Rafael tiene trece años y ganas de hacer piruetas. Mara diez y soquetes para vender. Rafael se acerca a nuestra mesa, que está sobre el balcón interior que tiene Distrito Siete. Desde acá arriba se ven mejor las gigantografías que pintan a este centro cultural. A veces Evita deja la sonrisa y larga una carcajada. A veces, no más. Rafael dice que él es murguero, que está en otra murga que hoy no se presenta pero que sabe hacer piruetas y nos quiere mostrar. Mara, en cambio, nos explica que las medias que venden son 100% algodón, que no destiñen y que son para dama y el caballero. Mi compañera compra tres pares. Mara sonríe. Lo llama a Rafael. Los hermanos bajan y él, que prometió piruetas, se va al frente de la sala, entre la primera fila y el escenario. De pie y mirándonos, comienza a retorcer la columna hasta formar una araña con sus manos apoyadas sobre el piso. No conforme con arquear el cuerpo, toma envión con el abdomen y en un salto perfecto vuelve a quedar parado, dando una vuelta completa. Levanta la cabeza y comienzan los aplausos. Saluda a las mesas y nos mira dedicándonos su acto.
Llega la pizza, llega una cerveza, suben los chicos. Ahora son cinco hermanos. Todos corren. Medias, tarjetas con frases de amor y lapiceras a la venta. Los pibes esquivan las sillas mientras consiguen un mango. De pronto, las luces se apagan. También se apagan las voces y entra la murga. Rafael, que se quedó al lado nuestro, me pregunta cuántos son. Me dice que no le conteste, que ya contó que son diecinueve. Muchísimos, opina.
Debe ser la quinta vez que veo a Los Vecinos Re Contentos. La primera fue en una fallida inauguración del Centro Cultural Atlas. No recuerdo si llevaba ese nombre, sólo que al mes estaba clausurado o algo por el estilo. El show que presentan hoy, actualizado, lo vimos junto a mis viejos hace algunos meses. Hacía mucho que no salíamos a ver algo –en familia– y la murga estaba en cartel. También hacía mucho que no veía a los dos reírse como aquella vez.
La murga carga con un poder hipnótico que interpela a cualquiera. Salen y a coro saludan con un canto simple, de los que dan la bienvenida diciendo que es hermoso que todos estemos ahí. Y viene el quiebre. Arranca lo que vinimos a buscar. Uno de los percusionistas se mete en los micrófonos. Los demás se corren y dejan el escenario abierto a un diálogo de padre e hijo. El pibe le dice que ya sabe lo que quiere ser cuando sea grande, el padre celebra la certeza y pregunta qué. Trans, le contesta el hijo y desata el caos. Por qué y cómo. Aun con todo el progresismo sobre la piel, la militancia, los textos, las películas del Bafici y la música diversa, por qué mi hijo, el mío, mi nene. Capusotto en estado puro. El silencio murguero ataca a los espectadores. Algún que otro murmullo sobrevuela, hasta que el futuro trans lo rompe: transa pá, quiero ser transa. Mucho mejor, grita el padre. Que por un momento se había asustado en serio.
Rafael larga una carcajada tras otra. En el escenario la familia continúa el intercambio mientras él grita la risa y me codea para saber si entendí los chistes. Se miran con sus hermanos. Ahora todos están alrededor de la mesa, pero no tardarán en salir corriendo para bajar y ver el espectáculo de cerca. Preciosa impunidad infantil.
Los Vecinos cargan con un vestuario impecable. Trajes que son colores y colores que son pinturas. Cada uno se esconde detrás de los garabatos de maquillaje. Portan un semblante que puede ser alegre y aterrador al mismo tiempo, depende del canto y la luz. Sin embargo, toda esa espectacularidad puede dinamitarse. Un solo objeto, un detalle puede destrozarlo todo. Haga la prueba usted, lector. Dibuje un rostro alegre, cualquiera. Luego marque las cejas hacia abajo. En un instante la sonrisa se convierte en perversa. Lewis Carroll estaría orgulloso. La Murga lo sabe. Y por eso, sostenidos por la percusión del fondo, giran dándonos la espalda prometiendo un nuevo disfraz. Un bigote negro, grueso. Sólo eso bastó para arrasar con la armonía. Cantan. Un conjunto de pelos negros sobre los labios, luces oscuras y batucada tipo militar hacen al facho que vemos a diario. Es fácil reírse de los fachos ahí, eso nos dice la murga. Quién no sabe identificar a un facho, preguntan. Están en la tele –sobre todo en la tele–, en la familia, en la calle, en un taxi, en las redes, en los grupos de amigos, viendo este show…
Porque acá, entre todos zurdos progresistas podemos reírnos si total nosotros somos los buenos, los que estamos de este lado de las cosas, los que al fin de cuentas tenemos razón. Entonces bajan el volumen. También las ironías. Y sacuden directo a los hábitos microfascistas que reproducimos todo el tiempo, sin darnos (¿sin darnos?) cuenta. «¡Perdón, no estoy tan deconstruido!», les gritaría. Por qué bardearnos a nosotros – o entre nosotros – cuando afuera todo está siempre por explotar. Qué se piensan estos pibes, ¿qué encima que trabajo toda la semana esperando que llegue el sábado a la noche, tengo que venir a ver un show que me interpele? Mis contradicciones son mías y se quedan conmigo. Háganme reír de otros, yo ya conozco mi tragedia. Apuré la cerveza, mientras reprimía cada una de estas ideas porque el progresismo no puede pensar así. No ahora. Largué varias carcajadas adivinando esos pensamientos en las canciones de los cuplés.
Los Vecinos pinchan y funciona. Las risas bajan y suben la intensidad según a quién le tiren el fardo. Cinco veces los vi. Siguen afinados y sin anestesia. Pueden combinar «¡agarrá la pala»! con «cambiar de calle cuando se acerca una visera» y acertar cada verso. No pifian. Juegan con el público. Se salen del guion sin perderse, porque ellos son el cuerpo del texto.
Se viene la retirada. La percusión anuncia que se termina. Dicen que ahora sí, que ya está, que si te estabas meando ya podés ir. Y menos mal, porque tanta cerveza obliga y Distrito Siete aún no tiene baños acá arriba. Fue un placer. Hasta la próxima.
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