«Yo tengo que escribir». La señora dijo: «tengo que volver a escribir».
– Agarrá esas hojas y acércate, pichona. Vamos a escribir -señaló una de las sillas al costado de la ventana.
La busqué y la aproximé a la cama. Puse las hojas sobre las rodillas.
– He dejado ya demasiadas entrelíneas – dijo ella.
Y yo escribí: «Tengo que volver a escribir. He dejado ya demasiadas entrelíneas».
La señora está a medio sentar, cubierta hasta la cintura con una frazada y los pies abrigados por una manta. El mes de julio cobra un clima aguado y de un frío discreto que se acentúa en las inmediaciones de la habitación. ¿La había visto, alguna vez, así, a ella? No, nunca. Ella nunca así. Débil, apenas visible entre las sábanas. Sus pies desfallecientes debajo de las mantas, ella, ahí, ese día de julio, me dicta: «creo furiosamente en la justicia».
Sé que ella no quisiera morirse. No ahora. Pero no por ella, sino por los obreros. Por sus grasitas. Y por nosotras, sus asistentas, las que acomodamos la manta a sus pies para mantenerle la temperatura corporal. Y por Perón. No quisiera morirse.
Con la voz va descubriendo sus recuerdos, toda la piel pálida como los pies que recién le abrigué con otra manta más: la butaca vacía, el teatro, el lugar junto al coronel. Que la llamaron loca y puta y aventurera, recuerda ella, ahí, al frotarse los pies y expulsar una hilacha de voz. Yo intento capturar en el aire esas resonancias quebradizas para anotarlas en el papel, y ella me dicta que quisiera vivir eternamente en un estado etéreo, blanda y efectivamente con Perón hasta que Perón se muera, y después como una manta de cinco letras sobre los pies del pueblo. «Yo, Evita», me indica.
La conocía, sí: era ella. La había escuchado con atención y había admirado con ternura sus ojos resueltos. Era ella: la mujer. Le serví comida y le acerqué un bocado chico y fácil de triturar, la misma que negaba fastidiosa cuando intentaba ayudarla con las medias. Algunas mañanas ella amanecía como un capullo blanco y desvalido, una mera aparición entre las capas de sábanas y frazadas, sin casi poder sacar un sonido. Pero desde que me tocó cumplir horario a su servicio, asistirla como a una recién nacida, o algo peor, alguien que sabe que está a punto de morirse, nunca la había visto así.
– Tengo que volver a escribir -me repite-. Y vos tenés que anotar con precisión todo lo que te diga.
Me pide que le sostenga los almohadones mientras se acomoda, que deje enfriar el té antes de alcanzarle la taza y que cierre un poco más las cortinas porque el resplandor le impide concentrarse en lo que tiene que decir. Ella cree que es joven y que no se lo merece, que entregó su vida -me dice-. Y yo escribo: «entregué mi vida y la quemé y todo mi amor para el pueblo».
Y pienso que es apenas seis años mayor que yo, pero la veo cubierta de una pátina de tiempo que la asfixia y le desgasta la voz. Ella me dice que no puede hacer otra cosa. Porque ya lo hizo. No puede hacer otra cosa porque ahora se muere.
– Una mesa de amor ahí tendida. Ese 4 de mayo, dos años atrás.
Que ella les habló a las mujeres del movimiento, y que les dijo: «¿qué más puede ambicionar una humilde mujer que ha abrazado la causa de los trabajadores, de los humildes de la patria? ¿Qué más que una fiesta que se refiere a mi persona?». Y me dice que ese día estaban ellas firmes e imponentes: «las vértebras de la columna maravillosa». Yo la observo cariñosamente, su cuerpo en la cama, los pies fríos, tapados con la manta que le tendí. Y sigo el trazo rápido.
Las primeras mañanas, la señora actuaba con indiferencia, desayunaba brevemente y me ordenaba que preparase los papeles. Ni siquiera se sacaba el camisón ni se ponía una blusa o una camisa, o se arreglaba el pelo. Con el paso de los días se permitió hacer de esos dictados una conversación en la que me contó su vida. Me avisaba cuando lo que narraba carecía de importancia para los grasitas, porque ellos eran los destinatarios naturales de esas palabras.
