Las baldosas de la calle San Martín, llegando a Pellegrini, son una cagada. No sirven. Por más que las camine cada mañana y sepa que debajo de alguna de ellas se oculta un líquido espeso que arruinará mis zapatillas, que no lavaré hasta que agonicen de mugre, nunca logro acertar cuáles están firmes y cuáles aparentan estarlo, aguardando que un pie distraído les vuelque su peso para desatar la explosión. Los minutos siguientes también se repiten, lo cual desnuda los niveles de imbecilidad de quien escribe, y camino sacudiendo las patas, como el perro que acaba de cagar en la plaza, intentando separarme de lo que me mancha, aunque el daño ya esté hecho y deba esperar a que el sol, Dios o alguna fuerza sobrenatural las seque y disimule su inmundicia.
Así estoy, cerca de las nueve de la mañana, puteando a los gobernantes, al camión repositor de perfumes que sube sobre la vereda y a cualquiera que tenga la mínima intención de hacerme cambiar de opinión respecto de la pelotudez humana. Cada mañana o casi todas, me pasa lo mismo, y contemplo la vida como un ciclo de acciones que, repetidas o no, se incrustan en nuestra memoria para configurarnos el pensamiento y recordarnos que estamos vivos, aunque esto último quizá sea una farsa.
Una garúa, de esas que sólo sirven para hinchar las pelotas, acompañaba la luminosidad de un sol que apenas asomaba el hocico detrás de los nubarrones que prometían un desenlace mucho más violento. Yo perseguía un texto del que no tenía ni siquiera el olor y, enojado con aquello que se me atrevía, avanzaba sin norte por las zanjas de cemento, que dividen más cemento acomodado en bloques, donde la gente se amontona para vivir. Habrá llegado un momento, repasé, en que se dejó de mirar el espacio hacia los costados y con tal de pertenecer y permanecer en un determinado punto, el hombre se propuso conquistar el aire. Esto no es nuevo, está claro, pero lo que me inquieta es saber si alguna vez, en esa construcción maratónica de cajas de zapatos con balcones que pueblan el centro de la metrópoli, alguno se preguntó a qué estaba renunciando con tal de quedarse allí.
Desde donde estoy observo las ventanas de los departamentos que me muestran, con la censura de las cortinas, una porción de lo que ocurre en aquellos pequeños universos que componen cada edificio. Me gusta mirarlos. Allí están, atrapados en sus cotidianidades, ajenos al mundo que me atraviesa. La misma sensación me provoca una escena de cine cuando la cámara subjetiva detiene su movimiento y sólo avanzan aquellos que la rodean, dejando esa impresión de reposo y soledad que vuelve impropios a cada uno de los que circundan esos espacios. Extraterrestres que comparten la misma tierra. Me detengo a contemplar las acciones de esos que también habitan esta realidad que me interpela y a la que no puedo contestarle más que con preguntas.
Una señora pasa con su hijo de la mano directo a la escuela; el niño me mira como si supiera mis pensamientos y en sus ojos descubro, tras la inocencia a la que siempre quiero volver, que posiblemente todo sea una gran puesta en escena a la que llegamos, desconociendo la razón, pero con la certeza de que de algún modo hay que traspasarla. El almacenero siempre allí, en su banqueta, rogando que nadie entre al comercio porque prefiere quedarse oyendo la radio, que cada media hora anuncia las necrológicas de la región. Un día más también es un día menos y alguna vez su nombre saldrá por ese parlante. La verdulería reluce con los colores abultados por los agroquímicos que hinchan los follajes, y se roba la belleza de la cuadra en una nueva demostración de categoría por parte de la naturaleza que, aunque atrapada entre el hormigón reinante, encuentra un descanso para decorar el paisaje.
