Hubo un canto ahogado de palomas y ya no cantan;
hubo, también, la pestilencia del silencio
y un ruido que exaspera.
Es el cielo y es la tierra, es todo lo que rodea.
Es la sucia esencia que nos declaran.
Cae y se derrama, hiriente salpica
su sabor maligno, goce pleno de fe.
Su escupitajo que no es de blanca saliva:
es la vestimenta de un tiempo perdido,
herido o malogrado, hundido o reprimido.
Y en el fondo algo espera;
y en el fondo se refugia y entre alaridos grita;
y se ve azotado por sus propios artificios.
Sufriente y apenado, resiste, aunque tiembla,
es demasiado el estupor que lo condensa;
es demasiado el frío que lo congela,
es demasiado el olvido que lo aqueja.
Pero el jardín de los jazmines grises, ahí está.
Su mirada oculta, sus ojos, brillan despacio:
ha padecido miles de infortunios,
ha lamentado miles de agravios,
pero está ahí, pese a todo,
igual espera.
Poema: El jardín de los jazmines grises, de Envar Ferreyra | Fotografía: Fernando Der Meguerditchian