Cuentos | Infinito punto rojo - Por Damián Pulizzi | Ilustración: María Victoria Rodríguez

Las distancias son maneras de pararse ante una misma dimensión. La variación de una de ellas, altera por completo las circunstancias. La distancia se extiende o retrae. Las dimensiones, a su vez, se subsumen. Se pierden, paralizan, dejan de ser. No hay deberes en las poses, son decisiones. Las apariencias demuelen las cercanías. No todo es tan próximo como los brazos sugieren. Nada es lejano, entonces. 


                                      En el infinito la realidad no tiene término, no tiene límites.

Roberto Juarroz

 

Yo no tengo miedo a la noche. Ni a la oscuridad. Y menos que menos a quedarme solo.  No tengo miedo de quedarme solo. Cuando estoy solo pienso que alguien va a venir y viene, y siempre funciona.  Recién estaba en la pieza y pensaba: ya van a venir, ya van a venir, y al ratito llegaron del hospital. A veces tarda, sí,  pero siempre funciona.  Me parece que tengo como un poder. Después mi hermana vino y me dijo que me quedara acá,  que no haga nada porque ellos tenían que hablar cosas de grandes. Y qué me importa, si me gusta quedarme en esta pieza y acostarme del lado donde falta mamá. Ella me dijo que iba a estar bien. Que iba a volver a casa. Pero ahora no tengo ganas de jugar y esta ventana me gusta porque da a la calle,  aunque no pase nadie,  ni un perro, ni un auto. No sé para qué hacen una calle en la que no pasa nadie.  Y todo el tiempo se la pasan hablando de lo mismo. A mí qué me importa,  mamá me dijo que iba a estar bien. Mi hermana reza y me hace rezar, es horrible rezar, odio rezar, es lo más feo del mundo rezar. Papá no reza porque no sabe. Mamá dice que él no es de las palabras. Y veo algo ahí afuera, en la calle, pero no es un animal. Bah, no es uno de los conocidos. No es nada conocido, es algo de otro mundo. Me acerco a la ventana y la puerta de la pieza se abre. Papá se queda parado y  me mira. Me pregunta qué hago. Yo levanto los hombros, no sé. Papá está triste. Todos están tristes. Yo no. Papá va al ropero y saca una caja. Está pálido. Y a mí qué me importa, que se vaya, que me deje mirar tranquilo. Pero no,  él se acerca y me da un beso en la cabeza. ¿Y para qué se hace el que no llora y después se va?  Que se vaya, con esa caja, con todas las cajas que quiera. Si cuando viene del hospital me trae una golosina y me manda un beso de mamá. ¿Y ahora qué? ¿Para qué vino? Se hubieran quedado allá, si a mí ni miedo me da quedarme solo. Y no sé lo que es eso que está ahí afuera. No es un cartón, ni una paloma muerta, porque se mueve y tiene como unos ojos. Mamá se quejaba porque le dolía mucho. Por eso la llevaron al hospital. Y le tiran rayos, para que se cure. A veces escucho cuando hablan. No como ahora que están callados y no sé para qué me tienen acá. Son muy poderosos esos rayos para mí y por eso le van a hacer bien. Muy bien le van a hacer.  Porque son poderosos y fuertes y curan todo. Porque son rayos ultrapoderosos del infinito punto rojo y yo no la extraño mucho. Un poquito nomás, además cuando se cure va a venir, alguien me dijo, o lo escuché. Ya me marearon con tanto lío. Y hablan tan bajito que ni se entiende. Y qué me importa si ahora ni hablan. Si están callados. Mi hermana, papá, los tíos, todos. Qué me importa que no hablan. Si son unos aburridos. Por eso, no sé para qué me tienen acá. Como si yo no supiera. ¡Guau! Se mueve otra vez,  es algo mágico. Es lo mejor del mundo eso que está ahí afuera.  Quiero ir, quiero saber qué es. Pero están las rejas. Un amigo de la escuela dijo que si pasa la cabeza pasa el cuerpo. Corro el vidrio y apoyo la cabeza entre las rejas. ¿Para qué se quedan ahí como unos tontos? Tontos, tontos. Tontos que lloran.  Si son muy poderosos los rayos. Son los más poderosos y fuertes del mundo los rayos y curan a las mamás. No hay que llorar. Ya pasé la cara, hasta las orejas y es re fácil. No, no estoy nervioso. Empujo. Empujo fuerte. Más fuerte, y ahí me quedo y es como un zumbido. Porque me aprieta justo en las orejas y me duele. Empujo para atrás, me duele el cuello, no puedo salir. No hay que llorar, no hay que llorar… ¿y qué me importa si lloro una vez porque me duele?

Mi hermana me agarra de la cabeza, del pecho y me saca.  ¡Qué hacés! ¡Qué hacés!, grita, ¡dejá de hacer pavadas! ¡No es momento para hacer pavadas! Después me abraza, perdoname, dice,  perdoname, y se pone a llorar.

 

 

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