Levanto nuevamente la vista, cada uno de ellos, que caminan la cuadra, que la viven y le dan vida, es una historia. Detrás de cada mirada, de cada gesto, hay algo para contar, algo que espera que una pluma y un papel lo rescate. Un hombre, que tendrá cerca de setenta años, me toca el hombro y destroza mi quietud. Pide permiso y cuando le cedo el paso sonríe con una mueca que reconozco. Se aleja, mientras intento descifrar su rostro. Me veo en él, caminando lentamente, castigado por los años que, a las trompadas, desfiguran el semblante hasta convertirnos en un manojo de arrugas que apenas puede levantar los párpados. De repente, me sentí ansioso y algo parecido al espanto me enfrío las yemas de los dedos.
Tras inflar los pulmones varias veces para mentirme tranquilidad, vuelvo a mirar las ventanas. Algunas, secas, en silencio, desaparecen de mi percepción como las historias de amor que no nacen, luego de los infinitos desencuentros que ocurren a cada instante. Mis ojos recorren cada habitáculo con la necesidad de encontrar algo que merezca las líneas que siguen, pero el ruido de la mañana desbarata los planes y obliga a continuar el paso.
Tres cuadras más tarde, sobre una florería, una serie de departamentos saludaban al febo del mediodía que, con más buenas intenciones que fuerza, aún ilumina la ciudad. Ella no sabe, quizá lo presiente pero no sabe con precisión, que alguien la observa. Puede sospecharlo, claro, porque su posición, me sugiere detener la vista. Yo solamente repetí las acciones de las calles anteriores en las que, cual mendigo, suplicaba algo para registrar en mi cuaderno. En una pieza, incrustada en el vientre de una construcción de corte moderno, una mujer de cabello negro burlaba a la muerte en una risa eterna que invitaba a los que pasábamos por allí a quedarnos pasmados e iluminados por su cuerpo, contemplando los gemidos que escapaban de su garganta. Detrás, su compañero celebraba la película tomándola de la cintura y aferrándose a sus glúteos. Cada movimiento, atrapado en un vaivén circular que perseguía el grito final, retaba los bosquejos de mortalidad que habitaban en sus células. Desde esa porción ínfima de un todo absoluto, ellos, en una rebelión erótica que sólo se reconoce en la búsqueda del placer, fueron inmortales mientras la carne lo permitió. Les envidié la libertad, la forma con la que enfrentaban a los demás, a nosotros, siervos de una gleba sembrada de tabúes, vestidos con las mañas que en el pasado, cuando niños, nos obligaron a taparnos para escondernos del aire. Caminé con los puños apretados, sujetando el odio que mis venas conducían al cerebro, deseando que aquella pareja, como todas las que se abrazaban en aquel segundo, desaparecieran, que explotaran en burbujas de sangre y nos dejaran tranquilos a los que transitamos las calles condenados a soportar la dicha ajena.
Regresé, conteniendo un sollozo, por las mismas baldosas que marcaron la ida hacia ningún lugar. La mirada estaba fija en los cordones que mi calzado exhibía con pudor. Intenté, con el error de los desorientados, recordar cuáles eran las baldosas que no debía pisar. Mi pie izquierdo apoyó su peso en uno de los rectángulos blancos que mostraba mayor firmeza para que el derecho, en una danza detestable, pisara la unión donde las líneas de cemento funcionan como perfectas catapultas y lanzasen, cual bolas de fuego de las antiguas cruzadas, balas de barro y agua. Otra vez la estupidez, otra vez el cielo y Dios como receptores de mis agravios. Pasé frente a una iglesia antes de llegar, miré la cruz y con violencia me detuve ante las paredes acartonadas que en su rectitud art decó denunciaban, en pintadas, lo que en los altares reniegan discutir.
Dos vueltas de llave en la reja, otras dos en la puerta de vidrio, algunos escalones, otra cerradura: por fin, el departamento. Mi propia caja de zapatos con balcón. Asomé la mirada por el ventanal. Las ramas, florecidas en el estrépito de una primavera tardía, me hacían invisible ante quienes pateaban las veredas. Detrás de los capullos, una mujer, de no más de cuarenta años, leía un libro. Una larga hilera de adoquines separaba nuestras pieles y sin embargo, lejos de suspender la imaginación, aposté por recrear sus movimientos. Ella, por su posición, no podía advertir que la miraba. Su vestido de margaritas blancas tenía un delicado escote que prometía más de lo que revelaba, por lo que me obligaba a continuar el trabajo.
