Aquel fue el último verano que pasamos todos juntos. El mismo verano en que, por primera vez, vi un amanecer. Fue en un pueblito de pescadores perdido en el sur de Brasil al que llegamos con mis padres y mis hermanas. La calle principal donde paró el micro era de tierra y terminaba en el mar. Desde allí, apenas se veía una especie de cuesta que ascendía y después, a lo lejos, el agua tranquila, con pocas olas. Las mellizas dieron grititos de alegría y amagaron a correr hacia la playa, pero papá las paró en seco. Si yo todavía era niño, ellas ya eran adolescentes, pura excitación y deseos de escapar del control paterno.
Anduve bastante solo todo ese verano. Ni mamá ni papá me daban demasiada bolilla y mis hermanas –con quienes de todas maneras no quería estar– hacían la suya con un grupo de adolescentes de los que se habían hecho amigas. Misteriosamente, ese verano papá empezó a controlarlas menos y ellas pudieron hacer a gusto. Ahora pienso que tal vez mi padre ya estaba preocupado por todo lo que vendría después del viaje y por eso aflojó la disciplina y las dejó hacer, más por olvido que por decisión.
Yo pasaba todo el tiempo que podía en el agua y el resto trataba de alejarme de la sombrilla bajo la cual mamá leía y papá hacía crucigramas. Prefería estar solo, planeando la manera de escaparme de la casa sin que nadie me escuchara para llegar a la playa antes de que el sol hubiera salido y así, cumplir mi sueño. Era difícil despertarme sin hacer ruido. Muchas veces me sobresaltaba, todavía en la noche, pero el cansancio terminaba por vencerme y, finalmente, salía del sueño ya de mañana. Las dos primeras noches en las que logré levantarme a tiempo, algunos hallazgos me impidieron llegar a la playa.
La primera vez, me desperté a la madrugada. Todo estaba en silencio. Miré por una ventanita desde la que se veía un morro donde estaban colgados algunos ranchos coloridos. El cielo todavía estaba oscuro. Los días previos había estado hablando con algunos pescadores. Costó que me entendieran pero finalmente logré comprender que si llegaba un poquito después de las cinco de la mañana, vería salir el sol justo al costado de un morro que estaba en la punta derecha de la playa, al final de la curva que formaba la bahía. Me levanté despacio, refregándome los ojos. La puerta de la pieza de mis padres estaba cerrada. Nadie en el baño, nadie en la cocina. Pero cuando miré hacia el balconcito, vi a mamá sentada en una de las sillas bajas. Tenía un vaso con hielo en la mano y la vista fija en el morro. Me acerqué despacio y entonces la escuché canturrear con melancolía una canción que hablaba de una casita «colgada en la falda del cerro». Me quedé quieto, espiándola. En ese entonces todavía creía que mamá era hermosa, la mujer más hermosa que había. Y no era fácil encontrar un tiempo para estar solo con ella, un poco porque papá o mis hermanas siempre andaban cerca, entreteniéndola, y otro poco porque ese verano mamá estaba como ausente, como sin darse cuenta de que yo estaba ahí. Iba a sentarme a su lado, pero me frené cuando vi que estaba llorando. No como yo, claro, que todavía lo hacía a los sollozos, como un niño. Ella lloraba en silencio, con la vista perdida mientras cantaba. De golpe, sin querer, pateé un banquito. Se dio vuelta y me descubrió. Primero hizo una mueca de sorpresa pero después sonrió con su sonrisa ancha, se pasó una mano por la cara y me extendió la otra sin decir nada. Yo me acerqué despacio y ella me sentó en sus rodillas como cuando era chiquito. Me besó la cabeza y empezó a acunarme sin dejar de cantar. Nunca la había visto llorar. Quise preguntarle qué le pasaba pero no me salió nada. Así que me quedé ahí, en sus brazos, con muchas ganas de llorar también yo pero sin poder hacerlo. No sé cuánto tiempo estuvimos así. El cansancio y el arrullo de su canto me durmieron de nuevo. Me desperté cuando mamá estaba tratando de levantarse. El cielo ya tenía color celeste y el sol iluminaba la casa más alta del morro. Ella volvió a besarme la cabeza y dijo que había que preparar el desayuno. Juntos calentamos agua, encendimos el fuego para la tostadora, exprimimos naranjas. Desayunamos solos y en silencio. Cada tanto, me miraba con sus ojos grandes y claros y me acariciaba el flequillo a través de la mesa. Cuando terminamos, murmuró:
–Volvé a la cama que todavía es temprano y dormiste muy poco.