– A ellos no les importan estas cosas, que son las cosas falsas de la vida, para ellos guardo una palabra de verdad – me decía.
Noté en su voz otro entusiasmo. Me dictó: «la responsabilidad era grande, no lo ignoraba, pero acepté. Y quiero que las mujeres sepan que Eva Perón ama entrañablemente a todas. Y aún más a aquellas que desde los más lejanos rincones de la patria trabajan con su corazón». Tomó un trago de agua. La ayudé a sostener el vaso, y ella me agarró de las muñecas, las apretó lánguidamente como si intentara despegar los dedos, y retomó el dictado: «una sola responsabilidad: comprender a las compañeras».
Y ahora ella respira, y yo pienso, al borde de la cama, cómo la muerte le crece ahí adentro, como los días son años en su cuerpo con la muerte ahí adentro. Ella deja salir sus frases con soplidos: «practicar la doctrina con amor, con espíritu de abnegación y de renunciamiento». Y comprueba de reojo si la voy siguiendo. A veces presiento que me habla a mí directamente, que es un regalo personal el que me ofrece con su esfuerzo para decir las últimas palabras, dejar atrás las razones y franquear el tiempo con un mensaje, una voz firme que se imponga sobre la voz desgraciadamente frágil que las dice.
A esa voz yo trato de contenerla en el aire y creer que ella se olvida de que su mensaje llegará absolutamente a todos y que ella les habla efectivamente a todos. Creer que me dirige una mirada que la empuja hacia la vida, y que empieza a explicarme maternalmente algo que le parece obvio, y que yo apenas intuyo, pero al escuchárselo, al decírmelo en esta habitación de este julio, ella ahí en la cama, quemada su vida, y yo, anotando convencidamente, casi como si estuviera disimulando, me parece lo más brutalmente cierto que haya escuchado en mi vida.
«Si Perón nos dio la palanca con la cual podemos mover el mundo, lo importante es saber mover la palanca», dice, azotada por unas toses ásperas. «A todas, que vean», me pide: «en cualquier rincón del país, un corazón bien dispuesto». Una realidad a manos llenas. Una realidad. No el cuerpo que se consumía. Su prédica victoriosa. Aguerrida y triunfal ante la carcoma del final. «Cuanto más pequeñas, más las quiero», me señala con la voz entrecortada.
Ella que vino de un poblado de pura pampa. Que ni la dejaron entrar al velorio del padre. Que era una chiquilina que ambicionaba con el teatro y el cine, a la que mandaron con una carta de recomendación para Buenos Aires. Ella: la que esquivó el elogio cínico y se quedó con su pueblo. «La que parezca más insignificante, es la que está más cerca de mi corazón. Sacrifiquémonos, no pensemos en horarios ni en nada», dice.
Hace silencio y lentamente entra en una dormidera. Yo la acaricio con el revés de la mano, y me doy cuenta de que ella ya no tiene días y horarios, y que mis dedos, con esa caricia tímida, pueden ser los últimos en tocarla con vida.
«Y si tuviera que decir algo», afirma con la voz comida por el cáncer, «diría que aun cuando las fuerzas físicas se debilitan, levantaré los ojos y volveré a quemar la vida por la felicidad de los argentinos y para ser una vértebra poderosa en la columna silenciosa pero tenaz». Me pide que le relea la frase. Ella me escucha, deja pasar unos segundos, y confirma: «sin egoísmos, luchar». Y me dice que, si se pelean dos peronistas, no le lleve la noticia, porque esas cosas le causan dolor y le da bronca no poder hacer nada.
– Yo quiero ser igual con todas para no ser injusta.
Si pudiera le diría que no lo es, que nunca lo fue, y que nosotras lo hacemos por algo más que la vocación de servicio. Quisiera decírselo para que ella lo reciba de mi boca. Que sea mi boca la que le diga en el momento final lo que ella ya sabe, que ella pueda despedirse con una boca como la mía que se lo diga afectuosamente, y que a ella le llegue como un arrullo. Qué más quisiera que poder decírselo y, sin embargo, no lo hago. No me creo que capaz de llegar a ser lo suficientemente espontánea y sincera como lo merece. Y entonces la miro y le sonrío. La incitó con la mirada a que continúe.
