Cuentos | Naranja con alcohol - Por Flor Intheflowerland | Fotografía: Agostina De Mileto

Por Flor Intheflowerland | Fotografía: Agostina De Mileto

Le dije que no estaba, que vendría de trabajar en unos cuarenta minutos y el tipo, que se llamaba Antonio, contestó que no importaba, que esperaría sentado ahí mismo, en el comedor. Yo sentí que debía ser educada y servirle un jugo, aunque sea y quedarme a acompañarlo, pero en un rato me tenía que ir. Él se puso a hablar de que hacía diez años que no pisaba el país, pero después la conversación se fue para el lado del clima y otras cosas, y al rato se le terminaron los temas. Pidió que le sirviera otro vaso, miró el reloj y calculó otros treinta. Sacó de su bolsillo una petaca y fue mechando el jugo con lo que traía adentro. Prendí la tele para que no tuviera que llenar el vacío con palabras; yo tampoco sabía qué decirle, pero la mezcla de la petaca con la naranja hizo que quisiera seguir hablando. Las frases se hicieron raras y las palabras parecían costarle, como tironeadas por alguna piedra, y al rato empezó a reírse de pavadas. Yo escuchaba, y me reía pero sin ganas, porque los chistes eran malos. En un momento así, de la nada, dijo que la primera vez que me vio, yo se la había puesto dura con solo decir «Hola», y que esta vez también le había pasado. Después la sacó y me la mostró. «¿Te gusta mi verga? ¿Viste alguna así de grande?», dijo y yo me asomé un poco pero no mucho, para no quedar como curiosa. Estábamos sentados uno frente al otro y una parte de su pija quedaba oculta por el mantel. Para que yo la viera bien, se levantó y la puso sobre la mesa. Parecía un chorizo mal relleno, deforme, con las venas que se le saltaban como las nervaduras de los amarantos del patio. Ahí me di cuenta de que nervadura venía de nervios, o al revés. En la tele estaban dando La Pantera Rosa y yo pensé en si la pantera era hombre o mujer, porque nunca le dibujaban ni el pito ni la concha. Eso me hizo acordar del dibujo que había hecho hace mucho mi amiga Carla, con esos huevos rosados y peludos y la punta como un tulipán tirando gotas blancas. Los huevos de este tipo no tenían pelos, pero se le habían puesto redondos y duros, como en el dibujo. Me dijo que se la tocara pero yo no tenía ganas. Él me miraba fijo y abría la boca, que se le deformaba en dos babosas enredadas cada vez que decía «Puta, mirá como me la ponés». Entonces se escupió la mano y se la empezó a tocar despacito, con la izquierda, como envolviéndola con el puño. Después se cruzó del otro lado de la mesa, y dijo «Puta, ahora te voy a coger», y me agarró de los pelos y me la metió en la boca. Se movió tres o cuatro veces sobre mi lengua; me dio asco porque era grande y me daba arcadas atrás, en la garganta. Entonces me dio vuelta, me levantó la pollera, corrió para el costado la bombacha y la metió adentro, moviéndose y frotándose contra mi espalda aunque yo gritaba que no, porque me dolía. Él decía que estaba bien, que así era hacerse grande y yo pensé que Carla capaz que así supo cómo hacer el dibujo, y que entonces si Carla sabía yo también quería saber, porque siempre me hacía sentir una boluda. El tipo no paró de lamerme y moverse hasta que algo como una crema turbia empezó a salirme de adentro y a bajar por las piernas. Igual se quedó como diez segundos más pegado a mi culo, abrazando mis tetas nuevas, y jadeándome en la oreja, mojándomela con el aliento a jugo con alcohol. Yo fui al baño y me limpié rápido pero suave, porque bien adentro de la concha donde el tipo se había frotado, tenía como un calor y me ardía. Eran las doce y veintiocho y escuché que papá llegaba, puntual pero tarde, esta vez. Por suerte la pollera del uniforme no se me había mojado con esa baba pegajosa, porque ya estaba por pasar el transporte y no tenía tiempo para planchar otra. Cuando salí del baño lo vi a papá loco de contento con la sorpresa, palmeándole la espalda a Antonio, su mejor amigo, que me dijo: «Chau nena, muy rico tu jugo». Quise pensar pero lo dejé para después, porque a la seño de séptimo no le gustaba que lleguemos desconcentradas, y menos hoy, que teníamos prueba de matemáticas. Seguro que Carla me veía entrar al salón y algo se iba a dar cuenta. Pero iba a tener que esperar hasta el recreo para contarle que no era la única, para refregarle que ahora yo también las sabía dibujar.

 

Hipocondría I y II | Fotografía: Agostina De Mileto

Hipocondría I y II | Fotografía: Agostina De Mileto

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