Vi cómo con su mano derecha sostenía un ejemplar indescifrable y con los dedos de la otra acariciaba sus muslos. Acompañaba sus movimientos mordiéndose el labio inferior y cerrando los ojos con una pausa mayor a la de un parpadeo. Las uñas excavaban hacia su entrepierna y yo sólo atiné a tomar un lápiz para dibujar el paisaje. No pude. Después intenté, no sin recorrer otra vez la crudeza del fracaso, amontonar palabras que contaran aquello de lo que estaba siendo testigo. Arrebatado, caminé lentamente hacia el balcón para apreciar los detalles que desde la sala se perdían. Un ruido la desorientó. Se acomodó la ropa interior, se lamió los dedos y me invitó al infinito.
Viéndose impedida mi verborragia ante la artería del destino que, jugando otra vez con sus enroques, me quitó la última escena, liberé las palabras que la birome tenía preparadas para luego de la función. Fueron varias. Salían sin previo aviso: un vómito de tinta que toma forma al contacto con el papel, pero no sabe de métrica. El pulso latía con la fuerza de un balón que rebota una y otra vez contra el suelo y marcaba los segundos que alborotan las percepciones de aquello que se posa delante.
Tres páginas de una caligrafía horrenda. No pienso leer esto. Veo, mientras intento mantener el relato, cómo mi piel se reseca, me pesan los labios, y las pestañas son ahora alfileres. Desde los hombros, donde supo haber huesos y tendones, brotan tallos que se deslizan hacia la espalda. Cargan capullos que prometen flores. Sólo conservo las manos, los ojos apenas ven. Ya no hay dientes ni reconozco mi rostro. Los dedos tocan piedra donde hace segundos había un tabique. La ventana abre paso a una ráfaga, pero no siento frío en mis piernas porque son ceniza. El polvo se confunde con el aire y mi carne comienza a ser recuerdo. El tiempo hierve y se evapora, y me lleva consigo. Me quedo sin voz. Veo mis manos sobre el escritorio, escribiendo. Un sujeto, al que desconozco, las porta y se apropia de lo que ellas fabrican. Detrás, un potus reluce su esplendor y hay tierra bajo las suelas.
Lejos de cualquier padecimiento, una fogosidad altera los tejidos de esto que soy. Es un cosquilleo que revienta mi sustancia y conduce mis fluidos, que ya no existen, hacia una erección imposible. La sombra, que ya dejó de imitarme, acomoda su trazo junto al sujeto que carga mi nombre, y que no puede escapar del hormigueo que me abraza. Esta excitación (lo único que nos une) deja sus huellas en el sudor que la frente escupe mientras el texto sigue creciendo. Tal vez así sea la muerte, o una forma de ella, apenas un crudo abandono del alma. No hay luz blanca ni voces. Tampoco un túnel recto que invite a caminarlo, nada es como supuse o peor, como nos hicieron creer.
De espaldas, el hombre, que sigue llenando renglones, tose dos veces y apura un suspiro para apaciguar la respiración. Me acerco con liviandad hacia los apuntes para espiar lo que la tinta ha formado. Cada palabra, cada pensamiento, incluso esto que digo ahora, aparece en el papel y me sube desde el estómago con acidez, a medida que lo pronuncio. Ya no hay lugar para mí dentro de aquel, al que veo sonreír. Me mira y en su semblante descubro las caricias de una libertad amenazada bajo esta suerte de desventura introspectiva. Sus ojos, que fueron míos, son los del viejo que esquivé en la calle. Ya no quieren cruzarse conmigo, ya no quiero encontrarme otra vez.
Texto e ilustración publicados en nuestra tercera revista de Literatura y Artes
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