Cuentos | Primer día lectivo - Por Eva Wendel | Ilustración: Emilia Repetto

Como todos los años, creyó que terminaría a la hora de siempre. Algo había en la atmósfera, sin embargo, que no la dejaba pensar. Entró sin saludar a nadie. Marta, la portera, intentó interceptarla, pero ella no se detuvo. Fue directo hacia el salón y la tomaron por sorpresa tanta oscuridad y silencio. Enseguida manoteó la luz, como pudo, no sin antes patear dos bancos que estaban fuera de lugar y una silla que cayó como una ficha de dominó por el efecto rebote; recién ahí logró prenderla y se llevó el susto del siglo cuando del parpadeo intermitente de la luz le pareció ver un bulto pequeño en medio del aula y luego lo vio paradito ahí, todo tembloroso y con una bronca que se le notaba atragantada por el tamaño de la nuez y los ojos inyectados. Era un niño pequeño y estaba solo. Entonces intenté hablarle suave, para no perturbarlo más de lo que parecía, pero el otro se adelantó y me increpó sin preámbulos. Dijo:

―¿Vos quién sos?
―Soy la profe de lengua y vos, corazón, no tenés edad para estar en esta parte de la escuela. Si te ve alguno de los directivos del primario te van a retar y a mí también.

Después agregó que su lugar quedaba del otro lado de la reja verde, pasando las escaleras que están pegadas al bufet, por el pasillo; y se esforzó por mostrarle el camino, señalándoselo. Sin embargo,  mirando a su alrededor, notó que algo no estaba bien, no supo si fue el espacio vacío o la hora, pero por un instante empezó a perder la noción de todo lo vivido esa mañana, incluso imaginó que tal vez se habría confundido de día, que seguro las clases empezarían el martes o el miércoles y ella no habría estado atenta a aquel mail que había mandado la institución esa misma mañana. Pero el chiquito no le prestó ni un cuarto de atención a la explicación, por el contrario, sostuvo la mirada perdida y ya no supo si en realidad estaba ahí o era otro de sus fantasmas. Entonces Amalia empezó a preocuparse por no saber cómo abordar aquella situación, ya que si bien comprendía que se trataba de un nene, algo en la mirada y en su voz parecían sumergirlo en letargos por los que se colaba un dejo de hastío con el que no podía parar de identificarse.

A pesar de la percepción femenina y los miedos, pasados unos cuantos segundos y como salteándose, tal vez, todo lo que realmente le ne fregaba, afirmó su enojo:

―¡Pero mi hermano sí tiene que estar acá!

Amalia aprovechó la mención para preguntarle quién era su hermano, ya que quizás la breve instancia de diálogo o el enojo vinieran por ahí. Pero al volver a escuchar la palabra «hermano» en boca de Amalia, el pequeño agachó la cabeza y volvió a quedar atrapado en esa nube ataviada de miserias. Fue entonces cuando decidió dejar todas las normas retrógradas del maldito colegio de lado y se acercó para extenderle sus brazos y una mirada de madre. Ahora toda la carita se le fruncía y los ojos volvían en sí, como queriendo no estar ahí, en ese aula, hasta que finalmente se venció al llanto y Amalia sintió cómo el frágil cuerpecito se desplomaba sobre su pecho.

Recién cuando la respiración se fue aquietando, igual que el impulso de sus latidos, Amalia le preguntó cómo se llamaba. Y él dijo:

―Me llamo Damián Ortiz y mi hermano hoy no se despertó. Eso vino a decirme mamá cuando yo estaba en la cama. Mamá tenía todos los ojos rojos y después empezó a los gritos y salió corriendo y me encerró y yo me escapé por la ventana; porque además yo sé que Sebas estaba ahí, porque a mí me dio un retorcijón de panza horrible y papá, que re poquitas veces viene a casa, lo quería despertar y le gritaba cosas feas a Dios…

