¿Qué hacer con la basura, las zonas degradantes, los malos hábitos, las pestes infecciosas que metabolizan en músculos y palpitaciones, que componen las vidas que no se celebran y nadie quiere celebrar? La narrativa actual de la ciudad deja poco espacio para esas estéticas de marginalidad, ropas sucias y dimensiones sin careta que se acumulan en los bordes, lo under, lo extra. Esa lengua que mezcla las incursiones límites con el afán tanguero y ciertas inflexiones de la poética popular –el habla que modula los cotidianos- es la que Mizzi venía elaborando en la revista Apología. City Center es su primera novela, editada por Pesada Herencia, la editorial cooperativa que también hace su lanzamiento. Esta no es literatura que se emociona con su bello pupo.
City Center navega por los tubos de esos mundos que pasan por debajo de las superficies amigables –no por eso menos angustiosas– de la realidad rosarina, experiencias vitales sobre las que el progresismo no tuvo para decir nada muy distinto a cualquier conservadurismo liberal. A veces, no alcanzan las metáforas y la posibilidad poética se entrampa en sus propios límites desesperantes. La ciudad es un encantamiento en el que se eligen representaciones y suele prevalecer lo políticamente correcto dentro de la incorrección. En City Center lo que abunda es la podredumbre, cierta ferocidad en una prosa desprolija y sin demasiadas precauciones que con más o menos evidencia -no es igual ni hace falta, pero es necesario hacerlo- se inscribe en línea con Sbarra, Posfay o Symns, santo fumador señero de Apología. Es el espacio de las pequeñas bellezas y suciedades, de los personajes encantadores y horripilantes que pueblan las escenas cotidianas.
Carlos Bustamante es un pibe de veinticinco años que hace periodismo y a cambio de la mitad de su sueldo elige vivir en el local que el periódico digital en el que trabaja alquiló como redacción. Lo hace nada más como un hábito de subsistencia económica y subjetiva, una forma de «encontrarle algo de mística a la repugnante vida que teníamos en una ciudad medio pelo enclavada en un país que se desmoronaba». Es cierto: la transgresión se volvió bastante modosa y estableció sus propios parámetros de buen gusto. Por eso la novela es una negación formulada contra las «perfomance, las intervenciones y todos esos curros del arte plástico moderno» que repiten el gesto de Duchamp, pero son sólo un gesto de transgresión. «Llenan de obras que no son obras a los museos, en un supuesto acto de rebeldía que al final no es otra cosa que un tentáculo del capitalismo hecho para lavar guita del mercado negro».
Sabe que el periodismo en una farsa, que su trabajo tiene que ver fundamentalmente con notas imbéciles y basura informativa. Pero mantiene con una decisión resignada sus inclinaciones literarias, esas que Arroyos, su excompañero del ISET 18 convertido en pequeño empresario de medios y ahora su jefe, define como el complejo de Rodolfo Walsh, la creencia salvadora de la escritura, ese hilo entrelaza la vocación de botón que chismosea datos, se fascina con hechos revelados y termina en notas pagas, entrevistas cotizadas, lobby con empresarios y funcionarios. De algún modo, Arroyos es una imagen de la desilusión progresista, la impotencia en el otro extremo del cinismo optimista y alegre.
Bustamante se encuentra de golpe con una oportunidad irresistible: una piba morocha, que dice no tener identidad y trabajar encarnando personalidades, una chetita que se rebeló y se dedica a las estafas, le pide una crónica que detalle los planes operativos del robo al City Center. Ella le da los datos básicos, algunos nombres, para que él los ponga por escrito en un texto que le sirva como garantía ante los otros. La realidad se derrumba en el nuevo país modernizado y Bustamante tiene ante sí un golpe definitivo: escribir ese nivel de amoralidad que estructura la realidad por debajo de una institucionalidad insostenible.
En esos alborotos en los que se confunden buenos y malos, nobles y miserables, señores y atorrantes, el sueño de «formar una familia común en una casita común y vivir en una felicidad común» convive con otros sueños repugnantes, grandiosos, redentores, o los derroches en prostitutas y alcohol de Gutiérrez, esa mecánica que lo mantenía trabajando de lo mejor que sabía hacer. Los personajes son variaciones de una única certeza: la realidad es fraudulenta y la épica consiste en maniobrar las relaciones. «No venimos a discutir negocios, venimos a hacerlos», le dicen al comisario al negociar la liberación de la zona del casino.
