Luis María Castellanos, periodista superior y fronterizo.
Jorge Asís, Twitter, 25 de septiembre de 2016.
Castellanito
El cable provenía de Télam, la agencia donde Luis María Castellanos había trabajado hasta que la dictadura militar lo dejó cesante. Era un despacho, como se dice en la jerga, a propósito de la desaparición de Rodolfo Walsh y, puntualmente, sobre las gestiones de sus familiares para rastrear los textos y los objetos robados por un grupo de tareas en su casa de la localidad de San Vicente.
A fines de 1997, Lilia Ferreyra y Patricia Walsh, la última compañera y la hija del escritor, se presentaron ante la Justicia Federal y pidieron que se llamara a declarar a un grupo de ex militares de la Escuela de Mecánica de la Armada, la Esma, y a tres periodistas acusados de colaborar con la represión. Entre ellos aparecía mencionado Castellanos, cuya carrera se encontraba en un cono de sombras después de haber ocupado cargos jerárquicos en las redacciones de semanarios como La Semana y Somos.
Castellanos se presentó a declarar el 19 de febrero de 1998 ante la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional. Fue la única vez que contestó a las acusaciones que lo relacionaban con el ex almirante Emilio Eduardo Massera.
Su testimonio no fue publicado por ningún medio. Pero en La Capital, el diario donde yo trabajaba en Rosario, el cable de Télam tuvo su rebote, y se comentó ese día y tal vez incluso el siguiente. Castellanos, o Castellanito, según lo llamaban sus viejos conocidos, había pasado varios años en la redacción como cronista de información general y el recuerdo perduraba entre sus antiguos compañeros.
Había sido en su juventud, antes de irse a Buenos Aires. No solo se trataba de un conocido al que se añoraba por una novedad que lo devolvía a la conversación cotidiana. Castellanos estaba rodeado de un aura oscura, la progresiva sedimentación de rumores, denuncias y comentarios de pasillo que lo asociaban a la represión durante la época del terrorismo de Estado, por lo que la citación judicial no provocaba demasiada sorpresa. Y a la vez tenía cierto prestigio, la mayor distinción a la que puede aspirar un periodista dentro del mundillo de una redacción: ser considerado un escritor.
Los periodistas, en particular los de la prensa escrita, saben que los espera el olvido. Se los suele valorar por su audacia, el caudal de información que manejan, su falta de escrúpulos para obtener una primicia, pero rara vez por las virtudes de sus textos. La idea de que redactan el borrador de la historia, entre otros lugares comunes que pretenden enaltecer el oficio, alude a esa situación. La crónica es aquel texto que, en todo caso, termina borrado por el relato de la Historia.
En las redacciones donde trabajó, Castellanos era el periodista que se tomaba el tiempo para escribir. Un autor de incógnito. Sus crónicas se distinguían del resto por las referencias culturales que incorporaba, la informalidad con que trataba a sus entrevistados, la mirada que buscaba la complicidad del lector en la ironía y cierto escepticismo.
Incluso en lugares poco propicios.
– Una agencia de noticias no es un lugar para hacer literatura –dice Pascual Albanese, que lo conoció en Télam-. Menos todavía en la época que compartimos, más austera que la actual en cuanto a estilos de redacción. Pero Castellanos escribía bien.
En Rosario, sobresalía porque era poeta y traductor y comenzaba a tener un nombre, un reconocimiento muy distinto del que recibiría más tarde. Y en un diario tradicional de provincia, como en el que se iniciaba, cultivaba un perfil de bohemio y transgresor, tan distinto al de burócrata y empleado público al que respondía el grueso de sus compañeros.
Castellanito, como cualquier apodo, tenía un matiz de resentimiento. Podía entenderse por alusión a su padre, el profesor y periodista Luis Arturo Castellanos, y también por su baja estatura. En el recuerdo estaba vinculado con un episodio mítico de la literatura local: la publicación de la revista Alto Aire, a la que le había bastado un solo número para ser mencionada en reseñas históricas y en notas que de cuando en cuando publicaba el suplemento literario que por entonces editaban unas parientes lejanas del director de La Capital.
Castellanos había compartido la dirección de Alto Aire con Alberto Vila Ortiz y Juan Manuel Inchauspe, también poetas promisorios. En el momento en que empecé a escuchar su historia, Vila Ortiz era el jefe de redacción del diario y además una personalidad de la cultura de Rosario que llegado a la vejez entonaba un periódico mea culpa por haber sido funcionario municipal durante la dictadura y, en la juventud, comando civil durante el golpe militar de septiembre de 1955. Entre otros caballitos de batalla, era el principal reivindicador de la importancia de aquella revista inhallable.