Las palabras de Damián la aturdieron, al punto de recordar todo, de golpe: el despertador de las diez de la mañana, la extensión del plazo de la alarma por diez minutos y el chequeo rápido de la casilla de correo con un mail del colegio que evitó abrir porque seguramente tendría que ver con alguna breve e hipócrita bienvenida más un adjunto de diez páginas con una lista interminable de pasos a seguir durante el resto del año. Así que sólo atinó a despejar el mensaje del celular y ahí fue que se dio cuenta que tenía más de diez mensajes de whatsApp, tres de compañeros del laburo y el resto de grupos. Si bien eso le llamó la atención, seguía como atontada, por lo que prefirió esperar la próxima alarma y aprovechar los cinco o seis minutos de sueño de los que todavía disponía hasta que volviese a sonar la chicharra. En el interín, soñó que corría desnuda por la calle buscando las llaves del auto que habían quedado en la casa de una amiga que cambiaba de dirección cada vez que llegaba a una esquina. De San Luis a Montevideo y de Montevideo a Bv. Segui, de Segui a Uriburu y así sucesivamente iban mutando las direcciones en donde Amalia creía vivía su amiga, mientras seguía corriendo sin ropa, buscando un teléfono o algo que le permitiera encontrar la casa; hasta que vio a un hombre como obnubilado por su ridícula flacidez en movimiento y le pareció que tal vez la podría ayudar, entonces le preguntó si disponía de algún teléfono o ropa para poder llegar hasta alguna cabina y lograr comunicarse con su amiga; pero el gordo pareció ofenderse o no sé qué porque le dio vuelta la cara en seco como si hubiera visto a un fantasma con tetas y siguió pintando un cartel que decía «Pinto paredes y puertas…». Ahí fue cuando se despertó, aturdida por un sonido que le duró largo rato en el cerebro, era la alarma, otra vez.

Cuando no pudo estirar más la sinergia onírica, sintió que ya lo sabía. No hacía falta chequear el correo, no era necesario leer los mensajes de WhatsApp, era una mala noticia. Estaba segura. A medida que pasaban los minutos la certeza se hacía más firme, no pudo, sin embargo, volver al celular. Estaba paralizada, no podía ser ninguno de ellos, no, ellos no, por favor, Dios, ellos no…, se repetía en silencio, mientras pensó en la enorme paradoja de ser atea.

Se vistió, se lavó los dientes, puso la pava en el fuego mientras daba de comer a sus gatos, regó las plantas del jardín y sacó la pava justo antes de que empezara a chiflar. Volvió sobre el celular, abrió las notificaciones como quien no quiere hacer saber que recibió los recados, apuró el mate a su boca y borró uno por uno hasta encontrar el mail en el que llegó a leer apenas el comienzo del asunto: «Clases suspendidas por due…» Lo borró sin abrirlo y se fue a trabajar en bicicleta.

Y ahora, que no sabía qué hacer con tanta información reprimida y con aquel pequeño, su hermanito de no más de ocho o nueve años (no hubo tiempo para más preguntas), volvió a huir. Antes, besó en la frente a Damián y sintió un embotamiento como si estuviera pasando por una de sus peores borracheras. Ya afuera, encaró el volante y pedaleó en dirección al sur. En su mente guardaba un objetivo claro: llegar a casa. Pero apenas hizo dos cuadras notó que la fisonomía de la ciudad se complejizaba. El pedaleo se hacía cada vez más lento, las calles se convertían, llegando a determinados puntos, en puentes o colectoras que iban en ascenso como la subida empinada de una montaña rusa. Le empezaron a temblar las piernas y decidió evitar las pendientes para seguir por las calles o avenidas planas. Sin embargo, a medida que se alejaba de las subidas, iba perdiendo el rumbo. Atravesó, a contramano, una avenida que terminaba en una diagonal. Había mucho tránsito y sentía que no lo lograría, las bocinas y el semáforo que pasaban del amarillo al rojo, las rodillas que le dolían como si hubiera estado entrenando durante varias horas seguidas, el aire denso como pronto a romper en lluvia que nunca llegaba. Frenó de golpe y se bajó de la bici. Decidió ir por la vereda acarreando el vehículo de costado. Dos señoras mayores la interceptaron y la miraron con desprecio, como si aún estuviese desnuda. Se secó la transpiración de la cara y llegó, a pocos metros, hasta un portón en medio de un predio enorme. Entró.