– Había dos caminos -dice, seria, puntillosa-. Uno asfaltado, obstaculizado por una tupida maraña. Perón se abrió paso a los hachazos hasta entrever, al fin, un mañana promisorio para todos los argentinos. El otro camino, tan fácil y cómodo, era el de la entrega, la entrega no solo del pueblo sino de la patria toda. Y nosotras diremos: presente, mi general.
Ella lo dice, ahí, en la cama, en un julio helado y espantoso.
Cuando lo conoció, la noche del teatro, las luces que le abrillantaban la frente, su porte inmenso y, a la vez, tan cercano, tan próximo, ella no juzgó una locura meterse y ocupar la butaca vacía a su lado. La gente lo saludaba desde las gradas, y él agitaba los brazos. Cuando bajó del ring desde dónde había dado su discurso, ella se arrimó y le dijo: «gracias por existir». Él la observó de un modo en el que a ella no le importó si dijo gracias, o si respondió. Le alcanzó con la chispa creciente que distinguió en los ojos del coronel. Después él la buscó y ella volvió a acercarse. Y lo demás es conocido: «yo le di mi amor, porque lo vi y había un lugar vacío». Que ella lo vio, decía: un cóndor. Ese día. Y tenía que volar con él.
Aunque en este julio la cama está fría, las sábanas son dulces y acolchonadas. Las lavamos y perfumamos para que la reciban plácidamente -a su cuerpito escuálido, sus huesos en bruto-. Ella me dice que no, que no alcanza con decir, que ella no, nunca: «mejor sería que callara». Y yo sé que sí: que ella, jamás. Su dolor: la enfermedad. «Y aunque no dijese ninguna de estas cosas». No se conforma: ella, jamás. Por los descamisados. Por las mujeres. Y por los demás pueblos del mundo. No alcanza: ella, su amor en la hoguera. «Los quiero», me dice. «Y por extensión, quiero demasiado». Y yo pienso que, si volviera, ella los querría. Y sin que dijera alguna cosa en voz alta, ella me corrobora: «Y si volviera, los querría».
– Por eso, tengo que volver a escribir.
A ella, envuelta en las sábanas frías, a ella: el pueblo que en 1810 se reunió para preguntar. El Cabildo Abierto del Justicialismo: «fue una gran emoción». A ella: ya no la ciudad indiferente en esa pampa atroz. El pueblo: a ella. No la familia negada, el origen indiscreto, feroz. El pueblo: no la muchacha dócil. A ella: la bastarda. La odiaron y amaron. Los viajantes que se hospedaban en la pensión. Y los cantores de tango. Los grasitas. La oligarquía. Los gorilas. Los descamisados. Los trabajadores. Las mujeres de la patria. Y la madre que le advertía sobre el peligro de los sueños. Y las voces de la radio. Sí: los estrenos, las audiciones, las entrevistas. A ella: un papel. A ella: las películas. Y la amó el coronel. Y el pueblo, la amó. A ella.
Me dicta: «he vivido lo que tenía que vivir». Y escucho su voz. No la continuidad endeble con que dicta en ese julio, en esa habitación, con ese cáncer masticándole las vísceras. Su voz: la del balcón, la de la plaza, la de las reuniones con los trabajadores. «Fue una gran emoción», su rostro inmortal contemplado con recelo por los que antes dijeron. Ella no los menciona. No: «para qué». Ella se ocupó de la historia.
Tengo que volver a escribir -me dice-, para las mujeres, los niños, los ancianos, los trabajadores, porque saben: justicia y libertad, únicamente con Perón. Entonces afila la voz y afirma como si pudiera erguirse: «mi general: son vanguardias, están presentes hoy y lo estuvieron ayer y estarán siempre. Darán la vida por Perón. Vivían en la esclavitud, lo saben. Y la oligarquía y los mediocres y los vendepatria, también lo saben. Ellos no perdonarán jamás».
