Por Walter Abaca | Ilustración: Ulises Baine
Tiré la bici.
La tape con unas ramas y Salí caminando.
¡Negro! ¡Negro! ¿Dónde andás?
La chata de mi tío dobló la esquina.
«Mi tío» me dije y salí corriendo a saludarlo.
«¿Qué andará haciendo por acá?»
La chata con mi tío y mi padrastro. Atrás el perro. El Black.
El viento le volaba las orejas.
Iba parado con su clásica pose de perro de raza.
Mi perro. El Negro. El Black.
«No me vieron estos boludos» pensé.
«¿Qué hacen con el perro atrás?»
Agarré la bici y los seguí.
Una sensación rara sentí.
De mierda.
La chata no iba fuerte.
Cuando pararon unas diez cuadras más adelante,
mi tío bajó y mi padrastro le alcanzó algo en la mano.
Me acerqué despacio y vi que era una escopeta.
Detrás de un árbol pude escuchar lo que decían.
Que ya no teníamos para darle de comer.
Mi padrastro ató al perro en una planta.
Se metió en la chata.
Y mi tío le destrozó la cabeza de un escopetazo.