El cable de Télam, por supuesto, no incluía la iniciación literaria de Castellanito. Tampoco ningún otro antecedente por el estilo. Lo mencionaba simplemente como periodista, y su historia quedaba reducida a una sola circunstancia, la de colaborador de la represión.
En todo caso Castellanos parecía representar la figura opuesta de Rodolfo Walsh. Aquella denuncia los ubicaba en bandos tan opuestos como el de las víctimas y los victimarios durante la dictadura militar. Más allá de las razones ideológicas, sus memorias parecían rigurosamente antagónicas: uno era considerado como ejemplo de compromiso político y de rigor intelectual; el otro, denostado en tanto cómplice de los militares que secuestraron y asesinaron a miles de personas.
El 3 de noviembre de 1984 el semanario El Periodista publicó un dossier con los nombres de militares y civiles vinculados con el terrorismo de Estado. Castellanos apareció mencionado con una breve referencia: Civiles, periodista, Esma, 2365.
El número hacía referencia al legajo de la Conadep que contenía la declaración de Miriam Lewin, ex detenida-desaparecida en la Esma, quien volvería a mencionarlo durante su declaración en el Juicio a las Juntas Militares. La denuncia lo señalaba como asesor de prensa de Massera, pero a través de sucesivas reiteraciones afirmaría que Castellanos visitó la Esma durante la dictadura, que ya había sido mencionado por anteriores testimonios de víctimas e incluso que participó en interrogatorios de prisioneros.
Después supe que había trabajado con Walsh en Noticias, el diario que financió Montoneros entre 1973 y 1974. Castellanos lo recordó en su declaración judicial:
Walsh se ocupaba de policiales y yo escribía de política. Amigo de Walsh no fui, porque él era un hombre mucho mayor y yo le tenía un respeto profesional (…). Creo que leí toda su obra. Recuerdo Operación Masacre, Variaciones en rojo, Caso Satanovsky, Quien mató a Rosendo, La Granada, una obra de teatro.
En Noticias, Walsh trabajaba como editor de Policiales e Información General y Castellanos integraba la sección Política «con (Horacio) Verbitsky», según precisó en su declaración judicial.
Y también supe que Castellanos había comenzado a integrar el equipo de prensa de Massera, o su círculo íntimo de asesores, de acuerdo a distintos relatos, entre fines de 1978 y principios de 1979, un año y medio después que el cadáver de Walsh ingresara al centro clandestino de la Esma luego de enfrentarse con más de veinte militares, armado con una pequeña pistola de mano, en la esquina de San Juan y Entre Ríos, en Buenos Aires. La sospecha de los familiares era que podía tener datos de los manuscritos y el archivo de Walsh que varios ex desaparecidos pudieron ver en el centro clandestino y cuyo destino todavía se desconoce.
Había un salto, una especie de falla geológica entre el pasado de Castellanos como poeta refinado y periodista que comenzaba a hacerse conocido por sus salidas ingeniosas y lapidarias, según las memorias de sus amigos de juventud, y el presente en que aparecía asociado con la Esma y el círculo de confianza del ex almirante Emilio Massera. Pero en el diario nadie se interesó demasiado por el contraste, y el cable de Télam no fue publicado.
Alto Aire
El único número de Alto Aire se terminó de imprimir en marzo de 1965. La redacción de la revista estaba en Ayacucho 2164, la casa donde Castellanos vivía con sus padres, Luis Arturo y María del Carmen Rivero, y su hermana, Graciela.
Luis María Rafael Castellanos, tal su nombre completo, nació en Rosario el 27 de septiembre de 1943. Tenía 20 años al publicarse la revista; Vila Ortiz 30, Inchauspe 25. Era el más joven de los editores y también el único que había alcanzado alguna difusión, después de haber sido premiado en concursos de poesía de la Sociedad Argentina de Escritores, la Subsecretaría de Cultura de la Nación y la Municipalidad de Rosario. Un comienzo promisorio.
En 1964 fue convocado al servicio militar en una oficina del Ejército, en Rosario. Por entonces ya integraba la redacción de La Capital. Su primer trabajo, antes de pasar a Información General, habría sido ocuparse del pronóstico del tiempo, una típica sección, como archivo o dictáfono, donde se destinaba a los inútiles, los castigados y los aprendices, pero también a los genios y a los escritores vagos, si se piensa en Ángel Leto, el personaje de Cicatrices, la novela de Juan José Saer.
El ingreso al diario se produjo por una vía entonces habitual. Tenía una recomendación inmejorable: su padre era uno de los editorialistas de La Capital.
