Relato e ilustración publicados en nuestra cuarta revista de Literatura y Artes.
I
Veníamos pateando tachos, pero todo tipo de tachos. A esa edad uno es tan anónimo y descarado como inimputable, por lo que decidimos mantener la clandestinidad todo lo que fuera posible. En cada vidrio que rompíamos negábamos nuestro apellido, y eso era lo que mejor nos salía: negar y romper. Empezamos por los farolitos que iluminaban el camino de acceso a un casco de estancia que había sufrido la transformación a club social y deportivo para gente fina. El asco nos daba puntería, las farolas saltaban solas. De ahí a volver caminando hasta el pueblo rompiendo todo lo que estuviera a nuestro alcance era un detalle de algo más amplio de la actividad a la que nos dedicábamos. Porque el tamaño de la ciudad era el de un pueblo, entonces, a falta de vehículos adecuados para los estragos, nos movíamos a pie. Pero andábamos rápido, de modo que no nos alcanzaran.
Patear tachos requiere de una destreza: se trata de desparramar la mayor cantidad de basura posible en una sola patada. Por momentos se establecía una tácita competencia en la que también surgían factores determinados por el azar; por ejemplo, era más valioso patear un tacho que desparramara elementos podridos a uno que tuviera desperdicios sin olor, como metales o plásticos.
Y eso era el principio. Después de la segunda incursión con éxito, decidimos organizarnos. Sabíamos que con un atentado más ya estaríamos en condiciones de empezar a aparecer en el pasquín del pueblo en letras catástrofe tipo «Vandalismo en la ciudad, aparecen tarros de basura desparramados en diversas vecindades». Nuestro plan entonces era anticiparnos: limpiaríamos nuestra imagen social por las tardes, y en la clandestinidad desgarraríamos las vestiduras de los santos en las vísperas. Y así fue.
La mañana de nuestro tercer atentado, en el que rompimos en una sola noche cuatro vidrios de los dos bancos más importantes del pueblo, ya éramos los vecinos más indignados del pueblo. La noticia salió en el pasquín ese mismo viernes, pero Soro, Paco y yo, cada uno por su lado, habíamos hablado con nuestros padres sobre la necesidad de cambiar algunos hábitos y querer ser útiles a la sociedad. Nos mostrábamos compungidos, preocupados por este país sin valores, que no pensaba en el futuro, en el creciente individualismo y en la sobrevaloración del poder del dinero. Les transmitimos que queríamos empezar con algo grande: una campaña de reciclaje para la cual adoctrinaríamos a los compañeritos de la escuela, y nuestros padres nos apoyaron decididamente. No se demoró la cosa, a las dos semanas teníamos nuestro primer contenedor lleno de plástico de botellas de gaseosas.
II
A todo esto, la gente del banco empezó a instalar cámaras de seguridad en la calle del centro. «Tras las investigaciones policiales, todavía no hay rastros de los responsables del atentado al banco», tiraba la bajada del pasquín, y daba pie para el siguiente atentado: tomando los recaudos necesarios, preparamos unas bombas molotov y las reventamos en la esquina de la avenida en la que funcionaba el pasquín. Era a mediados de otoño, me acuerdo porque enseguida se hicieron fuego las hojas de los robles. Entonces vimos quiénes eran los periodistas que iban a cubrir la noticia y ya sabíamos que iban a titular con algo mucho más puntual que la vaguedad de «actos vandálicos». Iban a buscar culpables. Pero ya teníamos el plan armado, y acá entraba a tallar el gordito Comiso.
El gordo era un dejado, un personaje sin maldad. Agresivo pero inocente, un tipo que no se daba cuenta de la gravedad de los hechos. Le dijimos que sabíamos que el periodista que estaba junto al fotógrafo en la esquina del diario había descubierto que las molotov habían sido cargadas con nafta de la estación de servicio que regenteaba su padre, porque estaba muy diluida la nafta. El gordo salió como tiro a increpar a los tipos, que enseguida lo imputaron como sospechoso. A esta altura el asunto era todo humo.
Dejamos que la cosa se agitara para poder llevar adelante el gran golpe: esa noche, al calor de la noticia, uno de nosotros se subió al techo de la imprenta y desde una ventana le tiró con un par de bulones a la máquina. El diario no salió por un mes y medio, pero cuando volvió a aparecer estábamos en la tapa: «Los fantasmas que aterran a la ciudad».