Le hice caso. Cuando me desperté de nuevo eran las once de la mañana y todos se habían ido a la playa.
Dos o tres noches después, logré quedarme despierto. Me levanté sigiloso. Avancé despacio. La puerta del dormitorio estaba abierta así que fue fácil no hacer ruido. Cuando me asomé al antebaño, me alertó una luz en la cocina. Enseguida escuché murmullos agitados, como una discusión que se sostenía en voz muy baja. Mis padres se gritaban susurrando. Nunca los había escuchado hablarse así. Sí había presenciado discusiones y hasta algunos gritos alguna vez pero nunca esa pelea sorda, desesperada. Me asomé sintiendo que el pecho se me oprimía y vi a mi madre sentada a la mesa, de frente a mí. Tenía la cabeza entre las manos y lloraba. Mi papá estaba de espaldas, moviéndose de un lado a otro, como sin poder quedarse quieto. Cada tanto apoyaba las manos en la mesa, inclinaba el torso hacia mi madre y volvía a decirle algo en el mismo volumen inaudible, pero con mayor fiereza. Entonces, ella cerraba los ojos con fuerza y hacía una mueca de dolor con la boca. Volví a la pieza, me tumbé en el colchón y mordí la almohada para no despertar a mis hermanas. No entendía lo que había visto. No había podido escuchar nada de lo que papá decía ni tampoco lo que mi madre replicó cuando en un momento se paró con la cara bañada en lágrimas, apoyó también ella las manos en la mesa, y con la cara muy cerca de la de él, dijo algo lentamente y en voz muy baja. Entonces él se sentó, abatido.
A la mañana, cuando me desperté, papá estaba en la cocina, preparando el desayuno.
–Tu madre se fue a caminar por la playa –, dijo al escucharme, pero sin darse vuelta. Se quedó de espaldas, mientras vigilaba el agua para el mate que se calentaba en la cocina.
Parecía estar como siempre, sereno. Nos sentamos en el balconcito, él con el mate y yo con un vaso de yogurt. Bebimos en silencio. De pronto, me preguntó si me estaba divirtiendo.
–No te hiciste ningún amigo, todavía –, agregó. Yo me encogí de hombros y sonreí–. ¿La estás pasando bien?– insistió.
–Sí –, balbuceé–. Me gusta el mar.
Volvimos a quedarnos callados hasta que, finalmente, le dije que iba a la playa a buscar a mamá.
La tercera fue la vencida. Lo había planeado con mucho cuidado. Tenía que salir bien. Me fui a dormir muy temprano para poder estar despierto antes del amanecer. Dije que me dolía la cabeza. Mamá pensó que era insolación. Los últimos dos días había estado muchas horas en la playa, repasando el plan y escapando un poco de mis padres. Papá estaba callado y serio la mayor parte del tiempo. A mamá, muchas otras veces después de aquella madrugada la encontré sentada en el balcón. Le descubrí algunas arrugas a los costados de los ojos y su mirada triste empezó a recordarme la de una anciana. Había dejado de ser, de golpe, la mujer más hermosa sobre la tierra y aún no había encontrado a nadie que la reemplazara. Supongo que para evitar todo eso, que me resultaba insoportable, pasé los últimos cinco días en la playa todo el tiempo que pude. La insolación fue un invento de mamá pero sirvió para acostarme temprano esa noche. Me costó dormir, pero lo logré. Y también despertarme antes de que amaneciera.