Salió de baja del servicio militar en diciembre, a tiempo para recibir el premio de la SADE, que consistía en cinco mil pesos y los viáticos para viajar a Buenos Aires y hacer una lectura de sus poemas. Castellanos aprovechó para visitar a Abelardo Castillo, el director de El escarabajo de oro, la revista que reunía a los jóvenes escritores de la época.
Había comenzado a trabajar en un proyecto que lo acompañó durante muchos años: la traducción de la poesía de Dylan Thomas. No había ninguna edición en la Argentina. Estaba leyendo la biografía de John Malcolm Brinnin, Yo conocí a Dylan Thomas.
Castellanos dejó una muestra de sus versiones del poeta galés, para publicar en El escarabajo de oro, y volvió a Rosario para preparar el lanzamiento de Alto Aire.
Castillo era amigo de la familia y sobre todo de la madre. Carmelina –así le decían y con ese nombre firmaba libros y colaboraciones periodísticas- había promovido alguno de sus viajes a Rosario y lo alojaba en la casa de la calle Ayacucho.
Alto Aire tenía un formato cuadrado y a la vez apaisado, en correspondencia con los diseños de la época. No llevaba ilustraciones ni avisos, pero el diagramador, Juan Carlos Quaglia, supo disponer los textos de manera de darles aire y lograr, sin elementos visuales, lo que hoy se llamaría un objeto amable para la lectura, de aspecto austero y a la vez atractivo.
La revista prescindió del manifiesto a que solían obligarse las publicaciones culturales, a veces incendiarios, a veces bien pensantes. En las rosarinas era obligatorio pronunciarse contra la burguesía cerealista, por mezquina y hostil al arte. A modo de editorial, Alto Aire incluyó textos escritos por los responsables que no contenían ningún tipo de declaración y que en todo caso podían ser tomados como una muestra de estilo o como presentación poética de los propios autores. El único que hizo referencia al título fue Castellanos:
(…)
alto aire en sus mejillas, en todas las vertientes.
alto aire, porque en sus finas alas se esconde tu relámpago, tu oscura procedencia.
aire de antiguo aliento, de sol diseminado sobre tu cuerpo joven dispuesto a la aventura.
alto aire incandescente, volcán enamorado, fuerza brutal del beso y la conquista.
alto aire del poema, propicio al desafío, a la historia que intentan hoy tus brazos sobre estas duras playas.
(…)
Las señas de identidad de la revista están en sus contenidos: poesía de lengua inglesa con traducciones propias (Dylan Thomas, Wallace Stevens, E. E. Cummings), fragmentos narrativos de Albert Camus y de Césare Pavese y una antología de Raúl Gustavo Aguirre precedida de un elogio de la revista Poesía Buenos Aires (1950-1960) de la que Alto Aire parecía pensarse como continuadora: «Nosotros pretendemos, de alguna manera, retomar esa ruta, quitar el polvo a los viejos fusiles y reiniciar el canto, la lucha, la palabra».
Castellanos se ocupó de las traducciones de E. E. Cummings y de Dylan Thomas, a las que agregó una nota. «Dada la poca difusión que en nuestro medio se ha hecho de su obra poética, hemos emprendido la tarea encarándola más al modo de las versiones de Pound que al de las traducciones de tipo académico -decía-. Hemos preferido, a veces, traicionar la literalidad de los textos y modificar el ritmo de los poemas, ya que nuestro esfuerzo tiende más a la preservación de la materia poética que al mantenimiento de estructuras formales que nada significan para nuestro idioma». Y anticipaba su indiferencia a posibles críticas, «si la raíz profunda que dio origen al surgimiento del poema se ha conservado intacta».
Las libertades comenzaban por el título de la primera traducción: el clásico The force that trough the green fuse drives the flower pasó a ser «Ese vigor que en el delgado tallo». Elizabeth Azcona Cramwell propuso más tarde «La fuerza que por el verde tallo impulsa a la flor» y Niall Binns «La fuerza que por la mecha verde». En la segunda versión Castellanos se atuvo más a la literalidad del original y tradujo Where once the waters of your face por «Donde una vez las aguas de tu rostro», como después Azcona Cramwell.