Ella dice que es el pueblo que cruzó caminos y acortó kilómetros, y yo los imagino cargando baúles en camiones y trenes repletos. Y superando a nado los ríos. Una tierra a cuestas para invadir la ciudad, para saltar de cada uno de los rincones al centro visible, conmovedor, rotundamente real. «Mi general, miles de sacrificios. Terminar con la intriga y la calumnia, sí. Pero miles de sacrificios, mi general. Y por eso no quieren a otro, Perón o nadie», dice ella.
Estiró el dedo índice como con dolor –apenas logra dejarlo levemente curvo, con temblequeos- y giró los ojos hasta mirarme. Al sentir esa mirada, elevé la mía y fue como recibir un fogonazo que me llevó hasta el dedo que oscilaba apuntando a la ventana. «El dedo de la desesperación me señaló», me dice, «y yo me alegré íntimamente».
– A ellos les duele que, en lugar de asistir a las fiestas oligárquicas, dediqué las noches y los días a mitigar dolores y restañar heridas. Yo siempre haré lo que diga el pueblo.
Es la voz de ella, ese mismo hierro delicado y esos labios: los suyos. Pienso en ellos cuando me dice: «los labios hechos para la sonrisa, por la inercia de los déspotas y oligarcas, sólo conocían el odio y las negaciones». La señora se deshace al decirlo sobre esa cama, son las diez de la mañana y el día está nublado. «Prefiero ser Evita», me dice ella, ese julio, en esa habitación, «si es dicho para calmar algún dolor». La señora me explica que tenemos que seguir con las notas porque es la responsabilidad que compartimos. Aunque le cueste. Ella y yo, en nombre de las mujeres de la patria. «Una fe inquebrantable», dice ella.
– ¿A qué más puede aspirar una ciudadana que al amor del pueblo?
Yo no sé qué contestarle. Me remuevo en la silla y ella percibe mis nervios. Por eso no insiste, y sigue:
– No sé cómo se paga el cariño y la confianza. Y lo pago con amor. Es como querer a la patria misma.
La muchedumbre apretujada. Las manos crispadas. No con gesto de rebelión. Batiendo palmas, sí. La ve, ella, otra vez. Ahora, la ve. Y me hace escribir: «no fue el primero de mayo de la impotencia. No había tristeza, desolación y desesperanza. Y se desterraron las banderas foráneas. La azul y blanca, enarbolaron. La más hermosa de las banderas».
Cuando tiene más energía, intenta escribir, aunque apenas llega a completar algunas oraciones. «Hoy la mujer está de pie y queremos que sea para todos los argentinos del futuro», escribe. Después, un poco agobiada, me entrega la lapicera y las hojas, se queda en silencio unos minutos y sigue dictándome:
– Hoy en la patria tenemos personalidad. Y quien no está con la patria es un traidor. La historia, su juicio inexorable, nos encontrará al final del camino y nos dará la razón.
Ella, muriéndose en la cama. Las entrañas de ella pudriéndose en la cama. Ella viviendo en las entrañas del pueblo. La habitación pálida, el cáncer trepando desde el útero: «la vida por Perón», me dice. Sí: la vida por Perón. Y para mí son como picos fluorescentes que se asoman a la ventana desde unas nubes lanudas. Pájaros negros, blandos y efectivos. Con miles de formas que otros les dieron. Como un millón de especies de un mismo pájaro. Si esos pájaros fueran ella furiosa e invicta, y dijera: «creo furiosamente en la justicia».
Pero ella está ahí, el cuerpito de ella –esquelética, deshidratada-. La que quemó su amor en la hoguera. Ella, la que se quemó. Durante años en la enfermedad. Ella, la suya: la enfermedad. Ella, que a veces piensa en voz alta qué sería si volviera. Y se ríe. De la reacción de los oligarcas, del espanto que se llevaría esa gente, se ríe. Como si fuera un millón de pájaros en el cielo.
– He dejado jirones de mi vida.
Ella lo dice y la veo quemarse, una silueta que se hace transparente debajo de las sábanas, su rostro absorbido y sus ojeras de un azul sórdido. Y también pienso qué sería si volviera invicta y si viviera eternamente. Ella dice su mensaje y se quema. Uno que dice: «tengo que escribir otra vez, he dejado ya demasiadas entrelíneas».
