No hay nada de la famosa racionalidad robinsoniana en el gesto de Marlow de arrojar por la borda sus zapatos llenos de sangre. El negro que manejaba el vapor yace muerto en el piso atravesado por una lanza de los caníbales. Pero a Marlow no le conmueve esa muerte, sino aquella otra que prefigura: la del coronel Kurtz. En el intervalo entre el lanzamiento de un zapato y el otro, se da cuenta de que lo que en realidad lo desespera no es que nunca verá a Kurtz sino que no podrá oírlo: «El nombre se me aparecía como una voz» dice Marlow que ahora que les relata la historia es, para aquellos marineros –salvo por la intermitencia de la luz del cigarrillo que modestamente alumbra su cara–, también una voz. En nuestra lectura la correspondencia se hace más precisa, Marlow es sólo una voz imaginada que nunca hemos escuchado. Leer es hacer emerger un relato con el pulso, la cadencia y la inflexión de una voz.
En La era de la eyaculación desmedida (Editorial Búnker, 2018), la voz va apareciendo de a poco pero, de pronto, ya nos hemos familiarizado con ella. Es una voz en la que adivinamos las inflexiones del asco, del miedo, del horror, de la compasión pero también de la perplejidad ante su propia existencia. Una voz que no para nunca, que es algunas veces un llamado a no se sabe bien qué o quién y otras, como una invocación con el insólito espesor de una palabra murmurada en sueños. Bernabé es un narrador crónico, insiste, busca y como busca, encuentra. El texto está plagado de hallazgos sutiles –los únicos que soporta la literatura– que resuenan en el lector.
El padre alcohólico, la madre esquizofrénica, los hermanos que buscan la iluminación bajo las modestas luces fluorescentes del templo evangelista son personajes recurrentes de nuestras novelas familiares. Sólo que lo que presenta Bernabé está lejos de ser una novela. No hay una historia, sino lo que queda de ella: restos, astillas que se han recogido como al pasar; sin orden aparente y porque sí –este narrador descree (felizmente para nosotros) de la aparición de un posible sentido que surja del relato y que finalmente lo redima–. Tampoco podríamos decir que haya personajes, son sólo corpúsculos que deambulan pasivamente, fantasmas que conservan de su vida real apenas unas iniciales que recuerdan un nombre perdido.
La literatura argentina tiene un modo particular de representar la miseria –podríamos trazar una línea imaginaria en la literatura argentina que pasara por Ascasubi, Echeverría, Osvaldo Lamborghini, Fogwill, Perlongher, Cabezón Cámara, entre otros nombres– desde la materialidad del cuerpo, como marca, laceración o deformidad. A Bernabé podemos situarlo en este registro. En su narración el cuerpo es reducido a sus funciones de retención y expulsión: se describe, o bien, como una vuelta hacia afuera en sangre, sudor, semen, mierda, vómito; o bien, por lo que incorpora por lo que en él se fecunda o por lo que se ingiere: alimentos, alcohol u otros cuerpos. Porque éste también es un relato sobre el canibalismo. Los cuerpos sólo parecen movidos por la necesidad de devorarse a otros o a sí mismos, con avidez, con lujuria o simplemente por un ciego impulso destructivo. Sin embargo, son organismos defectuosos que, incapaces de asimilar, devuelven y todo lo incorporado retorna nuevamente en el vómito, en las deposiciones o en otra pequeña vida defectuosa condenada a este eterno reflujo.
A menudo asistimos a escenas de lectura. La lectura se presenta como una promesa, pero, como decíamos antes, no de salvación – hemos dicho: la voz descree los llamados continuos del evangelio–. Se trata, más bien, de lo que Marlow se representaba en Kurtz: la promesa de aquellas voces alucinadas como las de las sirenas, que siempre están un poco más allá y un poco más acá del propio cuerpo.
De Vinsenci, Bernabé: La era de la eyaculación desmedida. Editorial Búnker, Rosario: 2018.
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