III
A esa altura nuestras actividades estaban en boca de todos: ya habíamos tenido entrevistas con el intendente en las que habíamos propuesto, desde la escuela, seguir con la recolección de reciclaje y el asunto era qué hacer con la basura. Eso, en contrapunto con el desparramo que hacíamos por las noches, en la clandestinidad, parecía inverosímil. La propuesta fue hacer una cordillera de plástico en las tierras fiscales en las que se haría un gran parque de la ciudad en un futuro que no llegaría jamás, como el futuro que prometen las autopistas, y que, por abandono, estaban siendo ocupadas por trabajadores que llegaban como mano de obra flexible a las nuevas fábricas. Ante la posibilidad de que se hiciera algo sin tener que invertir de su bolsillo, la idea le pareció bárbara. Una montaña, luego podríamos hacer un centro turístico, dijo Soro, qué sé yo, quizás comprar una máquina de esas que hacen nieve y quién te dice. El intendente nos escuchaba pasivamente, como hacen todos los intendentes del mundo. Le hablábamos con la claridad de los datos, necesitábamos que la ciudad consumiera mucha gaseosa para que en dos años tuviéramos una montaña, es decir, un atractivo turístico. Él nos dijo algo como que veía que eso favorecería mucho a los fabricantes de gaseosa.
Lo que hizo mella fue el discurso que le dimos, fundamentando que el turismo podría representar un ingreso económico sin precedentes para la ciudad, porque generaría ingresos netos sin demasiado esfuerzo, y que pin que pan. Y en la ciudad pueblo funcionaba perfectamente la sobrevaloración del turismo. Decíamos cosas como «El turista es bueno dos veces», «Al que nace turista dios lo ayuda», «No por mucho trabajar de turismea más temprano», «Al turismo no se le miran los dientes». El discurso terminó entrando gracias a nuestras demostraciones de seriedad y entusiasmo, por lo que todo intendente cree que una ciudad pueblo siempre necesita: jóvenes comprometidos y pujantes.
Si bien esa noche barrimos seis calles enteras, la cordillera estuvo en marcha sin pérdida de tiempo. El plan era montar una montaña que pudiera verse desde lejos, con la finalidad de terminar con el horror de la vista del llano. Después haríamos unos riachos y algún laguito, pero ya eran etapas más lejanas en el tiempo. Una buena pila de basura, que si una noche se nos ocurriera romperla, hiciera bosta todo. Iba a ser nuestro gran golpe: una montaña y otra de basura inútil en medio de la ciudad pueblo.
Empezamos a hablar de la llanura. Pero entre nosotros, como para pasar el tiempo. Por oposición, si la montaña y sobre todo el valle, es el paisaje deseado, la llanura es el vacío total, es la ausencia de paisaje. Y sin embargo, el llano no deja de ser lo exótico, no deja de ser «el paisaje ideal» para el que, haciendo el recorrido contrario, viene de la montaña hacia estos parajes asoleados. ¿Acaso no fue eso lo que fascinó a los inmigrantes que decidieron establecerse en ese llano? ¿Acaso no éramos los descendientes de esos hambrientos inmigrantes, y esa la razón por la que buscábamos dignificar ese suelo? ¿Acaso no éramos la tercera generación de descendientes de esos inmigrantes que habiendo renunciado a la montaña y el valle se habían instalado formando la ciudad pueblo, y esa montaña no era más que la reivindicación de nuestras longevas raíces necesitadas del paisaje original? ¿Acaso nuestra actitud de romper cosas no mostraba las hilachas de una historia que ya carecía de referentes?
IV
Para el invierno, nuestra vida era ir a la escuela por la mañana; gestionar la montaña de basura por la tarde; reventar aleatoriamente faroles y vidrieras por las noches. Lo primero que hacíamos era controlar por dónde circulaba la policía, y con qué recursos contaban. Nos movíamos en la oscuridad, no había manera de que sospecharan de nosotros.
Era todo un desafío pasar el tiempo por las mañanas. Salíamos un rato antes con la excusa de la montaña, a primeras horas de la siesta llegaban un par de camionetas con botellas pet. Las llenábamos de agua, para que ganaran peso, y las íbamos apilando. Primero ordenadamente, poco a poco nos fue ganando la desprolijidad. Al cabo de un mes teníamos unos cien metros de altura. Fuimos muy cautelosos de armar una ladera de modo de posibilitar un descenso seguro. No había peligros, rebotábamos en las botellas con agua, era divertidísimo. Era notable: teníamos la primera montaña de agua del mundo. Ahora sí sería un atractivo turístico. Decidimos llamarla La Ricardo, en homenaje a un científico que nos había inspirado a dejar nuestro deporte de la infancia, el polo, por esta tarea tan progresista. Tan pronto iba ganando en superficie, también lo hacía en altura. Teníamos planeado que a fin de año llegaría a un nivel por el que escalarla tomaría al menos dos horas.