Una tarde me contó que, durante las treguas de las luchas, él la llamaba Giovinota. Y que ella leía a su lado: él le dio las cartas completas de Lord Chesterfield a su hijo Stanhope que su padre le había hecho leer cuando era un adolescente. Y ella le dio su amor, llegó profundo y tocó sus vergüenzas. Las fatigas, tocó. Al coronel viudo y veterano, lo tocó. Y lo besó, lo lamió y le enseñó. Y aprendió los idiomas que él conocía. Y sin advertirlo, habló de Napoleón y de Alejandro. Y conoció una manera distinta de la historia. Él muchas veces le habló de sus sueños. Ella: le habló de sus esperanzas.
«Metida en un rincón de su vida, se me ocurre: un ramo de flores», me indica. Apenas estira los labios, pero un rosado repentino se le expande por el rostro.
– No sabés las cosas que he tenido que escuchar, mocosita. Por eso prefiero ser Evita.
Aquellos denunciaron: ¡aventurera! ¡puta! ¡trepadora! ¡atorranta! ¡yegua! Y celebraron su cáncer. Demasiado grande era su amor. Mediocres, al fin, ellos lo creyeron. «No supieron sentir como yo y gozar como yo que quemé mi alma», me dice ella. Y sí, lo confiesa: «no medí la magnitud». Su decisión, no midió: tenía que volar con él. Su cariño, creyó. El corazón enamorado, creyó. Y creyó su causa. Con todos los países del mundo en los ojos. Ante ella, sí, se rindieron, y ella los aceptó. Y prestó su cara y el cuerpo prestó: su imagen infinita. Y los países del mundo se rindieron y le dieron esos ojos, y ella los aceptó. Y conoció la verdad de todas sus mentiras. Y no: «el alma no, no me la arrancaron».
– Hago esto, chiquita, porque dicen que no pueden hacer nada. Siempre, todos, dicen: no podemos hacer nada. ¡Mentira! ¡Sí! ¡Mil veces mentira! Una sola cosa invencible en la tierra: la voluntad de los pueblos.
Por eso ella iba a estar hasta el final en la primera línea de combate. Y desde ahí lo diría, lo dice, ella. La retaguardia, jamás. Ella peleó los días cortos y las noches largas; la retaguardia, jamás. «Cumplí las dos tareas: una, luchar por los derechos de mi pueblo; la otra, cuidar las espaldas de Perón», y me advierte que eso no se me olvide.
– Yo no tuve más armas que mi corazón enardecido. Mi fanatismo. No el frío de los sapos y las culebras. Por eso, temerles no: nunca se tapó el canto de los ruiseñores.
Ella los vio: «solamente los fanáticos, los fríos no sirven al pueblo y no pueden servirlo, aunque quisieran». Ella dice que para servir al pueblo hay que estar dispuesto a todo, y yo me pregunto si lo estoy, si estar dispuesta a todo implica estar acá, en esta habitación, acompañando a la señora, siendo la mano que escribe: «los fríos no mueren por una causa, sino de casualidad».
– Me gustan los fanáticos y todos los fanatismos de la historia.
Ella lo dicta hundida en las sábanas de ese julio, en esa habitación, con ese cáncer: «a levantar la justicia y decir ¡aplastar! Es necesario aplastar el egoísmo para que sea el mediodía brillante de los pueblos. Y decir: no, el amor no es el egoísmo. ¡Aplastarlo! ¡No! Unos pocos es el egoísmo. No: tiene que ser todos. ¡Aplastar lo que sea para pocos donde nazca! No: para todos». E intuyo que si ella pudiera lo hubiera gritado: «es la única fuerza que no tienen los enemigos, porque las sombras no pueden mirarse en el espejo del sol».
Yo escribo: «por eso el mundo para los pueblos fanáticos, sin los imbéciles que olvidan que Cristo dijo ¡fuego he venido a traer!». Me mira y dice: «tendrían que matarnos uno por uno a todos los argentinos». Su voz se pierde en el frío de la habitación: «y eso no podrán hacerlo jamás».
A mí me parece que si volviera ella sería un pequeño pueblo en la tierra: justos y libres. «Nada más fuerte que un pueblo», refrenda la señora en voz baja.