Todo estaba en silencio. La puerta de la pieza de mis padres estaba entreabierta y se escuchaba la respiración pesada de papá cuando duerme profundamente. Me asomé a la cocina. Nadie. Nadie tampoco en el balcón. Manoteé una lonita de la baranda y bajé muy despacio la escalera, tratando de no trastabillar. El patio estaba iluminado así que no me costó llegar a la verja de entrada. La abrí despacio pero igual hizo un ruido fuerte. Me quedé inmóvil y cuando comprobé que todo seguía en silencio, salí a la calle y empecé a caminar cuesta abajo, rumbo a la playa. Las pocas luces todavía estaban encendidas. Cuando llegué a la arena, un grupo de jóvenes guitarreaba alrededor de un fuego y algunos pescadores empezaban a ordenar las herramientas en sus barcazas para salir al mar. Todo estaba en penumbras. No había luces en la playa de aquel pueblito perdido. Caminé un trecho hacia el morro detrás del cual me habían dicho que salía el sol. Cuando llegué a un lugar lejos de los pescadores y del fogón, me senté sobre la arena y me tapé con la lona. Soplaba un viento apenas fresco. Sentía la piel erizada y el corazón latía como loco. Me abracé las rodillas contra el pecho y apoyé la cara sobre ellas.
Cuando vi que el cielo empezaba a aclararse, cerca del punto que me había señalado el pescador, abrí grandes los ojos y empecé a temblar violentamente. Pasaron apenas unos minutos y el sol emergió desde la profundidad del mar. Un cuarto de esfera amarilla recortada entre el mar y el morro, que le robaba un trozo del costado. La luz empezó a encandilarme y aunque me hacía mal, seguí con los ojos todo lo abiertos que pude. Me ardían y no sabía si era el sueño, la luz o que había empezado a llorar casi sin darme cuenta. Seguí segundo a segundo el nacimiento del sol y cuando la esfera amarilla ya estaba entera en el cielo y el movimiento empezó a ser más lento, me acurruqué en posición fetal y me quedé dormido.
Me desperté de golpe cuando una de mis hermanas me zamarreó con el pie. Con los ojos todavía cerrados escuché su voz chillona gritando:
–¡Acá está, papá, acá está!
Abrí los ojos y desde el piso la vi a contraluz, bajo el ala de una capelina de paja, las manos en jarra a los costados de la cintura, una mueca en la boca, mitad de desaprobación, mitad divertida. Antes de que pudiera moverme o decir algo, llegó corriendo mi otra hermana, agitada.
–¿Qué hiciste, nene? –preguntó–. Mamá casi se muere. Nos querés matar de un susto.
Estaba incorporándome cuando llegó mi madre corriendo. Se tiró de rodillas en la arena y me abrazó llorando. Volví a verla vieja y triste, aunque intercalaba sollozos con carcajadas. Por un hueco que dejaba el codo de mamá mientras su brazo me abrazaba, apretándome, vi la figura de mi padre, enorme, silenciosa, de pie entre las mellizas. No dijo nada por un instante. De pronto, escuché:
–Bueno, bueno, ya está… Ya sabemos que está bien. Volvamos a desayunar.
Volvimos caminando hacia la casa. Nadie hablaba. Ni siquiera mis hermanas. A los dos o tres metros, mamá había dejado de apretarme contra ella. Entonces me detuve un momento y vi avanzar a mis padres lenta, pesadamente, las espaldas un poco encorvadas por el esfuerzo de caminar sobre la arena. Me di vuelta. Los pescadores ya estaban internados en el mar con sus barcos. El sol estaba alto en el cielo azul. Lo miré directamente y volvió a encandilarme. Me sentía inmensamente feliz aunque no entendía por qué, entonces, tenía tantas ganas de llorar. Escuché la voz chillona de mi hermana gritando mi nombre. Me volví. Mis padres seguían caminando más adelante y creí ver que aunque marchaban uno al lado del otro, cada uno parecía ir hacia lugares opuestos.
–Vamos, nene… Que todos tenemos hambre… ¿O querés volver a perderte?–, me dijo antes de retomar la marcha.
Iba a responder que nunca me había perdido pero me di cuenta de que sería inútil.