Hay nuevas formas del robo: el objetivo del casino, bastión de la nueva economía de la ciudad, exige la actualización de los métodos. La banda está integrada por un sindicalista devenido empresario de la noche, militantes setentistas que se vuelven asaltantes de blindados en los ’80 y ’90, viejos presos que salen, un soldadito tentado por las historias delictivas, un hacker, un abogado inescrupuloso que sólo se abstiene de defender violadores, y la morocha que hace de carnada. De esa forma, la historia de Bustamente se forma con las memorias de los desheredados: el saber operativo de las organizaciones revolucionarias para la adecuación a un tipo de robo inteligente, el hacker que lamenta que ni siquiera el ácido pega bien y ahora vienen todos anfetosos, los viejos que suspiran por amores perdidos, los rincones de la ciudad donde se respira melancolía, los otros tiempos convulsivos que están por fuera de los grandes temas y no son variable en las apuestas políticas.
Hay un delicado trabajo de detección de las zonas calientes y violentas de la Rosario del cambio de siglo. Es una novela negra sobre la actualidad negra, que suspende las impostaciones. «Ah. No era choro, era uno de los nuestros», le contesta Arroyos cuando intenta convencerlo de hacer una nota sobre el caso Jonatan Herrera. Un nuevo punto de unión de las partes sobrevivientes a la dispersión que dejó el genocidio y esa democracia que parece cansarse de sí misma.
Aparecen los distintos planos de negociación entre los actores de la economía ilegal que sostuvo las fantasías de ciudad global. La Rosario de los abusos, las arbitrariedades, el despojo a cara descubierta, los residuos de la fiesta financiera y los grandes proyectos inmobiliarios. Las subjetividades descartadas del boom de consumo y confort, las várices sensibles de las nuevas esperanzas de seguridad. La ciudad del esplendor de aseguradoras, bancos, financieras, inmobiliarias y exportadoras, es perforada desde su contracara.
Por eso, también puede leerse como un relato sobre una generación en la que el sexo fue organizador de deseos y dador de sentido político y generacional, y del desencanto de una adolescencia que se vivió rodeada de ensoñaciones que en pocos meses las hicieron parecer totalmente absurdas. La figura de la Morocha viene al rescate en esa ciudad partida. Ella le cuenta historias, es la línea vital que ata las biografías. Bustamante renueva su desengaño y a la vez se empecina. Arroyos lo saca a pasear tentado con dos bolsas y lo lleva a un acto en El Cairo con la intendenta, funcionarios y periodistas. Hablan de multiculturalismo y libertad de expresión. «¿Libertad de expresión? Eso es cosa de los chetos. Los laburantes nunca tuvimos libertad de expresión», dice Arroyos, que sostiene una teoría sobre la división del mundo –polarizado– entre Ellos, los Robots y los otros, que quedan afuera. «Linyeras, barrabravas, cartoneros, drogadictos, tumberos, jipis, punks, malabaristas, travestis, limpiavidrios, okupas y chimborras, entre otros, eran las únicas personas que él no clasificaba dentro de los Ellos y los Robots».
La barbarie contemporánea con sus formas de espanto urbano. El caldo podrido de la democracia, las herencias y tradiciones represivas, los márgenes ocultos, los mundos diversos de tramposos, atorrantes, oportunistas, el universo amplio de las ventajas y agachadas, el fin de las utopías previas que en la postdictadura reaparecen aterradas. La novela –con sus capas narrativas internas, con sus novelas contenidas– es una crónica de las quebraduras y de los quebrados del desastre asesino del Proceso, los hijos indeseados del entusiasmo democrático, criados en la pedagogía de una violencia ficcionada, hipócrita y potenciada.
Parece que hasta el azar está perdido, la realidad es una red de algoritmos programados entre los que se cuelan los sueños de vida en común, las indagaciones del delito, las napas de violencia y degradación, las teorizaciones de las experiencias, las imágenes de sordidez que el centro escupe hacia los márgenes. Son una pregunta que curiosamente faltaba en la literatura local. En la ciudad del City Center, el lumpenaje es el último reservorio de lo humano y es, también, una posibilidad de escritura.
Marcos Mizzi, City Center, Editorial Pesada Herencia, Rosario: 2017.
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