Su enfermedad: «los privilegios». Le duele: «la tierra, los condenados y los que los condenan». Las palabras tienen volumen y me confunden. Asimismo, me las recito hacia adentro para no ceder al calambre de la muñeca. A veces quisiera detenerla y hacerle una pregunta, como si le hablara a una amiga. Que abandonase el tono irrompible con que me dictaba su mensaje dirigido al pueblo peronista y a los contreras, a los oligarcas, a los antiperonistas de toda laya, y que me respondiera fraternal como ya no lo hacía: dedicaba sus energías finales a completar ese documento que sabía sería un legado para la historia.
– Vos por ahí no entendés de estas cosas, chiquita, pero créeme que es importante – me consolaba cuando me notaba distraída.
«Vamos a aburrirnos un rato», bromeaba, y después se ponía a dictar reconcentrada: «el gran dolor, mitigar; las heridas, restañar». A ella le duele la gran humanidad sin sol. Y se le contrae el cuerpo en espasmos. Yo me imagino qué sería si fuera cierto y ella volviera y viviera en los que marchan en silencio. Y si sus manos y las banderas de los pueblos. Restañar: a los ya sin lágrimas. Mitigar: a los que sangran. A ellos: «bajo la noche de la esclavitud». ¿Y si se rebelara el inmenso dolor que la quema? ¿Y si con ella se rebelaran los pueblos sedientos?
– ¿Vos tenés hijos, mocosita?
– No, señora.
– ¿Y querés tenerlos?
– Por ahí sí, cuando conozca a alguien.
– ¿No andas noviando?
– No, señora.
– Qué raro -dijo, y se quedó pensativa-. ¿Qué edad tenés?
– Voy para 28, este mes.
– Qué bien -festejó-. ¿Qué día?
– El 26, señora.
– Bueno, no te apurés. Pero tampoco te duermas, mirá que la belleza se evapora – y se ríe con melancolía.
Siento el frío y veo su cuerpo devorado. No: no quiere morirse. Ella: y ningún elogio quiere. Rebelar a los pueblos, quiere. «Quiero incendiarlos», dice ella, incendiada junto al pueblo. En esa habitación: el cuerpo dolorido. La primera mujer del pueblo, ella, no se dejó. Así lo dice: «no me dejé deslumbrar». Y aprendió, ella, en el mundo de los que mandan. Y quiere decirles la verdad: los quiere. Vino a decir: la que nunca fue dicha.
«Por eso supe desde el primer día que iba a volar con él», me dice. Se encontró con él: una butaca vacía. Y él ya estaba en la lucha. Una butaca vacía y él: iba a volar. Y fue un día maravilloso y dijo sus pobres palabras. Me dicta: «desde el primer momento vi la sombra de sus enemigos, las víboras pegajosas en la tierra». El coronel estaba demasiado solo, ella lo vio: «un cóndor». Y vio el mástil de ideales y las banderas del pueblo. Y ella quiso acompañarlo: «entré en sus batallas». Le dijo: «estoy dispuesta a seguirlo, pero no a seguirlo de lejos».
Hay días en que la tos le concede rachas de una voz más estable. «Y solo pensaremos en las cosas buenas y bellas, porque los años se alejan como cometas en el horizonte de la eternidad. Y queda una estela, como si fueran pájaros que vuelan», yo la miro para ratificar si tengo que escribir eso último.
– Ya lo ves, chiquita, he dejado jirones de mi vida – me dice.
Me arremeten chuchos y temblores. Y me parece que todo el país tiene frío. Son pocas las veces que trabajamos de noche. Generalmente, se duerme temprano. Está cansada como nunca lo estuvo. Todo el cansancio se le echó encima y la retiene en esa cama. Eso es lo que más la angustia. «Estar postrada e iluminada con una lámpara, quién lo ha visto», maldice. Yo le digo que puede romper el silencio de la noche.
– Es usted la que puede hacer un bullicio para que se escuche – le digo.
Ella me sonríe amablemente. Y yo sigo:
– Es usted la que puede llegar con un mensaje al corazón del pueblo y que su cariño se derrame como un canto de amor.
La señora se queda seria y abre grande los ojos.
