Dionisio Luna camina por el escenario que tanto conoce, contando la historia que lo tiene en harapos y mugriento. Habla de su familia, al tiempo que narra sus cruzadas contra el destino y la condición de vivir sin hogar. Nuestra compañera estrenó su lugar de cronista en una obra que celebró cien funciones, que empezó de la voz de su protagonista y terminó con un brindis a la salud del teatro independiente.
La noche en que Aire puro cumplió sus cien funciones fue un intersticio indeciso entre un sábado pegajoso y un domingo invernal. Un híbrido que de todas maneras hizo que esperáramos la campana de comienzo adentro del bar que antecede a la sala del teatro.
Ya estamos por entrar, después de acomodarse el último, las luces se apagan. Una, en el medio, vuelve a prenderse. Alumbra un bulto tapado con un saco andrajoso que al poco tiempo empieza a moverse. Dionisio Luna se despierta sobre un umbral. Está descalzo. Intuimos que estamos presenciando las primeras horas de su día. Nos cuenta el sueño que acaba de tener como intentando que en el esfuerzo oral se afiance el registro onírico. La nona y Apolo se nos presentan a través del relato, una travesura infantil y el canibalismo intrafamiliar. Una abuela que se come a sus nietos de la misma forma que la subsistencia de los días ha logrado fagocitarse a nuestro personaje para escupirlo varias veces y en distintas formas.
Dionisio usa ese episodio como puntapié para adentrarnos en su historia. La realidad y lo fabuloso se mezclan en su narración y está en nosotros intentar delinear forzosamente cada dimensión o dejarse imbuir en la fundición de ambas. Parece tener todo el tiempo del mundo para lo que quiere contarnos. Lo hace hablándonos directamente a nosotros, somos parte y, además, cómplices. Ya no podemos desentendernos de lo que está por venir y nos toca, también, tener todo el tiempo del mundo para escucharlo. Habla desde ese fondo barroso que se cuece dando forma a los acontecimientos, desde el abatimiento sobre el cual busca sobreponerse. Pero a la vez, Dionisio es un irreverente, es de aquellos contra quienes el mundo no puede. Nos comparte sus memorias a través de las hendiduras de una sonrisa bien pulida en donde se pueden leer los achaques, pero también las conquistas. Antes que fatalidad histórica, el pasado se le aparece como un hervidero de claves que permiten la composición de hilos conductores, piezas para leer el presente. ¿Qué hacemos, entonces, con nuestro pasado? Dionisio nos responde queriendo explicar cómo es que llegó hasta acá habiendo elegido vivir y dormir en la calle como expresión acabada de su fusión con la eterna libertad.
Es el único actor en escena. Lo acompaña un solo objeto que llena la sala y va mutando para convertirse en lo que la composición de cada escena precise. Es a la vez umbral, cama, cuerpo, Rita, mochila, caballo o montañas.
Viajamos por algunos episodios de la infancia de Dionisio que, junto a sus cuatro hermanos y ante los juicios engordados a base de puniciones, orquestan sus aventuras en el terreno de la inocencia. Al fin y al cabo «para esas cosas uno es criatura». Nos pasea por su adolescencia y los primeros trabajos para detenerse luego en Rita. Un hecho particular desencadena la ruptura y los vientos cambian. «¿Qué es el viento? Aire en movimiento». Es ese viento y sus distintas corrientes los que ponen en actividad a los engranajes que hacen mover el todo hacia un lado o hacia el otro. Los remolinos o los remansos darán los tonos al desplazamiento.
Dionisio decide, en ese momento, alejarse de su pasado reciente y dirigirse hacia el sur en un viaje plagado de hazañas quijotescas que le darán batalla, cubriendo de dificultades el camino. Pareciera que hay veces en donde la sola determinación de reinventarse no es suficiente para dar todas las respuestas que se exigen. Entre contiendas y gigantes es ahí, cruzándose en su ruta, que da de lleno con su propia verdad. Dionisio avanza un poco más en el relato y se detiene, la parte de la historia que sigue a ese encuentro es la que él, para quien no existe el mañana y es por eso que dice sentirse vivo, decide no contarnos. «Sólo los locos la entenderían». Una historia frente a la cual se nos permite la duda acerca de su certeza. Es que, en definitiva, podría haber sido inventada para volverla mito fundante de sí mismo.
Un reflector verde nos encandila, Dionisio se va, desaparece en la penumbra. Las luces vuelven y es Lautaro Lamas quien, ahora, nos mira. Habla y agradece. Yo quedo prendada de esa última caminata, todavía estoy siguiendo a Dionisio con la mirada perdida en una imagen que se disipa. Lautaro sigue agradeciendo, dice que esto no lo hace siempre pero que se da el lujo en esta ocasión porque se cumple el centenar de funciones. Vuelvo sobre mí misma cuando algo que no reconozco en el repertorio tradicional de las obras de teatro irrumpe en la sala: un tablón con numerosas copas y algunas botellas de vino. Lautaro nos invita a brindar con él y nos reparte una copa a cada uno. Todos en círculo levantamos las copas, brindamos y en un ritual de complicidad con Dionisio, le hacemos una ofrenda a él, dios de la vendimia.
Contacto
Ficha técnica
Dirección: Severo Callaci
Actúa: Lautaro Lamas
Diseño de vestuario y objetos: Romina Colletta
Fotografía: Leo Galletto
Asistente Técnico: Noelia Navoni
Prensa: Martina Lovisçgne
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