El sol brillaba blanco, si bien no emanaba tanto calor, era una tregua más que deseada para un invierno que venía siendo muy agresivo. La canchita del barrio estaba repleta de niñez y de padres que observaban a los pequeños jugadores. Jugaban un picadito antológico porque eran equipos mixtos, se había juntado una considerable cantidad de espectadores y eso hacía también que el frío se recibiera con más hospitalidad. De repente a lo lejos empezaron a sonar sirenas que se iban acercando cada vez más, en menos de un minuto una balacera interrumpió el partido en una calle que está al costado de la cancha. La policía abrió fuego con furia sobre un auto al que venían siguiendo, nadie corrió, solo algunas personas se tiraron al piso pero se levantaron inmediatamente después del sonido del último disparo. Empezaron a caer más y más patrulleros, uno de los pibes se bajó del auto en movimiento y corrió hacia los monoblocks, el que conducía no se movía, tenía cuatro balazos en la espalda pero todavía respiraba e intentaba balbucear la palabra agua. Un grupo de pibes empezó a gritarle a la policía que lo llevaran al hospital, voló alguna que otra piedra sobre los patrulleros y un policía respondió tirando unos itakazos al aire. La ambulancia llegó relativamente rápido, pero el pibe ya había muerto. El cuerpo estuvo arriba del auto casi 4 horas, hasta que se lo llevó la camioneta de la policía científica. El partido siguió su rumbo y nadie abandonó la cancha. Lo que hizo que el escenario quedara vacío no fue el muerto ahí apoyado sobre el volante del auto con la espalda reventada, sino el arribo de la noche y de un frío crujiente. El pibe no era del barrio, sino de otro, nadie lo conocía. Mientras el partido siguió, alrededor comenzó una razzia feroz para buscar al prófugo. Nunca lo encontraron.
Al otro domingo la escena se repitió pero con matices diferentes. Por un lado el partido de futbol ya no era mixto ni lo componían niños, sino que era entre grandes y con una apuesta de tres mil pesos de por medio. Los niños quedaron relegados en unos juegos de plaza al costado de la cancha, que fueron instalados hace unos años, antes del comienzo de la remake menemista actual. Otra vez la violencia apareció entre la algarabía, esta vez sin disparos y esta vez no fue la policía, sino que los gendarmes aparecieron caminando con su habitual actitud prepotente y humillante a revisar a todos los pibes y las pibas que estaban jugando el partidito y a los que miraban también. A uno de esos espectadores le encontraron un porro, los gendarmes a pesar de que estaban siendo vistos por decenas de vecinos y a pesar del frío empezaron a desnudarlo, lo dejaron en calzoncillos y lo querían obligar a que se comiera el porro, el pibe se negó, los gendarmes empezaron a pegarle, algunos de los pibes reaccionaron, otra vez disparos de itakazos al aire «comete el porro negro de mierda», le dijo un gendarme más morocho que la noche, pero el pibe siguió negándose. Cuando empieza esta secuencia yo estaba con mi hija de seis años en la pequeña placita que mencionaba anteriormente, ella vio todo pero no experimentó ningún susto extraordinario. Al pibe le rompieron la cabeza y sangraba sin parar, así y todo lo esposaron y lo subieron al patrullero. Se lo llevaron y el partido de futbol siguió. Yo hirviendo de bronca decidí volver a casa, pero mi hija se quería quedar . Le tuve que decir la verdad.
—Hija, vamos adentro porque ahora se va a pudrir todo.
—Pero yo quiero jugar, papi. Pobre ese chico ¿Por qué le pegaron tanto?
—Porque a eso vienen hija, porque así es la vida para nosotros.
—Pero a mí los policías me tratan bien, papi.
—Ya se hija, son seres humanos, pero el gobierno los manda a hacer esto en los barrios como en el que vivimos.
—Le salía mucha sangre al chico, papi.
—Si hija, pero no es nada, lo van a coser y va dejar de salirle sangre.
—Bueno, papi.
Jugar entre balas, entre muertes, con el olor a sangre como parte del programa de un domingo. Niños y niñas que crecen con la naturalización de estos hechos, que mientras aprenden a caminar observan las armas largas que exhiben sin pudor las fuerzas de seguridad, muchos de esos niños aprenden antes el tipo de calibre de los fierros que a leer. El espacio público de las villas sufre un control social total perfectamente similar al control que se ejerce en una cárcel. El dominio del espacio es el mismo. Hay tales horas para poder salir de la casa-celda al recreo. No se permite la reunión de más de dos personas. Allí donde haya 2 o 3 allí llegan rápidamente los robocops del subdesarrollo a maltratar, humillar y sembrar el terror. También hay un semi toque de queda, después de tal hora no se puede andar, a quien se atreva a romper esa regla, no se lo asesina (por suerte) pero se lo arresta o somete a distintas formas de tortura.
Pero lo peor de todo este carnaval de la represión es que una enorme cantidad de los mismos habitantes de los barrios populares que sufren estas aberraciones celebran ser castigados, aplauden la presencia permanente de los gendarmes. Incluso hay pibes que fueron torturados que me han dicho; «Pero bueno al menos el barrio ahora está más tranquilo». No suelo decir nada más cuando escucho eso. Muchas teorías burguesas de la psicología explican que lo vivido en la niñez tiene resonancias eternas sobre nuestras vidas de adultos, pero los modelos de niños con el que desarrollan sus ideas son modelos cuyo peor flagelo quizás sea la sobreprotección y que aunque no quieran tienen las necesidades humanas más elementales cubiertas; techo, comida y juguetes. Entonces ¿cuáles son las consecuencias en los adultos que atravesaron su niñez asfixiados no solo por todas las necesidades básicas ausentes sino por la experimentación concreta de la violencia por parte de las fuerzas de seguridad? ¿Cómo hablarán en el futuro todas estas imágenes que mi hija a los seis años de vida ya tiene cargadas en su ser?