– Es muy lindo eso que dijiste, pichona. Vamos a agregarlo.
Al principio, no reaccioné. Me quede tiesa como si esperara una indicación más precisa. La señora largó una risita intermitente y me avivó:
– Dale, escribilo nomás.
Yo anoté mi frase entre las suyas. Y sentí que podían dolerme los pies y la sangre como le dolían a ella. «Esta es la noche de la humildad, la noche de la justicia», dice ella. La voz le flaquea, señala el reflejo de la lámpara a un costado de la cama.
– Ahora sí podemos abrirnos a la palabra ardiente del amor y comprendemos el verdadero sentido de la fraternidad. Es sencillo el secreto de nuestra felicidad: poner la buena voluntad de todos para que reinen la justicia y el amor. Pero primero la justicia, que es algo así como el pedestal para el amor.
Los ciclos de su voz se desvanecen por el aire frío de la habitación: «que sean todos para uno y uno para todos; que no exista ningún otro privilegio que el de los niños; que nadie se sienta más de lo que es ni menos de los que puede ser; que los gobiernos de las naciones hagan lo que los pueblos quieran; que cada día los hombres sean menos pobres y que todos seamos artífices del destino común».
La ráfaga de palabras se corta bruscamente. La señora inhala con toda su fuerza:
– Hasta el último aliento que nos de la vida.
Me habla de esos días, y nunca sé si tengo que soltarme a escucharla y resignar el oficio de escribiente, o cada una de esas referencias están así descriptas porque son las que ella elige para entregarle al pueblo. Ella insiste: «la desconfianza terrible, los amigos encumbrados y el honor». Desconfiar de todos los arribistas: ella se aferró a los humildes. Al pueblo sin tanto que sabe jugarse la vida. Se frota los pies pálidos, cadavéricos. Me dice: «él no podía creer ¡en nada!, ¡en nadie!, ninguno que no sea su pueblo, ¡nunca!».
– Yo se lo dije infinitas veces. Y en todos los tonos de voz para que no lo olvide.
Ella los vio. «Las víboras pegajosas en la tierra. Me usaron de pretexto». Ella siempre fue el pretexto: los conoció de cerca. Y en ese julio, con ese cáncer trepándole desde el útero, el paisaje de su vida se le aparece como un lugar muy lejos. Se cansa al intentar recuperarlo. «Perdono más el odio de la oligarquía. La frialdad de un hijo bastardo del pueblo, no», lo dice como si pusiera un punto en el aire.
Porque ella no: ¿de dónde era? Sí: es drama. El pueblo, su vida: su fanatismo. El 17 de octubre: el destino de los dos. Ella dice: «él levantó la justicia y yo le sumé mi corazón». Por eso los tibios, no. Los indiferentes, no. «Las reservas mentales y los peronistas a medias dan asco», recalca. Ya tiene suficiente con el frío del julio en que se muere. «Los ángeles que no fueron ni fieles ni rebeldes. Es hora de decir la verdad; callar, no puedo. No puedo mentirles a los que han sufrido y sufren», dice. Que ella no, jamás: «cueste lo que cueste y caiga quien caiga, esta es la hora de los pueblos».
Tiene frío y se frota las manos de venas azules con dedos largos y esqueléticos, su piel helada. Yo pienso en los pájaros que crecen en las nubes y que despiden un gas pesado que proyecta picos rabiosos. Ella me dicta: «todo esto merece odio o merece amor».
– Y basta, piojita, déjame descansar.
La señora quiere terminar su mensaje lo antes posible, aunque le lleve toda su atención y la deje desplomada. Es la manera de seguir hablándole al pueblo. Todo el incendio de su amor quemándola en esa cama de julio y en esa parte del mundo. Ella dirá: «todo el veneno de mi odio». No puede callarlo: jamás. «Porque no deseo otra cosa que salvarlos con mi acusación».
Yo tan solo podía decir: la patria, el pueblo; la religión, del pueblo; que sí, fanática también. Ella me escucha y me contesta: «Yo no veo solamente mi propia tierra, chiquita, tengo que ver el mundo y en todas partes». Y no me sentía pequeña, inestable, transitoria: me sentía tan grande a su lado como lo que ella decía. Y nada importaba ser una de las que sabían que la señora definitivamente se moría y sufría anticipadamente esa desolación opaca que pronto asediaría a todos.