La salida de Alto Aire coincidió con la del número 26/27 de El escarabajo de oro, que incluyó la traducción de Castellanos de «Poema en octubre», también de Dylan Thomas. La versión estaba acompañada de una nota introductoria de tono elegíaco, una especie de invocación o diálogo con el poeta galés atravesado por el dolor ante su muerte precoz. Una demostración retórica, podrá pensarse, ya que Dylan Thomas había muerto doce años antes, pero que registra su fascinación por una figura donde se asociaban el exceso y la poesía, la muerte y la creación, aquello que recogía en su lectura:
«…Te decidiste entonces a librar el final de la batalla, te embarcaste a morir con tu flor y tu estrella y, sonriente viajero de tus propios paisajes, nos dejaste al partir alguna hebra de luz, los restos de tu magia, antes de que el amor y la cerveza te internaran -pensativo profeta de una edad implacable- en el marítimo vino de la muerte».
La nota sobre Raúl Gustavo Aguirre no estaba firmada, pero es difícil que le pertenezca. Es más lógico atribuírsela a Vila Ortiz o a Inchauspe, que mantuvieron una relación de amistad con el director de Poesía Buenos Aires, y con quien compartían gustos poéticos.
Dos años más tarde, en otra revista rosarina, Setecientosmonos, Castellanos publicó un comentario desfavorable de la revista que supuestamente orientaba a Alto Aire. «En tanto los círculos literarios de Buenos Aires, llamados de vanguardia, con la revista Poesía Buenos Aires a la cabeza, daban vueltas y se desentendían de un país que a causa precisamente de su fracaso en cuanto a intelectuales, se encontraba al borde de la guerra civil, los verdaderos intelectuales se ponían de parte de las reivindicaciones populares y luchaban por defender la claridad en medio de la tormenta de sangre desatada por los libertadores del ’55», dijo, en una reseña sobre el libro El vicio absoluto, de Rafael Ielpi.
La reseña, como tal, es desmesurada. El comentario de los poemas está precedido de una larga introducción en que Castellanos analiza el lugar de los intelectuales y en particular de los poetas en perspectiva histórica, desde el derrocamiento del peronismo hasta el golpe militar de 1966, y a la vez en el horizonte político-cultural de la época. Es un texto donde reúne ideas de juventud.
El contexto para entender esas apreciaciones estaba en los bares de los alrededores de la Facultad de Filosofía y Letras, que Castellanos frecuentaba después de cumplir su jornada en La Capital y donde integraba el grupo que rodeaba a un poeta de culto, Aldo Oliva. Quizá fue en la mesa del bar Iberia, en la calle Entre Ríos al 700, donde se convirtió en militante del Movimiento de Liberación Nacional, un grupo de izquierda conformado en 1959 en Buenos Aires, Rosario y Santa Fe y que luego desarrollaría otras regionales.
Mónica Billoni lo conoció por la época. Castellanos era «uno de los personajes» del Malena, como se llamaba al Movimiento de Liberación Nacional.
– Escribía poemas y todo el mundo decía que eran buenos –recuerda-. Era íntimo amigo del viejo Aldo Oliva, el gurú que vivía en los bares aledaños a la facultad con una corte de jóvenes alrededor.
En el grupo estaban entre otros Noemí Ulla, Aldo Beccari, Romeo Medina, Rafael Ielpi, Carlos Saltzmann. Y ocasionalmente Juan José Saer, quien lo bautizó irónicamente Malvaloca, en alusión a una marca de aceite «que tenía el noventa por ciento de oliva».
– En esa época Oliva daba unos famosos cursos de marxismo en la casa, y todos iban –dice Billoni-. En esos cursos se hablaba al cuete, se tomaba vino y cuando terminaban nos íbamos al bar Odeón, a El Cairo. Castellanos no asistía como alumno puntual pero andaba por ahí y estaba siempre sentado con el viejo Aldo.
Más tarde, en 1980, Castellanos afirmó que solo rescataba de la juventud un par de poemas «y las largas sobremesas con algunos poetas auténticos que ha dado la ciudad, como Aldo Oliva». Por entonces trabajaba junto con el almirante Massera, mientras Oliva sobrevivía a duras penas con la enseñanza escolar después que la dictadura destruyera la edición íntegra de su libro El fusilamiento de Penina.
El Malena, cuyo nombre evocaba al frente que logró la independencia de Argelia en 1962, tenía una composición exclusivamente universitaria. Los obreros eran una especie de curiosidad. Sus dirigentes -Ramón Alcalde, los hermanos Ismael y David Viñas- habían llegado de Buenos Aires para trabajar como profesores en Filosofía y Letras.
Otro sitio de reunión era la librería Aries, que atendía el poeta Rubén Sevlever a la vuelta de la facultad, por la calle Santa Fe, un lugar en el que solía parar Castellanos. Entre las pocas imágenes de su juventud hay dos fotos en la puerta y en el interior de la librería, donde Castellanos aparece retratado con otros poetas rosarinos de la época, entre ellos Aldo Oliva y Hugo Padeletti.