En ese espacio rústico y posmoderno había gente haciendo cola. El cielo ahora estaba abierto y vio despegar un avión. Cuando estaba con la cabeza volteada siguiendo el recorrido de aquel monstruo, observó que otro gigante llegaba en dirección al predio, donde estábamos todos, unos detrás de otros, en fila india. Me acerqué más a la gente, tratando de disimular, como podía, la desorientación que cargaba y la bicicleta. Le pregunté a una muchacha que estaba en el último lugar de la fila si ésta era la cola para comprar un vuelo. La chica asintió con un leve movimiento de cabeza, al tiempo que demostraba un real desinterés en emitir cualquier otro juicio frente a una extraña, e instantáneamente volvió a darme la espalda y se inmiscuyó en su teléfono.

Mientras hacía la cola, casi sin entender por qué había decidido obtener un boleto de avión y sucumbir ante aquella amansadora, un temblor confuso alborotó a los potenciales pasajeros que hasta ese momento parecían sonámbulos, enfrascados en sus mundos cibernéticos. El movimiento del piso parecía provenir de un aterrizaje forzoso o al menos con ese chisme se fueron calmando unos a otros hasta que llegó a mis oídos, gracias al vozarrón de un pelirrojo que estaba adelante de la ortiva. Al cabo de unos pocos minutos, todos estaban nuevamente ocupando sus lugares de encierro y yo seguía ahí, sin saber a dónde volaría y si podría alquilar alguna especie de casilla o casillero para preservar la bicicleta, ya que era nueva y me había salido demasiado cara como para dejarla abandonada en el estacionamiento de un aeropuerto.

Al archivar este último pensamiento, Amalia se dio cuenta que el alivio llegaba cuando recordaba cómo había sido con ella: gentil y comprador, siempre dispuesto a ayudar a sus compañeros a la hora de hacer una redacción larga o un poema; su voz aflautada y calma cuando respondía a un examen oral, sus «hola, profe, está radiante esta mañana» para evitar que me enojara antes de dar las notas trimestrales al grupo; sus horas de silencio cuando ella, desde el otro banco,  lo rechazaba o ignoraba cual si fuera un fantasma; y la certeza, aterradora, de que ya no estaría más en éste ni en ningún otro mundo, porque qué es la muerte si no ese desgarro en el útero que nos trae el desvelo por haber amado con tanta intensidad. Y automáticamente creyó conveniente sacar el pasaje, olvidarse de todo, cargar sobre sus hombros la bomba del tiempo, correr el riesgo hasta lograr desaparecer. Calafate le pareció un destino acertado, de hecho, al imaginarlo, sintió que ya estaba allí, impulsada por una turbina que empezaba a tomar fuerza, pasadas ya muchas horas de aquel aterrizaje forzoso. Pero el avión no se movía y entonces, después de aquel mail y de los ojos vacíos de Damián, vi la muerte blanca y quieta acecharme de cerca y entendí, de repente, a todos los hijos que no eligieron nacer; y sentí, en mi cuerpo, el ahogo de Sebastián al anudársele la vida por ese amor no correspondido; y supe, sin quererlo pero aceptándolo, de la pasión atragantada y el liberarte, dejarte ser feliz con otra que no sea yo, sufrir por comprender que éste era el final, como el de Sebas, como el nuestro.

Hubiera debido ser más atenta con aquel chiquito, se recriminó Amalia, en su afán por rescatarse de aquel letargo en el que había sucumbido al darse cuenta que Sebastián, su hermano mayor, mi alumno, estaba muerto; pero las lágrimas ni siquiera alcanzaron a nublarle la vista. Aquella muerte la había llenado de sentido y, sin embargo, qué hacer ahora con todos esos retazos de historias detenidas en un punto, cómo enfrentar con ojos de amante o de docente la vida y el banco ausente. Mientras seguía ensimismada en esos oscuros pensamientos, volteó la cabeza en dirección al cielo y vio una nube con forma de pez que simulaba tragarse a otro pez más pequeño, justo antes de ser atendida por el personal de tierra del aeropuerto. Sólo faltaban el pelirrojo y la mujer apática que seguía conectada a su mundo virtual, que ya no levantaba la cabeza ni para observar si la cola se movía, si se había hecho de noche o habíamos despegado.

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