– Yo sé que usted se está muriendo, señora -me atreví a declararle un día-. Pero no vengo acá para que acepte mejor el final. Yo sé que no hay final. Y usted lo sabe también.
Enseguida me sonrojé y me inundó un pudor agresivo por mi insolencia. No quise hablarle así, con esas ínfulas, esa entonación traviesa. Pero la señora respiró aliviada y no dijo nada.
– No van a poder matarnos a todos, piojita. Van a tener que resignarse a devolvernos la libertad y la justicia. Por eso tengo que volver a escribir, porque es lindo vivir con el pueblo.
En esa cama, en ese julio, ella sabe lo que hace, pero no lo que pasa. Nosotras tampoco lo sabemos. Deambulamos por la casa comprometidas con nuestra tarea y empeñándonos en ella por completo. «Qué más quisiera una simple ciudadana», me había dicho la señora.
Todos midieron su vida con la vara pequeña. Y ella los conoció de cerca. Ella los insultó de frente y les gritó que eran desleales y mezquinos y traidores. No podía soportar más ese papelucho de enferma que todos le querían asignar, no, ella no: jamás. Esa noche me dictó: «yo sola me quedé junto al coronel hasta que se lo llevaron prisionero».
Y es verdad que ahora ella está sola, ahí, en esa habitación.
Me dicta: «Desde la primera revolución ellos no creían». Y que era, para ellos, entregarse a la chusma. Decían: demagogia. Que exigieron la renuncia del coronel y lo encarcelaron en Martín García. Y el pueblo se lanzó a la calle dispuesto a todo y los jefes de la reacción huyeron asustados. Fue el 17 de octubre de 1945. Yo escribo y entiendo que ella sabe que ahora es julio de 1952 y que quisiera vivir eternamente en Perón y en el pueblo.
– Escribir, otra vez; abandonar, no, jamás -cierra el dictado, y con una inflexión más suave, pregunta-: ¿Es jueves hoy? -sin esperar respuesta, sigue-: Ahora andá, y más vale que el sábado traigas un pedazo de torta y lo comas acá conmigo.
Ella se enrolla en la cama, la voz se desgrana desde las sábanas acolchonadas: «sentirlo de cerca, sufrir sus dolores y gozar la simple alegría de su corazón». Yo escribo: «encarnarse en el pueblo». Y otra vez me asombro de su contextura huidiza, su palidez extrema, la irrecuperable debilidad de su piel.
Yo la veo irse, vulgarmente, como cualquiera. En esa cama, ella: «mi corazón y mi cariño y mi alma y mi fanatismo», me dijo, «contra la raza maldita de los explotadores». Nadie más que Evita. «Tengo carne y alma y sangre del pueblo», le cubro los pies y me acomodo en la silla. «Solo dos palabras como hijas predilectas: odio y amor. Y yo nunca sé cuándo odio ni cuándo estoy amando», me dice antes de quedarse dormida.
Repaso lo último que anoté: «mi mensaje atenta contra la modorra de la opresión. Es la hora de los pueblos». Sus frases resuenan en mi mente mientras la vence un sueño desagotado, como una evacuación en la habitación que se hace más fría. Y ella está más fría: no quisiera morirse. Por ella, no. Por Perón y sus descamisados. «Y por nosotras», me digo. La veo dormir contraída. Ella me había dicho que una palabra era como un pan. Por eso escribía su mensaje. «Nadie puede impedir que los pueblos tengan fe», me dijo.
Releo: «he vivido todo lo que tenía que vivir». Ella me dijo: «vivir eternamente». Y que, si se lo concedieran, elegiría un solo deseo, ferviente: «algunas vacaciones en mi sufrimiento, he dejado ya demasiadas entrelíneas».
Dejo los apuntes sobre el escritorio, camino hasta la cama y la toco, observo mis uñas mientras pasan sobre sus cejas y sus párpados. Quisiera tener algo más que simples palabras, yo también quisiera poder decírselas. Pero salgo de la habitación en busca del médico. Después, ya no me permiten volver a ingresar.