tú debes estar vivo. Solamente vivir hasta el final». En mi cabeza cambié la frase a primera persona y me supe implicada en ella. Identifiqué en sus palabras lo que hasta entonces jamás me habían dicho.

Nada me resultó mejor. La crisis de Boris se brindó ante mí como la oportunidad de salir de la caja de metal. Actué rápidamente con sensibilidad aunque quienes no me quisieran, habrían validado que lo hice con astucia. Igual sé de Boris lo que vi, sé que hizo todo o mucho para proteger su secreto: aquel traspaso de sus ojos al plumaje, impregnándose en las hojas que habían alcanzado mis manos. ¿Qué fue del viento que las movió? No importaba ¿Qué sitio en el crono, qué abstinente suerte alabándome con la invitación del juego, de agarrar por vuelo palabras unidas como luciérnagas aclarando un espacio dado? Entonces era la noche, entonces el viento me importaba porque era de noche y todos esos bichitos eran naturaleza, y yo al observarlos era naturaleza, y Boris seguía siendo y eso era naturaleza, y sus nervios manifestados en una modificación de las tinieblas de su piel aún lo indicaban vivo.

Boris no resistió más, sacó de su bolsillo una campana. La hizo sonar varias veces, la hizo sonar acompañada de sus gritos y de los míos. El Agreta sólo miraba, las sirenas se escuchaban, todo Rusia se levantaba y hasta habían mandado un barco que no pudo anclar porque estábamos lejos del mar, un delirio bárbaro. A esa misma imagen vino un muchachito rubio a sacar a Boris de la caja; estaba segura que era ruso porque tenía dos gorros como si fueran de conejo. Uno era para Boris que ya para ese entonces estaba siendo extraído de la caja. Le dije al rubio que dejara abierto, que una vieja me había dejado ahí, pero que sin dudas se había olvidado del sitio. Exageré su edad y le pregunté si no la había visto por el camino, pero no escuchó por la congestión que había sobre la ruta de collage. Una pena que no me haya escuchado porque también quise pedirle el gorro que le sobraba. Quería llevarme algo a casa. ¿Y el Agreta? Seguía mirando; salió conmigo y se sumó a la gente. Estimo que en el fondo tenía algo de agitador.

 Al final, entre tanto, pasé seis horas caminado sin contarlas, pasé por ventanas oblicuas, por faroles verdes, pasé por tres esquinas melancólicas en las que dormían perros. Extrañaba la risa de mi mamá y el mandato del yoyo, extrañaba el patio de la escuela, la parra de uvas, las charlas de recreo con la portera, la indiferencia de mis compañeros y mi ignorancia hacia ellos, cuando saltaban la soga y la rayuela me parecía un juego imposible, por condición de equilibrio.


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