– En el bar Iberia, Aldo Oliva tenía una cátedra informal, paralela a las que se daban en la facultad -cuenta Víctor Lapegna-. La costumbre era juntarse a tomar ginebra y hablar de arte, política e ideología. Compartíamos la amistad con Aldo, él mucho más que yo.
En el artículo, que a modo de título llevaba los datos bibliográficos, Castellanos señalaba que Ielpi, como codirector con Oliva y Romeo Medina de la revista El arremangado brazo (1963-1964), integraba «ese grupo de intelectuales que pretenden la modificación de las estructuras que nuestro país soporta como consecuencia de su dependencia del imperialismo», que «con real espíritu dialéctico se situó a la vanguardia de la creación y la crítica literaria».
Pese a que eran amigos -Ielpi formaba parte también de las reuniones en el Iberia y otros bares como el Odeón y el Ehret, todos en un radio de dos cuadras en el microcentro rosarino-, Castellanos subraya una contradicción, porque detecta rasgos del «individualista que ve su salida personal en la entrega total a la tarea literaria, a la que convierte en un absoluto». En su racconto histórico, analiza la posición de los intelectuales ante la caída de Perón y el programa de Arturo Frondizi, para señalar elípticamente un lugar que no correspondía sino al Movimiento de Liberación Nacional: «De los intelectuales de izquierda surgidos de la traición frondicista han nacido las nuevas respuestas políticas capaces de lograr la unificación de los distintos sectores de la vida del país en un frente de resistencia que se oponga, con criterio realmente nacionalista, al incesante avance del imperialismo en la Argentina».
Castellanos había empezado a estudiar Letras, pero abandonó enseguida la carrera. Se quedó con la cátedra paralela de Aldo Oliva. Allí debió elaborar su concepción sociológica de la creación literaria. «La acción política no excluye la posibilidad de creación de obras literarias, ya que ellas son ordenamientos que reflejan las conmociones que se producen en los niveles más hondos (históricos, sociales y políticos) de esa misma realidad a cuya transformación tiende todo acto político. Pero del mismo modo, la entrega a una tarea literaria, por lúcidamente que se la realice, no debe suponer la negativa a la acción práctica para el verdadero intelectual deseoso de asumir su puesto en nuestra oprimente realidad económico-social», escribió en su única contribución para Setecientosmonos.
El ambiente fraterno de los bares se insinúa en «El aire acompañado», uno de los cuatro poemas que publicó en el primer número de Alto Aire:
…y es verdad que la noche
no es de todos
que la vigilia cansa
o endurece
más calladas las manos
a la sombra propicia
más delgados los labios
que un día reconocieron
los secretos salvajes
de la noche extranjera.
(…)
El texto está dedicado a Carlos Gantus y aborda el tema de la amistad, como haría luego en otros poemas:
…es cierto que el latir
de dos jóvenes pechos
es fuego suficiente todavía
para salvar el mundo
Dylan Thomas y el compromiso político eran el sello personal del joven Castellanos. También la poesía y el desprecio a las convenciones sociales, que fueron decantando en un humor muy particular. Y el alcohol.
– En aquellos tiempos se cerró el restaurante La Comedia, frente al teatro del mismo nombre –dice Lapegna-. Los tres últimos meses nos tomamos toda la bodega del restaurante e incluso nos llevamos cajas de vino a nuestras casas. Eran años de mucha borrachera, de mucha madrugada y de cierta bohemia en la cual Luis María estaba más atado a la vida intelectual y yo a la vida política.
En la redacción de La Capital comenzó a hacerse conocido por salidas de tono que dejaban malparados a los viejos periodistas, acartonados y ceremoniosos.
– Mandarlo a hacer una nota de noche para que saliera en la edición del día siguiente era un peligro -dice Luis Etcheverry, también redactor de La Capital en esa época-. Se sabía que salía del diario pero no si volvía o seguía de largo. De todas maneras, cuando volvía, aunque fuera tarde y en mal estado, era tan capaz que escribía la nota y bien, en un rato.
La presencia del padre como editorialista -un puesto jerárquico, reservado para unos pocos notables generalmente ajenos al ámbito del periodismo- debía ser una protección para las escapadas del hijo. Y cuando la SADE le dio un premio el diario le dedicó un suelto y subrayó la pertenencia de Castellanos «al personal de redacción de La Capital».
Pero Castellanos despreciaba al diario, por entonces propiedad de la familia Lagos. En los bares, cuando llegaba después del cierre y contaba alguna anécdota de la redacción, el remate de la conversación era un latiguillo:
– Pasquín de mierda.
[Fragmento de un libro en proceso de escritura]