Pero por las noches, cómo disfrutábamos rompiendo cosas, desparramando basura. Sentíamos que verdaderamente vivíamos en esas horas. Que aunque nos siguieran no nos podían agarrar, que jamás nos descubrirían. Éramos sigilosos para escaparnos de nuestras casas, y éramos fantásticos para llenar de porquerías las veredas.
Pero un día, al llegar al barrio Papa Juan Pablo II, nos encontramos con una escena atroz: un montón de basura desparramada, faroles rotos, vidrios en la calle. Un caos que no había sido perpetrado por nosotros. Habían pasado ocho meses desde el comienzo de nuestra carrera y ya teníamos competencia. De lejos los vimos escapar, Paco creyó divisar una campera Adidas verde moco. Inmediatamente nos dimos cuenta que era la banda de César.
V
No la vimos venir. Habíamos estado tan ocupados planificando el gran golpe (la idea era tapar la montaña de agua con compost, y hacía tiempo que veníamos trabajando, y hasta habíamos logrado obtener gran cantidad de desechos orgánicos que servirían; pensábamos que podría llegar a ser una invasión de baranda a podrido en todo el pueblo, como una gran bomba de olor), que descuidamos varios frentes. Y ahí estaba César, el pendejo engreído, el hijo de los dueños de la fábrica de caños de plástico, los más ricos del pueblo, llegando a la edad en que se iba a querer comer el mundo. Y los pibes que lo festejaban, pobrecitos, una bandita de mugrientitos que hasta hacía dos meses buscaban botellas de plástico para nosotros.
En un primer momento fue pura adrenalina, pensábamos que se establecería una especie de competencia para ver quién rompía más cosas en una noche. Pero algo pasó y empezamos a temer por la montaña. El indicio fue que aparecieron algunas botellas de la base de La Ricardo que se habían pinchado y habían perdido el agua. Después Soro encontró una botella que contenía Coca Cola, algo inverosímil. Supimos que eran ellos, que nos habían descubierto.
Pensamos en un momento en dar aviso a la policía, pero después pensamos que nos estaríamos exponiendo demasiado. Entonces nos dimos cuenta que debíamos enfrentarlos directamente, y si no iba a ser en las calles, iba a tener que ser en la base de La Ricardo. Y así fue, los esperamos dos noches, a la tercera los vimos venir.
VI
«Venimos a buscar lo que es nuestro», dijo Cesarito. Estábamos Paco y yo esperándolos, y Soro se había escondido detrás de una pequeña montañita de tetra brik. Ellos eran cinco pibitos, unas lauchitas que recién salían de noche desde la semana anterior. «No vamos a pelear, nos vamos a llevar lo que nos pertenece», dijo otro de los imbéciles, éste se hacía pasar por culto. «Si no van a pelear, rajensé de acá, pelotudos, porque los vamos a matar», dijo Paco, y Soro ya se preparaba para atacar por el flanco. La cosa prometía batalla campal. Nosotros no podíamos resignar lo que nos había costado tanto trabajo y sacrificio conseguir. Ellos se querían quedar con las botellas que habían conseguido para hacer otra montaña en otro lado: nos admiraban, en el fondo.
De repente vemos que Soro sale corriendo de la oscuridad a los gritos. No se entendía bien qué decía, algo como «Rajen de acá, rajen de acá». Dos de ellos huyeron y la cosa se emparejó. Entonces ellos atacaron primero, venían armados con palos y cosas así. Nosotros, que lo único que teníamos eran las botellas, las tuvimos que usar. Esa noche La Ricardo perdió unos diez metros de altura.
Tuvimos que dejar todo ahí. Al día siguiente las cosas ya no serían iguales. Todo había perdido brillo, nosotros no éramos los mismos. Teníamos los días contados, comenzaba la migración, dejamos la ciudad pueblo en mano de esos bandidos insoportables, nunca dejaremos de reprocharnos entre nosotros ese descuido.
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