Cuentos | Fragmentos de un posible - Por Yamila Yabale | Ilustración: Leo Petrovelli

De a pedazos, en gotas, pedazos de gotas que caen. Así pueden armarse las historias, los hechos insignificantes, henchidos de maravillas y grandiosidades en su mínima existencia, no del todo fugaces, porque labran un tránsito, un pasaje sobre la piel, los sentidos y el futuro. De a poco, cauterizados, resplandeciendo a veces. Fragmentados, para imaginar su totalidad, más bien imposible. 


Cuando conocí los árboles de mora de camino a casa me enamoré profundamente. No era el sabor, sino el color y sus implicancias estéticas en las manos y en el guardapolvo que, sarmientinamente blanco, representaba la posibilidad del acontecimiento en todo momento. No era que mi hermana y yo nos «anduviésemos revolcando por ahí» como decía Elba, era que las cosas se revolcaban en nosotros. Éramos un lienzo en movimiento en el que la naturaleza se limpiaba las manos, dejando la huella de un impresionismo espontáneo. En los dedos y en el rostro era otro asunto, porque allí se imponía la composición con el propio cuerpo. En mi hermana Emilia, que tenia la piel un poco más oscura que yo, el color se degradaba hacia el negro sin llegar a alcanzarlo, así aparecían los púrpuras opacos mezclados con algunos trazos ocres. En mi dermis era el color de la sangre, del rubor enérgico de la vida interna del organismo humano, el color con que Dionisio viera el mundo a través de una copa colmada.

Por aquellos días, yo me preguntaba qué sentido tenía recordar, si esclarecer el pasado tenía realmente algo que ver con nuestra historia, si nosotros éramos también todo aquello que fueron los otros. No estaba segura de querer conocer toda mi historia, ni toda la historia de los fantasmas con los que convivíamos y es cierto que en parte era por el miedo, ese miedo que siempre acompaña al saber.

Tal vez pensar que volver a hablar con mi padre me convertiría en alguien nuevo, era la forma que tenía de vencer el miedo a convertirme en el futuro fantasma de alguien. Ya que la vocación de fantasma era de familia, al menos me esmeraría en que la historia que se contara de mí no fuera sobre la cobardía.

Por Leo Petrovelli

Cómo domesticar un deíctico

Mi tía Ágata, hermana de mi difunto abuelo paterno, siempre decía que las calles sólo eran líneas rectas paralelas a la suelas de los zapatos y que su horizontalidad no era más que un invento antropocéntrico del Homo erectus.  Después de todo, decía, no hacemos más que andar de aquí para allá, cuesta arriba y cuesta abajo. El espacio está construido solo referencialmente y nosotros siempre queremos evitar caer de espaldas, esto último lo decía con un tono irónico y sosteniendo la tetera a punto de servir. Finalmente con su té inglés entre las manos, se arrellanaba en su sillón y mirando a la nada dejaba oír: «el espacio y el tiempo, los grandes deícticos que la humanidad logró conquistar».

El gesto

Luego hiciste ese gesto con los dedos, aquel que hizo tu padre antes de morir. Ese gesto te ha penetrado, entendí que tu mirada buscaba retener el cuerpo descompuesto. ¿Por qué te detuviste en sus dedos rebalsados de felicidad escapando?

Tal vez alcanzaste a ver lo que chorreaba en sus palmas y entendiste su penar y su despedida.

Ciclos minerales

Estoy caminando por cráteres de sal. Mi responsabilidad se volvió más grande que mi olfato y casi no puedo oler, mientras tanto esas alarmas siguen sonando como latas arrepentidas.

Lo más espeso de las rondas son los silencios prolongados, a veces quiero gritar mi naufragio y sin embargo apenas atino a suspirar. Mi calavera debajo de mi piel tiene una expresión de sed. Lo inaccesible sólo tendría que ser lo impensable, no es un deseo, es un espasmo que devino frase.

Hacerte todas esas preguntas sería como vaciarte las venas, por eso no puedo hablarte demasiado, por eso te reanudo siempre que te veo.


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